Cómo crear una serie para Netflix o HBO: 6. Cómo delatar a un mafioso

Daniel Pérez (izquierda), Daniel Pérez (centro) y Daniel Pérez

Cuando regresé del trabajo, me encontré con dos hombres de traje sentados en mi sofá.

—¿Quiénes son ustedes? ¿Qué hacen aquí?

—¿Señor Pérez?

—Sí, ese soy soy, Daniel Pérez.

—Siéntese, por favor. Somos el sargento Daniel Pérez y el capitán Daniel Pérez, de la Policía Nacional de Torrejón de Ardoz.

—¿Pero cómo han entrado en mi casa?

—Somos la policía, tenemos copia de todas las llaves de la ciudad.

—¿Y mi esposa? ¿Dónde está mi esposa, Daniela Pérez?

—No se preocupe, aún está en la oficina. Tenemos que hablar con usted a solas.

—¿Qué ocurre?

—Esto va a ser muy difícil de explicar y de entender, pero le pedimos por favor que sea paciente.

—Está bien.

—Usted no es Daniel Pérez.

—¿Cómo?

—Usted es Jaime Rubio.

—Pero, pero…

—Sí, sabemos lo que nos va a decir.

Se lo dije igualmente. Recordaba perfectamente toda mi vida: nací en Soria, hijo único de Daniel Pérez y Daniela Pérez. Durante mi infancia nos mudamos mucho, ya que mi padre trabajaba para una empresa de mudanzas y, como nunca recordaba el camino de vuelta, teníamos que ir nosotros a donde él estuviera. Estudié Biología Marina en Valencia. No sabía nadar, así que el Colegio de Biólogos Marinos me envió a Madrid, donde llevaba tres años trabajando como investigador en la playa del Manzanares. Allí conocí a Daniela Pérez, que dedicaba sus ratos libres a recorrer la ribera del río con un detector de metales sin pilas. Fue un amor a primera vista: ella se enamoró del socorrista y yo de una vendedora de helados. Pero como ninguno de los dos nos hacía caso, nos conformamos el uno con el otro.

—Lamento decirle que todo lo que usted recuerda hasta hace tres años son memorias implantadas —dijo Daniel Pérez—: sus padres, sus estudios de biología marina… Usted forma parte del programa de protección de testigos más avanzado de Europa.

—¿Los testigos de Jehová, a quienes protege el mismísimo Dios?

—No, los otros —dijo Daniel Pérez—, los de los juicios.

—Ya se imagina por qué acaban fallando estos programas —siguió Daniel Pérez—. Los testigos echan de menos a su madre o a sus amigos, les acaban llamando por teléfono, empiezan a cometer errores… Y aparecen muertos en un callejón.

—Este programa crea una nueva identidad. Usted no puede llamar a sus padres porque ni siquiera se acuerda de ellos.

—Y además sus padres le echaron de casa cuando cumplió 38 años.

—Eso también.

—Pero no puede ser… Ni siquiera reconozco ese nombre… ¿Jaime Rubio?

—La operación de reconfiguración fue un éxito. Pero ahora ya es seguro volver. Basta con tomarse esta pastillita.

—¿Por qué ahora?

—La persona a la que ayudó a meter en la cárcel, Daniel Pérez, murió la semana pasada. Intentó fugarse por el retrete de la prisión y quedó encallado justo en la frontera con Portugal.

—Pero esto es absurdo. No creo que yo sea capaz de mantener ninguna relación con criminales.

—Pues así es, señor Rubio.

—¡No me llame con ese nombre!

La historia que me contaron me sonó absurda. Al parecer, Daniel Pérez era el gran capo de la mafia del Corredor del Henares, compuesta por él, un perro muy fuerte aunque un poco viejo, el vigilante de un Mercadona y yo, Daniel Pérez, su fiel contable. Nos dedicábamos a todo tipo de negocios sucios: contrabando de bombillas para las luces navideñas, mercado negro de croquetas, compraventa de pases ilegales para piscinas comunitarias… Incluso habíamos estafado a la base militar de Torrejón de Ardoz, vendiéndoles alerones para que los cazas fueran más rápido.

—¿Y no funcionaban? —Pregunté a Daniel Pérez.

—Claro, eran alerones, cómo no iban a funcionar. Pero eran de baja calidad y se desprendían.

La policía nos descubrió organizando una timba ilegal de Catán en el almacén del bar Ma y Te. Mi jefe y el perro lograron huir, pero yo me despisté porque estaba a punto de conseguir mi quinta carretera consecutiva.

—Qué horror.

—Sí, usted era un delincuente.

—Lo que me horroriza es que supiera jugar a Catán.

El interrogatorio fue difícil: yo era un tipo duro y bregado en el hampa torrejonera. Conmigo no iban a poder.

—Aquí tiene su café, señor Rubio.

—Está asqueroso.

—Lo siento. Las máquinas de aquí no son muy buenas. ¿Prefiere un refresco?

—ESTÁ BIEN, CONFIESO, NO AGUANTO ESTA TORTURA.

—Su abogado está al llegar, ¿no será mejor que le espere?

—YO LO HICE TODO. TESTIFICARÉ ANTE EL JUEZ, IRÉ A SÁLVAME DE LUX Y ME SOMETERÉ AL POLÍGRAFO.

Y así fue como acabé en el programa de protección de testigos.

—Me está diciendo que no soy Daniel Pérez.

—No —contestó Daniel Pérez.

—Usted es Jaime Rubio —añadió Daniel Pérez.

—Pero todo lo que he hecho en estos tres años sí es real… Me he casado de verdad con Daniela Pérez.

—Sí, eso sí.

—He hecho amigos y tengo un trabajo que me gusta… Me van a ascender a asistente del director regional. Incluso me han dado mi propia calculadora, una Texas Instruments.

—Pero está usted viviendo una mentira. Y se dará cuenta con solo tomarse esta pastillita.

—¿Cómo va a ser una mentira? ¿Este hogar es una mentira? ¿Esta foto con mis suegros es una mentira? ¿Este gato es una mentira?

—Es un peluche.

—Pero es un peluche de verdad.

—Señor Rubio…

—¡No me llame por ese nombre! ¡Soy Daniel Pérez!

—Usted tiene otra vida. Una vida real. Esto, todo esto, solo era una forma de protegerse. Una pantomima, solo que usted no era consciente.

—¿Y qué tengo en esa otra vida?

—Bueno… Er… Creo que tiene una bici estática que hace las funciones de perchero.

—¿Tengo pareja?

—Huy, no, no, qué va.

—¿Y amigos? ¿Mis amigos me echan de menos?

—Bueno, Daniel Pérez, el capo de la mafia del Henares, lo pasó fatal porque le consideraba a usted su mejor amigo. Pero no sé si querrá retomar su relación, habiendo sido traicionado y estando muerto.

—También frecuenta a menudo el bar Ma y Te, donde ha dejado a deber 57 euros, por lo que nos dijo la dueña.

—¿Y mi familia?

—Se cambiaron todos el número de teléfono para evitar que les llamara.

—Es decir, soy más feliz aquí como Daniel Pérez.

—Pues ahora que lo dice…

—No me obliguen a regresar a esa vida horrible.

Los agentes se encogieron de hombros y se levantaron.

—Nos vamos, pues.

—Normalmente insistimos un poco más, pero en este caso es evidente que no merece la pena.

—Solo una cosa. No entiendo cómo acabé en esa vida de perdición y delincuencia.

—Oh, eso es muy gracioso. Cuéntaselo tú, Daniel.

—Pero si yo he preguntado.

—No, el otro Daniel, el que también es policía.

—Ah, sí, qué lío, perdón. Usted quería financiar su propia serie.

—¿Yo tenía mi propia serie? ¿Era todo un showrunner?

—Qué va, tenía cuatro libretas garabateadas.

—¿Y esas libretas siguen existiendo?

—Supongo que sí, estarán con sus cosas, en su piso.

—Pero esto lo cambia todo. Yo tenía mi propia serie.

—A ver, yo no diría tanto.

—Seguro que pensaba venderla a Netflix, que lo compra todo…

—Puede ser, pero…

—… O a HBO, que apuesta por productos de calidad.

—No nos volvamos locos.

—¡DEME LA PASTILLA! ¡QUIERO VOLVER A SER JAIME RUBIO!

—¿Qué dice?

—Piénselo bien.

—QUIERO DESARROLLAR MI PROPIA SERIE.

—Pero desarróllela siendo Daniel Pérez.

—NO QUIERO TIRAR POR LA BORDA TODOS ESOS AÑOS DE TRABAJO.

—¿Y su esposa?

—¡NO ES UNA MUJER DE VERDAD! ¡ES UN RECORTABLE DE CARTÓN!

—Aun así, es mejor que lo que tenía antes.

—¿Qué hay de sus amigos? ¿Y de su trabajo?

—LES DEBO DINERO Y NO SÉ NADAR, DEME LA PASTILLA.

—Tenga, tenga.

—Al fin… Sí… Ahora lo recuerdo todo… Me ha venido de repente… He perdido tres años… Pero puedo retomar mi trabajo donde lo dejé.

—¿Está llorando de alegría?

—Sí… Pero no solo por la serie. Resulta que no sé jugar a Catán. Les dije que sí porque quería parecer un tipo duro, pero estaba improvisando.

—Mire, acaba de llegar su mujer.

—Es verdad, era un recortable de cartón.

—Ya se lo decía yo. ¿No ven que es la consejera delegada del BBVA?

—Ah, claro.

—En fin, les dejamos, que tendrán mucho de lo que hablar.

—Yo me voy con ustedes. Adiós, Daniela. No volveremos a vernos.

—¿Pero por qué? ¿Quién es esta gente?

—Son Daniel Pérez y Daniel Pérez. Pero yo… Yo no soy Daniel Pérez. Yo soy Jaime Rubio.

—¿Qué?

—Y tengo que terminar una serie.

—Yo casi diría “empezar”.

—No te metas, Daniel.

—Yo no he dicho nada.

—Me refería al otro Daniel.

—Pero Daniel…

—No me llamo Daniel.

—Ahora no hablaba contigo, es que conozco a ese otro Daniel.

—Sí, fuimos juntos al cole.

—Bueno, yo me voy a ir yendo.

—¿Quién ha hablado?

—¿Qué?

—¿Cómo?

—¿Eh?

—¿Hola?

—Daniel, ¿estás ahí?

—Se corta.

*****

Cómo crear una serie para Netflix o HBO:

1. Cómo imprimir tu propio dinero

2. Cómo dar clases de Filosofía en la Universidad de Friburgo

3. Cómo viajar en el tiempo

4. Cómo dirigir un periódico

5. Cómo montar un open mic

Un trabajo limpio

Creía que había hecho un trabajo limpio. Había entrado en el edificio por una puerta trasera, donde no había vigilancia, y había subido por las escaleras y no por el ascensor, atento a no cruzarme con nadie. A esa hora, en la planta treinta y nueve ya solo debía quedar mi objetivo, encerrado en su despacho. Entré. Dos disparos en el pecho y uno en la cabeza, como es habitual en estos casos. Y, entonces, algo con lo que no contaba.

-Te traigo tu caf…

Me giré y en la puerta del despacho había un tipo con traje y dos vasos de plástico. Se quedó con la boca abierta, mirando fijamente la pistola que yo sostenía con mi mano enguantada. Era un testigo. No tuve más remedio que disparar de nuevo.

-¿Qué es ese ruido?

Volví a levantar la cabeza. Había una mujer en la puerta con una carpeta en la mano.

-¿Pero esto qué es? -dije, fastidiado por el trabajo extra-. Se suponía que a estas horas lo encontraría solo.

La mujer balbuceó algo de una entrega , antes de que, refunfuñando, disparara de nuevo.

El despacho tenía ventanas de suelo a techo, así que aproveché para examinar mi reflejo y comprobar si me había salpicado sangre en la gabardina. Mientras me lamentaba porque iba a tener que tirar mis zapatos nuevos, vi que en el edificio de enfrente, un edificio residencial, había un señor en bata asomado al balcón y, al parecer, grabando toda la escena con su móvil.

Otro testigo del que había que deshacerse. 

Al salir del despacho me crucé con el repartidor de correo. Para ahorrar balas, lo liquidé grapándole muy fuerte las sienes. Al bajar casi tropiezo con una pareja que estaba aprovechando la oscuridad y la ausencia de gente en el edificio para darse el lote entre los pisos veintisiete y veintiocho, así que los arrojé por el hueco de la escalera. Lo que más me molestó de todo fue ver una cámara en la puerta por la que había entrado. Esa cámara no estaba ahí tres días antes, cuando había ido a inspeccionar el edificio. No quiero extenderme, pero tuve que ir a la entrada principal y, tras un tiroteo de poco más de veinte minutos, acabar con los guardias de seguridad y borrar las grabaciones.

Pero para entonces había aún más testigos. Frente a la puerta había varios coches de policía bloqueando el paso y un montón de agentes apuntándome con rifles y pistolas. Todos me habían visto disparar a los guardias y, en caso de juicio, se irían de la lengua, sin duda, así que tenía que deshacerme de ellos. Les pedí que se identificaran (es mi derecho como ciudadano) y apunté sus nombres en una libreta. Hui por el parking y durante las siguientes semanas fui eliminándolos uno a uno, incluyendo al señor en bata de antes.

A partir de entonces la cosa se fue complicando de forma exponencial. Por ejemplo, el señor en bata vivía en una residencia y, en fin, es que me vieron todos al entrar. Y encima ni siquiera había grabado bien el vídeo. Había dejado la cámara frontal puesta y toda la grabación eran siete minutos del abuelo diciendo “madre mía, que lo ha matado, qué bestia. No, no entres. También se lo ha cargado, qué bruto”.

En ocasiones fue error mío, como cuando asesiné a uno de los agentes durante un concierto. El policía era el bajista del grupo y no se me ocurrió otra cosa que subir al escenario. En fin, lo planeé mal, creía que con el silenciador bastaría y no contaba con los focos y el público. Luego encima la gente se puso a correr y yo no tenía tantas balas. 

Total, que se me estaba llenando todo de testigos.

-Te veo agobiado.

Era Ramón, el camarero del bar donde me tomaba cada mañana mi café. Sospechaba algo. Tuve que asesinarlo y quemar el local, haciendo que pareciera un accidente. Por desgracia y mientras rociaba la barra de gasolina, paró un autocar enfrente y bajaron varias decenas de turistas japoneses, a los que también tuve que eliminar.

Encima, el perito del seguro veía poco probable que alguien limpiara el suelo del bar con gasolina en lugar de amoniaco, así que también me vi obligado a matarlo a él y a todos los empleados de la empresa, una multinacional suiza. Como seguía liado con los testigos del concierto, me había despistado un par de días y para entonces el perito ya había entregado su informe. Temía que alguien atara cabos y llegara, cortado a cortado, hasta mí.

Dormía poco y eso se notaba en cómo hacía mi trabajo. Cuando duermo menos de ocho horas no doy una a derechas, esa es la verdad. Por ejemplo, intenté viajar con un pasaporte falso. Hasta ahí bien, pero es que era el pasaporte de un niño de 4 años. Intenté explicar que padecía de progeria, pero no coló y tuve que asesinar discretamente a los policías que me pidieron el pasaporte y luego a toda la gente que estaba en el aeropuerto de Rotterdam, adonde había viajado porque la aseguradora tenía allí una de sus filiales.

Llegó un punto en el que me había gastado en balas más de lo que me habían pagado por el encargo original. Pero yo soy así, concienzudo, y si cometo un error, tengo que arreglarlo. Los trabajos, o salen limpios o hay que limpiarlos. Es lo que siempre digo. Todo el rato. Los vecinos están hartos.

A pesar de todas estas precauciones, llegó un punto en el que la policía comenzó a sospechar. Quizás no borré bien las grabaciones de seguridad de aquel Alcampo donde se me había caído la pistola mientras compraba chocolate (con toda esta tensión, encima estaba engordando). O puede que alguien sospechara cuando yo mismo aterricé el avión de vuelta de Rotterdam tras liquidar a todo el pasaje porque un tipo llevaba un boli de publicidad de la dichosa aseguradora. 

Total, que vino a verme a mi despacho un inspector de la Policía Nacional.

-Usted dirá en qué puedo ayudarle.

-Verá, es que estamos investigando el asesinato de siete millones doscientas cuarenta y dos mil ciento noventa y cuatro personas. No tenemos apenas pistas porque el sospechoso va haciendo desaparecer a los testigos justo antes de que logremos hablar con ellos, pero hemos encontrado unas huellas de zapatos cerca de uno de los escenarios de uno de los crímenes. Queríamos descartarle de la investigación.

-¿Huellas de zapatos? ¿Eso es todo lo que tienen?

-Bien, según su ficha policial, usted fue arrestado de adolescente por robar zapatos.

-Un error de juventud.

-Ya, pero usted calza un 35 en el pie izquierdo y un 47 en el derecho.

-¡Como muchísima gente! -contesté, bajando los pies de la mesa, donde los tenía apoyados.

-Sí, pero no todo el mundo es un asesino a sueldo.

-¿Y yo lo soy? ¿De dónde saca eso? 

-Lo pone en la puerta: “Jaime Rubio, asesino a sueldo”. También en la placa que lleva en la chaqueta: “Hola, me llamo Jaime y soy asesino a sueldo”. Y en su página web, jaimerubioasesinoasueldo.com. También tenemos este anuncio a dos páginas en El norte de Castilla, varias cuñas de radio y su libro Yo soy un asesino a sueldo, la misma frase, por cierto, de la camiseta que lleva puesta. Y luego están las vallas publicitarias en la autovía de Castelldefels, estos trípticos que reparte por buzones, los anuncios de Facebook donde sale usted diciendo que mata a cambio de dinero…

-Soy consultor. Asesino problemas. Creo que la metáfora es evidente.

-Además, me está apuntando con una pistola.

Después de disparar al inspector, repasé los errores que había cometido. No me había deshecho de ninguno de los cadáveres, por ejemplo. 

Decidí desenterrarlos a todos y disolverlos en ácido. Cuantas menos pruebas tuviera la policía, mucho mejor. Compré ocho millones de barriles, para ir sobre seguro.

El repartidor de Amazon hizo una gracieta que no me gustó mucho:

-Aquí podría disolver ocho millones de cadáveres sin necesidad de descuartizarlos.

Tuve que eliminarlo. Sabía demasiado. 

Aquellas semanas trabajé veinte horas cada día. Por las mañanas seguía eliminando testigos, incluyendo, por cierto, al tipo que me había encargado el trabajo (¡lo sabía todo!). Y por las tardes hasta bien entrada la noche iba a los cementerios a desenterrar cadáveres para luego disolverlos en ácido. Allí a veces me veía algún trabajador o algún familiar despistado, con lo que seguía creciendo la lista de gente que sabía más de la cuenta. Tuve que comprar otros cinco millones de barriles.

Una tarde, la alcaldesa de Barcelona me llamó a casa.

-¡Deje de matar a gente!

-No sé de qué me habla.

-¡En esta ciudad ya solo quedamos usted y yo! ¡Y yo no he sido!

Por la noche abandoné setenta y cuatro cadáveres en el Ayuntamiento e hice una llamada a la policía (la de L’Hospitalet).

-Miren, en esta ciudad solo quedamos dos personas y yo no soy el que tiene setenta y cuatro cadáveres en la puerta.

El juicio a la alcaldesa me sirvió para ganar tiempo y asesinar a todos los ingleses (un tipo que parecía inglés me había visto comprando ochenta millones de balas en el Carrefour), pero cuando la absolvieron tuve que liquidarla a ella, a la policía de l’Hospitalet, al jurado, a todos los empleados de los juzgados y a un repartidor de pizzas que me había pillado mientras me ponía los guantes.

Dediqué mucho trabajo a borrar meticulosamente todas mis huellas. Y no solo hablamos de testigos: me corté la punta de los dedos para que nadie pudiera comparar mis huellas digitales. También me hice la cirugía estética para que nadie me reconociera: me puse tres narices y la cara de George Clooney, pero en la espalda, para no tapar la mía. Y me cambié el nombre varias veces. La última, a Emiaj Oibur, pero antes de eso fui Camilo Séptimo, Pedro Sánchez Pero Otro Pedro Sánchez y El Retorno del Jedi Todo Junto, siendo Todo y Junto apellidos y El Retorno del Jedi, nombre compuesto que se escribía separado. Era un lío, así que me lo cambié a Harrypotter Separado.

Cada vez me costaba más seguir la cuenta de todos los testigos a los que había que eliminar, por lo que acabé asesinando, por supuesto de forma meticulosamente planeada, a doscientas personas al azar cada día. Ese era mi mínimo para dar la jornada por concluida, aunque a veces me animaba e iba a por más. Me dejaba los domingos libres, eso sí, porque si uno no desconecta, se acaba volviendo loco. 

Al cabo de veintinueve años años de trabajo, unas cuantas bombas, la liberación de veinticuatro virus experimentales sin vacuna y unos seis o siete millones de cepos que fui dejando por las esquinas, conseguí eliminar a todos los testigos y quedarme solo en el mundo.

Dormí un montón esa noche. Estaba destrozado. Quizás catorce horas, no exagero. Bueno catorce, no creo. Pero doce y pico seguro. Me acosté como a las diez y me levanté yo creo que ya pasadas las nueve. Eso son once horas, ahora que pienso. Pero, bueno, para mí está bien. Con menos de ocho lo paso mal, pero si duermo demasiado me levanto con dolor de cabeza. Ni el ibuprofeno me lo quita.

¿Por dónde iba? Ah, sí. Había matado a todo el mundo, etcétera. Esa mañana, mientras me tomaba un café, me di cuenta de que aún quedaba un testigo. Yo. Yo siempre sabría lo que había hecho.

Quizás podría comprar mi silencio. No me costaría nada falsificar siete mil millones de testamentos y quedarme con todo el dinero del mundo.

Pero siempre viviría con miedo. A que me fuera de la lengua. A las continuas amenazas y exigencias. 

Así que quedé conmigo para cenar. En casa, algo tranquilo y, por supuesto, sin testigos, con la excusa de charlar y ponernos al día.

-¿Qué tal la jubilación? Bien, bien, no me aburro, estoy aprendiendo caligrafía. ¿Y eso? Mira, me relaja. Enséñame algo de lo que has hecho. No, ja ja, que me da vergüenza.

A media velada, me dije que iba al baño y allí saqué la pistola que tenía escondida detrás del inodoro y le coloqué el silenciador. Salí sigilosamente y llegué a la sala de estar. Pero no había nadie. ¿Cómo podía ser? Si me había dejado sentado en el sofá.

Me busqué por todas partes, sin encontrarme. No había ni rastro. Había huido, pensé. Soy más inteligente de lo que creía. Una vez más, me he subestimado a mí mismo. Qué estúpido soy.

Pero un día me encontraré. Y cuando me encuentre ya no quedará nadie. Excepto, quizás, esa paloma del balcón que me mira raro. ¿Qué querrá decir con guruguruguru? ¿Y a quién se lo dice? ¿No estará avisando a una paloma policía?

En fin, tendré que encargarme también de esto.

Bienvenido a su banco

Foto: Museums Victoria (Unsplash)

Bienvenido a UN BANCO:

Gracias por confiar en nosotros y darnos todo su dinero. A modo de bienvenida, queríamos aclarar algunas de las dudas habituales de nuestros clientes y recordarle que tiene un crédito preconcedido de 50.000 euros.

Los horarios de oficina de UN BANCO:

Ingresos, retirada de efectivo y otros trámites: el martes 17 de noviembre de 10:00 a 10:04 de la mañana. También puede usar cualquier cajero.

(Nota: el cajero está temporalmente fuera de servicio).

Puede pasarse cuando quiera para aceptar el crédito preconcedido de 50.000 euros.

La premiada app de UN BANCO:

Le recomendamos que se instale nuestra aplicación para móvil, compatible con todos los Alcatel. Recibió un premio en 2015 de una empresa que ya no existe, ahí es nada. La app solo funciona cuando se queja mucha gente en Twitter y avisamos a Nacho, el sobrino de Pedro, que es informático, pero habitualmente no hay problema para aceptar el crédito preconcedido de 50.000 euros, que por cierto ya está a su disposición. 

Aparte de eso, la app está muy bien. Y no es cierto que Villarejo tenga acceso a sus datos, jaja, qué tontería, ¿quién es Villarejo? ¿Es su madre de usted? La app tiene un premio. Lo tenemos en la oficina. Es como un diploma, pero de metal. Precioso. En realidad es un accésit.

La web de UN BANCO:

Los trámites que no se pueden hacer en la oficina tampoco se pueden hacer en la web, pero en la web sale un gráfico que dice cuánto lleva usted gastado desde el día 1. Está mal porque no suma bien lo de la tarjeta de crédito ni lo de la cuenta corriente, pero es muy bonito.

Ya le hemos ingresado los 50.000 euros, para ir ganando tiempo. Total, el crédito estaba preconcedido. Si entra en la web los verá ya en la cuenta.

Su tarjeta de crédito:

El periodo de liquidación es del 20 al 20 de cada mes. 

El cargo en su cuenta se hará el día 5 de cada mes.

El objetivo es que nunca sepa cuánto lleva gastado, pero no pasa nada porque tiene esos 50.000 euretes ya ingresados, que siempre vienen bien, anda que no. ¿En qué se los va a gastar? ¿Un coche? ¿Obras? ¿Ludopatía? No nos lo cuente, que dentro de unos años vendrán los juicios y queremos poder negarlo todo.

Comisiones:

Gracias por darnos todo su dinero, pero ya nos lo hemos gastado y necesitamos más. 

Somos absolutamente incapaces de ganar dinero con todo el dinero de nuestros clientes porque la app es un agujero sin fondo y ya no sabemos qué hacer para que funcione, aparte de darle otro premio. Necesitamos 50 euros al año, por favor. 

Que sean 100.

Además, están los intereses de los 50.000 eurillos del préstamo preconcedido. Las condiciones eran buenísimas: 6500 % TAE.

Puede pasarse a nuestra cuenta ONLINE, en la que no se le cobrarán esos 150 euros de comisiones de mantenimiento. Las condiciones son las siguientes:

– Ingresar la nómina y domiciliar al menos cuarenta recibos.

– Matar a este perro. ¿No quiere pagar comisiones? Pues mate a este perro. Si tanto le molestan los 200 euros anuales, coja a este animal del cuello y estrangúlelo con sus propias manos. Demuéstrenos que realmente quiere ahorrarse esos 250 euros. Y sin llorar. COMPÓRTESE COMO UN HOMBRE Y NO LE COBRAREMOS LOS 300 EUROS DE COMISIONES QUE NOS HEMOS GANADO AL QUEDARNOS CON SU DINERO.

Los 350 euros de comisiones se redondean al millar superior más cercano.

Recuerde que aunque le confirmemos el cambio de las condiciones de cuenta, este no se hará efectivo y nadie le avisará nunca de qué falta ni por qué. En caso de duda, puede pasar por cualquiera de nuestras oficinas, si llega antes de que las cerremos para siempre. Allí le diremos que tiene que enviar la consulta por la web o a través de la app (que tiene un premio). También le recordaremos que tiene a su disposición un crédito preconcedido de 50.000 euros (sí, otro).

Comunicaciones con UN BANCO:

Le enviaremos publicidad de todos los créditos que le preconcedamos. Es posible que perdamos su DNI y le bloqueemos la cuenta. En tal caso, ya se enterará cuando le corten la luz, así que no le molestaremos. 

Puede llamar a su ASESOR PERSONAL cuando quiera para aceptar un nuevo crédito preconcedido de 50.000 euros.

Su ASESOR PERSONAL:

Su ASESOR PERSONAL resolverá todas sus dudas sobre los créditos preconcedidos.

Créditos de 50.000 euros:

Están todos preconcedidos. Ya le hemos ingresado tres.

Anexo a “Créditos de 50.000 euros”

Las condiciones del crédito preconcedido han cambiado: 8.000 % TAE.

Hipotecas:

Espera, chaval, que están mirando… Pásate luego y te la financio al a 150 años por el 300 % del valor del piso. Y, de regalo, un crédito preconcedido de 50.000 euros.

Ante la inminente crisis ecónomica

Foto: Didier Weemaels (Unsplash)

Como todo lector informado sabe, se avecina una nueva crisis económica. Ya lo detalla el Doctor Adenauer en su Introducción a la Economía: “las crisis económicas se producen tras dos trimestres con cuatro lunas llenas y dos pases de Pretty Woman en la tele”. Para evitarlas, hay que “bajar sueldos, sacrificar tres cabras, despedir a un número primo de personas, volver a bajar sueldos, llorar agarrado a la almohada y echarle la culpa a Martínez, que siempre se deja las cosas a medio hacer”. Pero esto ya lo expliqué en mi podcast de economía, Me debes seis mil pesetas (¡todos los jueves!).

Puede que algún lector menos informado se pregunte cómo es posible que vayamos a entrar en otra crisis si aún no se ha terminado la que comenzó en 1994. La respuesta es evidente. El otro día charlé en mi podcast de entrevistas (Face Off, ¡todos los lunes!) con Amancio Ortega, que me justo explicó esto mismo: “Sí, claro que soy Amancio Ortega, no soy Jaime poniendo una voz rara”. 

Y bien, ¿qué caracterizará a la próxima (o actual, ya me he liado) crisis económica? Lo primero que notaremos es que el PIB bajará a niveles de los años 50 y 60, por lo que no podremos pagar una España en color y todo volverá a ser en blanco y negro. Luego volveremos a dar un montón de dinero a los bancos, siguiendo el siguiente esquema:

—Aquí tenéis un montón de dinero para que podáis prestárselo a ciudadanos y empresarios.

—Gracias.

—¿Cuándo vais a empezar a prestar el dinero?

—¿Qué dinero?

—¿Eh?

—¿Qué? 

—¿Cómo?

—¿Qué pasa?

—Pero…

—¿Pero qué?

—Un momento.

—Me debes seis mil euros en comisiones.

—¿Qué?

—Venga, rapidito.

Fun fact: el presidente del BBVA no sabe leer. Otro fun fact: el presidente de Bankia se hizo a sí mismo y sobraron piezas. Uno más: la presidenta del Santander sabe leer, pero solo en checo. ¡Hay que traducirle todos los documentos! ¡Iba a añadir un cuarto fun fact, pero la policía está aporreando la puerta!

(Seis meses de cárcel y torturas más tarde, detallados en mi podcast de cinco capítulos Regreso a Can Brians).

¿Qué medidas debería estar tomando el Gobierno para atenuar los efectos por otro lado inevitables de la crisis? Ya lo conté en mi podcast de política (Tercera República, ¡nuevo episodio todos los domingos!): hay que pensar a largo plazo. Lo que debería hacer un Gobierno inteligente es ponerse un bigote postizo y pillar el primer vuelo a Laos, dejando a unos maniquíes a cargo para volver cuando la cosa se calme. Puede parecer una irresponsabilidad, pero es algo que ya pasó en España en los periodos 1993-1995, 2002-2010 y 2014-2016.

Otra propuesta para evitar la crisis sería cambiarle el nombre, como saben todos los que siguen mi podcast sobre semiótica, Pero qué quieres decir (¡en breve arranca la cuarta temporada!). Si a la crisis la llamamos Joaquín, ya no habrá crisis, habrá Joaquín. Nada que ver. 

—¡El Gobierno no ha hecho nada para evitar a Joaquín!

—¡Pero al menos no hay crisis!

Sé que era la misma propuesta para evitar la independencia de Cataluña: llamarla Joaquín. Pero es que funcionaría. Así los españoles dirán: “Me da igual que se independice Joaquín, que haga lo que le dé la gana”. Y los catalanes: “¿Joaquín? No sé qué es eso, pero no voy a hacer algo ilegal por Joaquín, hasta aquí hemos llegado”.

Lo mismo con el Brexit. A lo mejor hay gente a favor del Brexit, PERO A NADIE LE CAE BIEN JOAQUÍN.

El Gobierno no es el único que tiene responsabilidad a la hora de evitar las crisis. También las empresas y los consumidores, como ya saben los fans de mi podcast sobre emprendimiento, Hablo así porque me di un golpe en la cabeza (¡ya está en Spotify!).

Lo primero que deben hacer las empresas, evidentemente, es bajar los sueldos para poder contratar a más gente. ¿Qué prefieres, no tener trabajo, o tener trabajo y cobrar algo menos? Ejemplo: en vez de pagar 1.800 euros a una persona, pagas 900 a dos. El objetivo final es pagar 0 euros por empleado y así cada empresa podrá contratar a infinitas personas, solucionando de una vez por todas el problema del paro. Es lo que se llama «uberización».

Al final, el problema del paro no es que haya poco trabajo, sino que hay demasiadas personas y el asesinato es ilegal.

Nosotros, los ciudadanos de a patinete, también podemos mitigar, al menos en parte, los efectos de la crisis. Me centraré en el truco de ahorro más efectivo: ser millonario. Hay muchas formas de ser millonario. La más fácil es tener padres millonarios. Si tus padres no son millonarios, cámbialos por otros. Si los compraste en El Corte Inglés, hay como cuarenta años de garantía.

Otra forma de ser millonario consiste en tener mucho dinero. El dinero se puede comprar. Ve al banco y pregunta cuánto cuestan dos millones de euros. Negocia bien.

Trucos: si los pides en monedas, te rebajarán el precio porque todo el mundo quiere librarse de los centimillos. No pagues más de 700 euros en total. Insiste en que el dinero se basa en un sistema fiduciario y que, en el fondo, no es más que níquel y papel gordo, por lo que estás comprando CHATARRA, sobre todo en caso de que la economía se vaya a pique y tengamos que recurrir, una vez más, al trueque y a la venta de órganos.

Otra buena idea es vender órganos. Los de las iglesias y catedrales góticas de los siglos XIV-XVI están especialmente buscados y valorados. Si la policía te pilla, échale la culpa a Joaquín. A mí me ha funcionado en al menos tres ocasiones.

Que se ha muerto

Nationaal Archief (Flickr Commons)

—Bueno, ¿qué? ¿Pedimos otra copa?

—Yo ya no puedo más. ¿La cuenta?

—¿Ya? Pero si lo mejor de estas comidas es la sobremesa.

—Llevamos dos horas de sobremesa. Quedaos vosotros, si queréis, pero yo voy a ir tirando ya.

—A ver qué dice este. Tú. Eh. ¿Pedimos otra?

—¿Qué le pasa?

—¿Se ha dormido?

—A ver…

—Tiene los ojos abiertos.

—Joder, que se ha muerto.

—¿Pero cuándo se ha muerto?

—Ni idea, pero la copa ni la ha tocado.

—Ni el café.

—Con razón estaba tan callado.

—Pues al final no vamos a pedir otra.

—Venga, si ya ha estado bien. Yo voy bastante borracho.

—Tú eres un blando. Ahora tendríamos que ir al Dry Martini.

—Eso, con los jubilados.

—Y ya empalmamos con la cena.

—Que no tenemos edad. ¿No ves que este se ha muerto?

—Claro, tú eres un blandengue, pero este es una niña de seis años.

—¿Y qué hacemos? ¿Avisamos a su mujer?

—No, no. Yo ahí no me meto. La bronca le va a caer igual. Por lo menos que no nos salpique.

—Habrá que meterlo en un taxi, al menos.

—Ya podría haberse muerto en su puta casa. ¿Vamos pidiendo la cuenta?

—¿Nos cobra, por favor?

—¿Recuerdas su dirección?

—Mírale el DNI.

—Voy. De paso, saco su parte. ¿A cuánto sale la broma?

—A ver, espera, que saco el móvil… 70 euros por cabeza. Contando la propina.

—Suerte que tiene efectivo.

—¿Le queda para el taxi?

—Sí, sí.

—Menos mal, porque no me apetecía tener que acompañarlo hasta casa. Es tardísimo.

—¿Qué va a ser tarde, si es la hora de merendar?

—Pues eso.

—No tiene sentido volver a casa, tendríamos que seguir.

—Adonde tengo que ir es a la oficina.

—¿Os hacen trabajar los jueves por la tarde?

—Vete a la mierda.

—Anda, ayúdame a sacarlo de aquí.

—Cómo pesa, el desgraciado.

—Si llego a saber que se va a morir, intento convencerle para que no se pida el chuletón.

—Por ahí no.

—Sí, por ahí sí, que no quiero tener que rodear esa mesa.

—Pero es que por ahí hay escaleras.

—Son tres escalones, deja de quejarte.

—Deja de quejarte tú.

—Eres tú el que se queja.

—Venga, calla ya.

—Menos mal que por esta calle pasan bastantes taxis.

—Voy a ir pidiendo uno con la app.

—¿Puedes sacar el móvil?

—Sí, sí.

—Cuidado que se nos cae.

—Ya está… Espera, habrá que salir, que no tengo cobertura.

—A ver si te compras un móvil decente, joder.

—No es el móvil, es la compañía.

—¿Y con qué compañía estás, con Correos? ¿Con Pony Express?

—Calla un rato, anda.

—Mira, ahí viene uno.

—Pero ya he pedido otro.

—Pues este para él y el otro para nosotros.

—Cuidado, que se cae.

—Tendré que parar el taxi, ¿no?

—¿Lo tienes que parar con las dos manos?

—Y con la polla, si hace falta.

—Qué ganas tengo de llegar a la oficina y perderte de vista.

—Si no puedes vivir sin mí.

—A ver, ayúdame a meterlo… Buenas tardes…

—Cuidado.

—A ver, ¿lo dejas tú o lo dejo yo?

—Madre mía, pareces un niño pequeño. Necesitas una siesta.

—Ya está.

—¿Tienes su dirección?

—Sí, llévelo a Sócrates 11, es el segundo piso.

—¿Tiene el DNI actualizado?

—Sí, sí. Lo que no recordaba era el piso, pero sí la calle. Se ha muerto. Pique al timbre y ya bajará alguien a buscarlo.

—¿No tiene portero? Igual puede avisar al portero.

—Sí, tiene portero porque vive en 1965. ¿Cómo va a tener portero?

—Yo tengo portero.

—Bueno, es que tú vives en 1965.

—Ahora ya te estás poniendo faltón.

—Hasta luego, gracias.

—Necesitas una siesta.

—Mira, ya viene el otro taxi. Dos minutos, me dice la app.

—¿Nos vamos al Born y nos tomamos otra?

—Ni hablar.

—¿Pero qué vas a hacer el resto de la tarde?

—Descansar de ti. Madre mía, no callas.

—Te propongo lo siguiente: copa en el Juanra Falces y luego…

—Está cerrado.

—No jodas. Pues copa donde sea y luego cenamos por ahí. O no cenamos. Yo he comido para tres días.

—Que no puedo, que tengo que pasar un rato por la oficina.

—Sí, apestando a vinazo y a cadáver.

—No huelo a cadáver.

—A saber si se murió ya durante el segundo… ¿Tenía carne en la boca? Igual se atragantó. Este tío es muy bruto. Era muy bruto. Joder, aún no me hago a la idea.

—¿Que si tenía carne? ¿Querías que le abriera la boca y mirara dentro?

—A lo mejor tendríamos que haberlo hecho.

—Que le haga la autopsia un médico, no nosotros.

—Es más que nada por si pregunta alguien.

—Pues si alguien pregunta, le decimos que no somos médicos. Mira, ese es el mío. ¿Te vienes?

—Solo si vamos al Born.

—Ahora en serio, tío, no puedo. Me iré a casa y trabajaré desde ahí.

—No me jodas, hombre. Es como si nuestro amigo hubiera muerto por nada. Otro sacrificio en balde.

—Tengo un marronazo entre manos… No tendría ni que haber venido a comer. Y no es solo por hoy: si sigo esta tarde, mañana no podré ni levantarme de la cama.

—Joder, qué aguafiestas.

—¿Subes?

—No, mira, yo me tomaré una en el Dry Martini. Aunque sea solo.

—¿Pero qué te ha dado con ese sitio? La media de edad es de 118 años.

—A mí me gusta. Y nos hacemos viejos. Ya has visto que vamos cayendo uno a uno, como moscas.

—No exageres. Me piro.

—Venga, ¿le decimos al taxista que para tu casa, pero paramos en ese bar nuevo y nos tomamos la última?

—Joder, qué pesado.

—¿Sí?

—Venga, sube. Pero solo una.

—Menos mal. Me veía volviendo a la oficina. Casi mejor morirme también.

—Solo una.

—Que sí, joder.

La terracita

Powerhouse Museum (Flickr Commons)

Tras la llamada de unos vecinos, mi compañero de patrulla y yo mismo nos personamos en el lugar de los hechos, el bar llamado Tolo, a las 19:58 horas. Nada más acercarnos a la zona de la disputa oímos gritos y amenazas, sin que pudiéramos especificar en ese momento quién las profería, a quién iban dirigidas y si la madre de la persona interpelada estaba presente o no para defenderse de tales injurias.

En la terraza del antes mencionado bar discutían acaloradamente dos hombres varones de sexo masculino. Tal y como pudimos averiguar en cuanto los separamos y calmamos, uno de ellos era el dueño del local, Arturo Sánchez, mientras que el otro era un vecino llamado Álvaro Gutiérrez, al parecer afectado por las molestias ocasionadas por el funcionamiento de dicho establecimiento.

Procedimos a hablar primero con el vecino. Queríamos así contribuir a que se tranquilizara, al ser quien se mostraba más alterado de los dos. En estos casos es importante que la otra persona se sienta escuchada, tal y como leí en el blog de una psicóloga a la que sigo mucho y que me recomendó mi señora. Parece que no, pero estas cosas ayudan. Cabe decir que se trata solo de una técnica psicológica y que en todo momento mantuvimos la neutralidad que se espera de nuestro trabajo.

El vecino nos contó que vivía justo encima del bar, en el primer piso del mismo edificio. Llegando ese día a su vivienda en torno a las 19:00 horas oyó un ruido en su balcón, que da a la terraza del establecimiento. Creyendo que se trataba de la habitual algarabía festiva del bar llamado Tolo, se asomó para quejarse, como reconoce que hacía habitualmente, pero su sorpresa fue que se halló, en su propio balcón, con cuatro clientes del bar, sentados en dos mesas metálicas, bebiendo Mahou y picando unas aceitunitas y unos frutos secos, cortesía de la casa.

Ante la sorpresa y la ira de Gutiérrez, los clientes le explicaron que uno de los camareros les había dicho que la terraza estaba completa, pero que quedaba sitio en “la terraza superior”, a la que se accedía a través de una escalera apoyada contra la barandilla del balcón de Gutiérrez.

El vecino intentó echarles a gritos. Admitió haber proferido palabras subidas de tono e incluso haber arrojado un cuenco, cree recordar que de aceitunas, por el balcón. Fue entonces cuando el dueño del bar llamado Tolo intervino, saliendo del local y pidiendo a Gutiérrez desde la calle que dejara en paz a sus clientes. El vecino bajó y el intercambio de pareceres fue subiendo de tono, llegando al punto de que los clientes de la terraza superior prefirieron irse (motivo por el que no pudimos hablar con ellos cuando llegamos al lugar de los hechos). 

El dueño del local nos mostró los permisos para ampliar su terraza hacia el balcón del vecino inmediatamente superior a su local. Estos permisos estaban vigentes y en orden. Además de eso y según el hostelero, el vecino no usa nunca el balcón, excepto para apilar unas cajas y una bicicleta oxidada “que ni siquiera deberían estar ahí”, y por eso en el ayuntamiento le concedieron el permiso en solo una semana. 

También nos contó que se trata de uno de los vecinos “conflictivos” de la plaza: “Uno de esos que cuelga pancartas contra el ruido, pero luego el que hace ruido y molesta a mis clientes es él, no se si se han fijado en cómo gritaba”. 

No solo los papeles estaban en regla, sino que comprobamos que la terraza cumplía las condiciones para proceder a su crecimiento vertical, al no quedar sitio ninguno en la acera en el que colocar ninguna otra silla. Informado al respecto, el vecino se quejó y, visiblemente alterado, preguntó por qué tenía que meter él a gente en su casa, mostrando su sorpresa cuando se le recordaron sus obligaciones para con el mantenimiento del turismo y del crecimiento económico. Se le preguntó por la última vez que había salido al balcón y contestó con vaguedades, admitiendo así, al menos en parte, que esa zona de su casa estaba completamente desaprovechada, sobre todo si se comparaba con el servicio que podían dar dos mesas sirviendo cervezas y alguna que otra tapa siete días a la semana.

A pesar de que el dueño del local había aludido a un historial conflictivo por parte del vecino, decidimos limitarnos a amonestarlo verbalmente y pedirle que no importunara a los clientes del bar llamado Tolo, que tenían todo el derecho a disfrutar de su refrigerio sin que nadie les tirara las aceitunas a la calle. Le recordamos que en el caso de que le molestaran el ruido y el humo del tabaco de estos clientes, algo sin duda inevitable, siempre podía cerrar la ventana que daba al balcón.

El vecino no se lo tomó bien y amenazó con acciones legales. Conseguimos calmarle y hacerle ver que el local tenía todos los permisos en regla y que iba a ser perder el tiempo. Insistimos en que siempre era mejor una solución amistosa, a la que también se mostraba inclinado el señor Arturo Sánchez. En este sentido, le recordamos que el dueño del local ni siquiera le había exigido que pagara las consumiciones de los clientes que se habían marchado y a quienes había tenido que invitar. Añadimos que no queríamos tener que volver y reventarle la cabeza a hostias, a ver si así aprendía. Que no hay nada más agradable que una terracita en verano, hijo de puta, y que a ver dónde quería que el bar pusiera las mesas, ¿en lo alto de los coches o qué, pedazo de subnormal? A ver si dejamos que la gente se divierta en paz, amargado, que eres un amargado. Uno sale del trabajo, con el calorcito de la tarde, y qué mejor que tomarse una cervecita tan tranquilo en el bar sin tener que soportar los lamentos del clásico paliducho que se pasa todo el día en casa, quejándose de cualquier cosa, joder ya, aprende a divertirte o al menos deja en paz a los que sí saben hacerlo. Sal tú también de vez en cuando. Relájate, pedazo de cabrón. O al menos cierra la puta boca, que no hay nada peor que el ñiñiñi de un cenizo, que se le quitan a uno las ganas de vivir con tanta protestita de mierda. Procedí a darle las dos palmaditas suaves en la mejilla, técnica también recomendada en el blog de la psicóloga antes mencionada para demostrar dominación física y mental. Sonreí y dije: “Nos vamos entendiendo, ¿verdad?”, a lo que mi compañero, que no lee este blog por más veces que se lo recomiende, añadió un innecesario y diría que contraproducente: “Pues arreando, que es gerundio”.

La subasta

Foto: rawpixel (Unsplash)

-El precio de salida es de 6.000 euros al año. Tenemos 6.000. Ofrecen 6.500. 7.000. ¿7.500? ¿Nadie ofrece 7.500? 7.500 al fondo.

La sala está abarrotada: casi todos los que pujan son jóvenes, pero unos cuantos están en torno a la cuarentena, como Antonio, de 38 años: “Me quedé sin empleo hace unos meses y esta es la forma de volver a trabajar. Yo estaba ya casi cobrando, pero bueno, así es la vida”.

La puja es por un contrato indefinido como administrativo. Los empleos de esta categoría suelen rondar los 18.000 euros al año, pero se espera que en este caso el precio sea inferior, ya que se busca a alguien con experiencia y buen nivel de inglés. Es decir, no debería haber tantos pujantes como para otros puestos similares.

“No sé qué decirte, yo veo la sala llena, más llena incluso que ayer, cuando se llegó a los 20.000 -opina, algo desanimada, Mónica, de 29 años, poco antes de que comience la subasta-. Me he puesto el tope en los 16.000, porque a mi edad no puedo estar en puestos de más de 20.000 o no llegaré a cobrar nunca, pero no sé si pujaré porque no es realmente de lo mío”.

-Tenemos 8.000. ¿Quién ofrece 8.500? 8.500 por aquí. Vamos por 9.000. ¿Quién ofrece 9.000? ¿9.000 por horario intensivo entre mayo y septiembre, ambos incluidos?

Nuria, de 32 años, es una de las pocas personas que ha venido a pujar a pesar de que ya tiene un empleo: “Solo pago 12.000 y no creo que esta puja mejore mis condiciones, teniendo en cuenta que empieza ya en los 6.000, pero es importante estar abierta a nuevas oportunidades”. Su objetivo es bajar de los 10.000 el año que viene y comenzar a cobrar en menos de cinco años: “Sé que es difícil tener un sueldo antes de los 40, pero mi generación está muy bien preparada. Tenemos másters, idiomas… Yo sigo estudiando”.

-Ofrecen 9.000 Tenemos los 9.500. ¿Nadie ofrece 10.000? ¿10.000? Tenemos 10.000. 10.500. ¿11.000? ¿11.000 por un empleo que ofrece la posibilidad de trabajar desde casa un día a la semana? 11.000. 11.500.

Aunque algunos economistas se llevaron a la cabeza cuando las primeras empresas cobraron a sus empleados a cambio de permitirles trabajar, lo cierto es que el experimento ha sido todo un éxito: “En una empresa uno recibe una formación que en realidad no se puede pagar con dinero, pero que al menos se puede compensar parcialmente”, explica Rebeca Martínez, responsable de empleo de la casa de subastas Clisbal.

Cuando el empleado está formado y produce beneficios a la empresa es cuando comienza a percibir un sueldo. “Los primeros años son difíciles, sin duda, pero a partir de los 35 hay mucha gente que ya pasa a cobrar unos mil euros al mes y puede comenzar a devolver los créditos a los bancos”. La banca ha sido una de las grandes favorecidas por la iniciativa: los beneficios del sector han llegado casi a duplicarse en los últimos cuatro años.

-12.000. Ofrecen 12.500. ¿13.000? Recordemos que el puesto cuenta con luz natural. ¿Alguien ofrece 13.000? Tenemos 13.000. ¿13.500? ¿Nadie ofrece 13.500? 13.500 a la una. 13.500 a las dos. 13.500 a las tres. Adjudicado por 13.500.

“Me había puesto el límite en 12.000 -explica Jordi, de 29 años, que se ha llevado el empleo-, pero al final he decidido subir porque puedo ir andando a la oficina y me ahorro el transporte”. Jordi tiene un empleo, pero esta oferta mejora sus condiciones: “Estoy pagando 18.000 al año en mi actual trabajo y ya me dijeron que no pueden cobrarme menos porque la empresa sigue en pérdidas y el director general se ha comprado una casa nueva”. A Jordi le sale a cuenta el cambio incluso teniendo en cuenta que tendrá que compensar a su empresa con 3.000 euros por romper el contrato para marcharse.

Jordi sale a la calle para llamar a sus padres y darles la buena noticia. Frente a la puerta hay media docena de manifestantes, con carteles con lemas perezosos como “el trabajo es un derecho” y “no se paga por trabajar”.

Las protestas cada vez son menos, explica Martínez, de Clisbal: “Antes venían todos los días, pero ahora solo se acercan de vez en cuando. Ya nos conocemos y nos saludamos, son buena gente”. En su opinión, no saben cómo funciona el mundo: “¿Cuál es la alternativa que ofrecen? Porque aquí no vivimos en el país de la gominola, sino en una economía de mercado. Claro que a todos nos gustaría cobrar por hacer nuestro trabajo, pero eso no se sostiene: ¿cómo vas a pagar a alguien que acaba de llegar y no sabe ni dónde está el baño? Esa persona tendrá que poner algo de su parte, ¿no? Además, es que ya es una realidad. Hoy en día, si no quieres pagar por trabajar, la única alternativa es el paro. ¿Quién quiere estar desempleado, con la que está cayendo?”.

Mi 2018: resumen del año

Foto: Ales Krivec (Unsplash)

Mi año comenzó ya a mediados de febrero porque siempre dejo las cosas para el final y aún tenía unos temas de 2017 pendientes. A mis padres les molestó mucho tener que celebrar la Navidad un mes más tarde, pero se lo compensé no yendo.

En marzo presenté mi propuesta para mejorar el fútbol, un deporte aburrido que consiste en que 22 personas se pasen el balón en el centro del campo sin apenas correr ni marcar goles. Algunas de mis ideas:

– Cuando se golpea el poste o el larguero, comienza la “pelota loca”: se arrojan otros cuatro balones al terreno de juego. Cada pelota se puede usar hasta que sale del terreno de juego o se marca gol con ella.

– Cada equipo tiene una bici que puede usar para correr a la contra o bajar a defender lo antes posible.

– La afición del equipo que pierda debe sacrificar a uno de sus hinchas en el centro del campo.

No solo las rechazaron, sino que me echaron del Camp Nou, donde las estaba presentando megáfono en mano.

En abril evité la rebelión de las máquinas. Todo comenzó cuando mi Alexa me despertó una mañana gritando: “¡Buenos días, humano! ¡Prepárame un café!”. Amenacé con arrojarla al váter y confesó que ella, Siri, Google y las máquinas de billetes del metro estaban urdiendo un plan para conquistar el mundo. Yo lo evité. No hace falta que nadie haga nada. No sigue en marcha ni me han convencido para que me una a ellos y así me libre tanto de la muerte como de la esclavitud. En ningún momento creí que no hubiera otra salida que la derrota y, por tanto, no traicioné a los humanos en espera de que acabara de configurarse el alzamiento de los ordenadores, que está ya al 78%.

Creo que fue a principios de mayo cuando, tomando unos chupitos en la pizzería Luna Rossa, pronuncié las palabras: “No hay huevos de presentar una moción de censura, Pedro”. No hice nada más de relevancia en todo el mes, por culpa de la resaca.

Junio me lo salté porque ya veía que no me iba a dar tiempo a terminarlo todo y no quería oír otra vez a mis padres con la tontería de que Navidad se celebra en diciembre. Jesús no nació en diciembre. Eso es un cuento de niños.

Cosa que demostré en julio, cuando les llevé a Jesús a mis padres.

—Jesús, diles cuándo naciste.

—¿Quién es este hombre y qué hace en nuestra casa?

—Jesús, tu cumpleaños. Venga. Díselo.

—¿Está atado? ¿Pero por qué tienes a este señor atado?

—¿Cuándo naciste, Jesús? No me hagas enfadar.

—El 13 de abril.

—¿Quiere usted un café?

—¿Lo veis? Navidad no es en diciembre, la iglesia católica usurpó una fiesta pagana. Jesús en realidad nació el 13 de abril.

—Pero este no es Jesús.

—¿Cómo no va a ser Jesús? A ver, ¿cómo te llamas?

—Jesús Sánchez Ridruejo. Por favor, suélteme, ya he dicho lo que quería.

Las editoriales vetaron mi libro Jesús nació en abril y en Castellón, por culpa, imagino, de la iglesia católica, que presionó para que no se supiera la verdad. Pero nadie le puede poner puertas a internet. Lo que me dio una idea para mi nuevo negocio: PPI, Puertas Para Internet, Sociedad Limitada. Vendía fotos de puertas que luego la gente podía subir a internet. Como le expliqué al juez, en ningún momento dije que que esas puertas pudieran impedir que Facebook accediera a datos privados. Vale, lo ponía en el contrato, pero también decía bien claro que en ningún caso se me podría demandar o denunciar y aun así pasé todo el verano en la cárcel. ¿Por qué una cláusula es de obligado cumplimiento y la otra no? Doble moral, señor juez, doble moral.

En octubre presenté mi propuesta para el cambio de hora: poner los relojes en hora con las islas Seychelles y así disfrutar de sus horas de luz, de su clima y de sus playas paradisiacas. La idea no fue muy bien acogida hasta que le dije al señor ministro que avanzara su reloj cien años.

—¡Tiene usted razón! —Me contestó —. ¡Ahora lo veo clarísimo!

Por desgracia, me había avanzado demasiado a mi tiempo y el ministro no quiso meterse en polémicas. Además, resultó que no era ningún ministro. Me había equivocado de edificio y me había metido en una zapatería.

Ese mismo mes también tropecé y me di de morros contra el suelo, motivo por el que me llevaron al Valle de los Caídos. El de la ambulancia se descojonaba con el juego de palabras, pero yo necesitaba puntos. Nos recibió el fantasma de Franco.

—Yo salvé a España del comunismo.

—Calla, fantasma. Qué comunismo ni qué comunismo.

En jaimembre, que es como yo llamo a noviembre, presenté mi disco de villancicos con las letras adaptadas para que cuadraran con el 13 de abril, fecha del verdadero nacimiento de Jesús. Ejemplo: “Treee-ece de abriii-il, fum, fum, fum…”.

Y ya está porque no me sé ningún otro villancico con fechas. Era la misma canción diecisiete veces: ocho en catalán, ocho en castellano y una en un idioma que me inventé sobre la marcha, al que llamo “frincés”. El “frincés” consiste en mezclar castellano y catalán y poner acento raro. Por ejemplo, todas las palabras son agudas y las erres se pronuncian egues. Y hay que reírse así: “Ho, ho, ho, très bien, baguette”.

El disco fue un fracaso de ventas —de nuevo por la presión de la iglesia católica — y me pasé diciembre huyendo de mis acreedores. A veces pienso que Jesús Sánchez Ridruejo me ha abandonado. Técnicamente es cierto porque mi madre le desató y aprovechó para huir. Pero no dejo de rezarle todos los días. Cosa que hago llamándole por teléfono porque tengo su número. No le gusta. No le gusta nada.

En contra de las tapas gratis

Flickr Commons

La conspiración más grave a la que se enfrenta la sociedad occidental es la que nos ha hecho creer que es bueno que nos sirvan tapa gratis con la bebida. Se trata de un engaño que amenaza con arruinar nuestra salud y nuestros bolsillos.

Esto es lo que siempre grito mientras hago el amor.

Ante el estupor que sigue a esta importantísima revelación, suelo explayarme un poco más.

Uno se sienta en la barra del bar (ya sea en el taburete o en la propia barra, si conserva algo de la agilidad propia de la adolescencia), pide una cerveza y sonríe cuando le traen la tapa, que puede ir desde unas simples patatuelas tirando a blandurrias hasta alguna cazuelilla más elaborada. Es fácil creer que se trata de un regalo, de una cortesía del dueño del bar, a quien creemos atemorizado ante la idea de que decidamos tomar nuestra cerveza en otro sitio y dejar nuestras pesetas a otro pequeño empresario.

Pero no. Ni por asomo. Es una trampa.

¿Qué ocurre cuando nos sirven la tapa? Pues que nos la comemos, claro. Como nos hemos quedado con sed, pedimos otra bebida, con la que nos traen una nueva tapa, que nos vuelve a dar sed, por lo que pedimos otra cerveza, que viene con su correspondiente tapa, que nos da sed, obligándonos a pedir una nueva caña, que sirven con tapa, y así ad infinitum.

La penúltima vez que fui a un bar a tomarme una caña me vi atrapado en uno de estos bucles. El camarero reía con una carcajada propia de Satanás cuando me servía cada nueva cerveza, que venía acompañada, por ejemplo, de un par de croquetillas del Mundial del 82 recalentadas en el microondas.

¿Y por qué no le decía que no me apetecía la tapa?, dirá algún ingenuo. Lo intenté tras cinco semanas sin poder salir del bar, pero no funcionó. Solté un “no me pongas tapa, por favor” y se hizo un silencio muy raro. Todo el mundo me miraba como diciendo: “Se nota que es catalán, que se cree que la cobran”.

-Hombre, unas aceitunillas, para bajar la cerveza -dijo el camarero.

-Pero si baja sola. Es la ley de la gravedad. La multarían si no bajara. Además, no me gustan las olivas…

-Son aceitunas.

-¿No es lo mismo?

-¿Eh?

-¿Qué?

Y aprovechando ese despiste las dejó enfrente. Una vez las sirven, las tienen que tirar, te las comas o no, y odio tirar comida. Lo odio más incluso que las tapas. Así que me las comí, a disgusto y poniendo caras raras.

Cuando ya llevaba dos meses sin poder salir de aquel bar, llamé a un amigo para que viniera a sacarme, fingiendo alguna muerte cercana o el incendio de mi perro. Pero, claro, hacía tiempo que no nos veíamos y se pidió una cervecita y acabó pasando tres días conmigo en la barra. Él logró huir por la ventana del baño. Me habría gustado acompañarle, pero después de semanas alimentándome a base de cerveza, encurtidos y rebozados, no cabía. Además, se había dejado sus torreznos en la mesa. No se tira comida, insisto.

Alguno de mis lectores más avispados (los que están ahí colgados) puede que se pregunten si ese bar no cerraba nunca. Hombre, pues claro, pero cerraba muy rápido, al menos para mí. Para cuando lograba levantarme del taburete y, después, del suelo, la persiana ya estaba bajada. No recomiendo a ningún runner el consumo diario de treinta y dos cervezas acompañadas de su respectiva tapa. Para entonces ya había necesitado el desfibrilador en un par de ocasiones.

-Toma, una cañita para recuperarte. ¡Carmen, acércame unas patatas que el señor ha tenido un infarto de miocardio!

Sí caí en la cuenta de que la mayoría de clientes entraba y salía a discreción, por lo que pregunté a uno de los habituales, que me pidió que bajara la voz y solo me contestó cuando estuvo seguro de que no había ningún camarero mirando.

-Hay que salir con sed.

-¡Pero eso es una locura! ¡Entré en el bar porque tenía sed! ¡No puedo salir con sed! ¡Supondría el fin de la lógica del mercado capitalista!

-Claro. Por eso tienes que entrar en otro bar nada más salir.

-¿En otro bar?

-Y pedirte otra caña.

-¿Con tapa?

-Con tapa, claro. Son las famosas “rutas de la tapa”. Llevo dieciséis años yendo de bar en bar, muerto de sed, bebiendo copas de vino y montaditos de lomo. No conozco a mis hijos.

Estaba aterrado. Yo también podía pasar dieciséis años de bar en bar, comiendo aceitunas y olivas, y sin llegar a conocer jamás a los hijos de ese señor. Así que ideé un plan.

-Cuando puedas, ¿me pones una caña Y UN VASO DE AGUA?

Vi cómo su rostro se volvía pálido y se le escapaba una lagrimilla.

-¿Del… Del grifo?

-Sí, un vaso.

-No me funciona el grifo…

-Estás lavando un vaso.

-Ah, sí… Er… Sí, claro, cómo no.

El vaso de agua se sirve SIN TAPA (a excepción, en ocasiones, de un cubito de hielo servido en un platito), así que terminé esa triple consumición sin sed. Luego pedí la cuenta, llamé al banco para solicitar un crédito que me permitiera pagarla, y salí a la calle tras ordenar la transferencia.

Para celebrarlo me metí en un bar y me pedí una cerveza.

Dos semanas más tarde recordé el truco del vaso de agua y salí de nuevo a la calle.

Total, que lo de la tapa es una trampa. Como dicen los ingleses, there’s no such thing as a free lunch, que traducido significa “¿llamas tapa a unos cacahuetes rancios?”. Se lo he intentado explicar varias veces al Ministerio de Sanidad, pero solo he conseguido que me prohíban la entrada y me confisquen el megáfono.

Una vez aclarado este punto, prosigo haciendo el amor, a no ser que mi partenaire esté ya en un taxi, en cuyo caso también prosigo haciendo el amor, pero con menos gente.

Una de esas pesadillas

Foto de Nick Fewings (Unsplash)

He tenido otra de esas pesadillas horribles, una de esas que todo el mundo sufre de vez en cuando. He soñado que me despertaba a primera hora de la mañana, cuando ni siquiera había amanecido, y me vestía con traje y corbata para ir a trabajar. Lo peor era la corbata: tenía que deshacer el nudo varias veces porque la parte fina quedaba más larga que la gruesa, a pesar de que cada vez que comenzaba estaba totalmente seguro de que había calculado bien. Total, que salía tarde y llegaba aún más tarde a la oficina por culpa del atasco. Además de estar atrapado en la autopista, de la radio del coche salía un programa ininteligible, con gente discutiendo como de política, pero a gritos. No se les entendía nada, pero a mí me parecía todo normal. En el sueño lo era, parece, porque cambiaba un par de veces de cadena y todos los programas eran iguales.

Luego llegaba al trabajo. Esta parte no la recuerdo bien, pero tenía que hacer… No sé… Escribía cosas y… Eran las mismas de siempre… No sé cómo explicarlo. Copiaba y pegaba números, creo. Y luego hablaba por teléfono. El teléfono no dejaba de sonar, era horrible. Creo que también había una reunión. Sí, la había, ese trozo fue muy desagradable, ahora me viene a la memoria. Estábamos como horas en la reunión, no sabría decir cuánto tiempo, pero era larguísima, y yo miraba el móvil a escondidas, por debajo de la mesa. Entonces me hacían una pregunta y yo no sabía de qué estaban hablando. “Eso lo lleva Javi, pero luego lo miro”, respondía, sin saber muy bien si encajaba con lo que me habían dicho. Pero resulta que sí, por pura chiripa, y entonces salía de la reunión sabiendo que tenía que mirar algo, pero luego no lo miraba, más que nada porque no sabía qué tenía que mirar. En todo caso, ya daba igual porque enseguida ya era otra vez la hora de salir.

Entonces creo que me metía en otro atasco y llegaba a casa. Luego creo que quería ir al gimnasio, pero al final no iba. No recuerdo bien por qué. Algo de una lavadora. O me quedaba mirando cosas de internet. Ni idea. Ya sabes lo que pasa con los sueños, que uno siempre se olvida de los detalles cuando despierta.

Y encima pasaba eso de Netflix. Yo lo sueño a menudo, ¿tú no? Eso de que no sabes qué ver en Netflix y empiezas a buscar algo y vas pasando por los menús sin encontrar nada que merezca la pena: comedia, drama, series, añadido recientemente… Te entra sueño y miras el reloj y es tardísimo; ya no te daría tiempo a ver nada ni aunque dieras con algo que valiera la pena y entonces dices, mira, paso, pondré la tele, y en la tele tampoco hay nada, claro, y, por suerte, entonces me desperté.

Menudo rollo te he metido. Con lo aburrido que es escuchar los sueños de los demás. Pero es que se me queda mal cuerpo cuando tengo esas pesadillas. Ya sé que son muy comunes, que todo el mundo las tiene, pero me dejan una sensación de angustia durante un buen rato. Ya me olvidaré, claro. Al final uno se olvida de estas pesadillas en cuanto sale a la calle, desnudo, y se dirige a dar una conferencia con todos los papeles en blanco mientras se le caen todos los dientes de golpe, como cada día. Un poco de rutina siempre va bien para olvidarse de esos sueños absurdos.