En contra de las tapas gratis

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La conspiración más grave a la que se enfrenta la sociedad occidental es la que nos ha hecho creer que es bueno que nos sirvan tapa gratis con la bebida. Se trata de un engaño que amenaza con arruinar nuestra salud y nuestros bolsillos.

Esto es lo que siempre grito mientras hago el amor.

Ante el estupor que sigue a esta importantísima revelación, suelo explayarme un poco más.

Uno se sienta en la barra del bar (ya sea en el taburete o en la propia barra, si conserva algo de la agilidad propia de la adolescencia), pide una cerveza y sonríe cuando le traen la tapa, que puede ir desde unas simples patatuelas tirando a blandurrias hasta alguna cazuelilla más elaborada. Es fácil creer que se trata de un regalo, de una cortesía del dueño del bar, a quien creemos atemorizado ante la idea de que decidamos tomar nuestra cerveza en otro sitio y dejar nuestras pesetas a otro pequeño empresario.

Pero no. Ni por asomo. Es una trampa.

¿Qué ocurre cuando nos sirven la tapa? Pues que nos la comemos, claro. Como nos hemos quedado con sed, pedimos otra bebida, con la que nos traen una nueva tapa, que nos vuelve a dar sed, por lo que pedimos otra cerveza, que viene con su correspondiente tapa, que nos da sed, obligándonos a pedir una nueva caña, que sirven con tapa, y así ad infinitum.

La penúltima vez que fui a un bar a tomarme una caña me vi atrapado en uno de estos bucles. El camarero reía con una carcajada propia de Satanás cuando me servía cada nueva cerveza, que venía acompañada, por ejemplo, de un par de croquetillas del Mundial del 82 recalentadas en el microondas.

¿Y por qué no le decía que no me apetecía la tapa?, dirá algún ingenuo. Lo intenté tras cinco semanas sin poder salir del bar, pero no funcionó. Solté un “no me pongas tapa, por favor” y se hizo un silencio muy raro. Todo el mundo me miraba como diciendo: “Se nota que es catalán, que se cree que la cobran”.

-Hombre, unas aceitunillas, para bajar la cerveza -dijo el camarero.

-Pero si baja sola. Es la ley de la gravedad. La multarían si no bajara. Además, no me gustan las olivas…

-Son aceitunas.

-¿No es lo mismo?

-¿Eh?

-¿Qué?

Y aprovechando ese despiste las dejó enfrente. Una vez las sirven, las tienen que tirar, te las comas o no, y odio tirar comida. Lo odio más incluso que las tapas. Así que me las comí, a disgusto y poniendo caras raras.

Cuando ya llevaba dos meses sin poder salir de aquel bar, llamé a un amigo para que viniera a sacarme, fingiendo alguna muerte cercana o el incendio de mi perro. Pero, claro, hacía tiempo que no nos veíamos y se pidió una cervecita y acabó pasando tres días conmigo en la barra. Él logró huir por la ventana del baño. Me habría gustado acompañarle, pero después de semanas alimentándome a base de cerveza, encurtidos y rebozados, no cabía. Además, se había dejado sus torreznos en la mesa. No se tira comida, insisto.

Alguno de mis lectores más avispados (los que están ahí colgados) puede que se pregunten si ese bar no cerraba nunca. Hombre, pues claro, pero cerraba muy rápido, al menos para mí. Para cuando lograba levantarme del taburete y, después, del suelo, la persiana ya estaba bajada. No recomiendo a ningún runner el consumo diario de treinta y dos cervezas acompañadas de su respectiva tapa. Para entonces ya había necesitado el desfibrilador en un par de ocasiones.

-Toma, una cañita para recuperarte. ¡Carmen, acércame unas patatas que el señor ha tenido un infarto de miocardio!

Sí caí en la cuenta de que la mayoría de clientes entraba y salía a discreción, por lo que pregunté a uno de los habituales, que me pidió que bajara la voz y solo me contestó cuando estuvo seguro de que no había ningún camarero mirando.

-Hay que salir con sed.

-¡Pero eso es una locura! ¡Entré en el bar porque tenía sed! ¡No puedo salir con sed! ¡Supondría el fin de la lógica del mercado capitalista!

-Claro. Por eso tienes que entrar en otro bar nada más salir.

-¿En otro bar?

-Y pedirte otra caña.

-¿Con tapa?

-Con tapa, claro. Son las famosas “rutas de la tapa”. Llevo dieciséis años yendo de bar en bar, muerto de sed, bebiendo copas de vino y montaditos de lomo. No conozco a mis hijos.

Estaba aterrado. Yo también podía pasar dieciséis años de bar en bar, comiendo aceitunas y olivas, y sin llegar a conocer jamás a los hijos de ese señor. Así que ideé un plan.

-Cuando puedas, ¿me pones una caña Y UN VASO DE AGUA?

Vi cómo su rostro se volvía pálido y se le escapaba una lagrimilla.

-¿Del… Del grifo?

-Sí, un vaso.

-No me funciona el grifo…

-Estás lavando un vaso.

-Ah, sí… Er… Sí, claro, cómo no.

El vaso de agua se sirve SIN TAPA (a excepción, en ocasiones, de un cubito de hielo servido en un platito), así que terminé esa triple consumición sin sed. Luego pedí la cuenta, llamé al banco para solicitar un crédito que me permitiera pagarla, y salí a la calle tras ordenar la transferencia.

Para celebrarlo me metí en un bar y me pedí una cerveza.

Dos semanas más tarde recordé el truco del vaso de agua y salí de nuevo a la calle.

Total, que lo de la tapa es una trampa. Como dicen los ingleses, there’s no such thing as a free lunch, que traducido significa “¿llamas tapa a unos cacahuetes rancios?”. Se lo he intentado explicar varias veces al Ministerio de Sanidad, pero solo he conseguido que me prohíban la entrada y me confisquen el megáfono.

Una vez aclarado este punto, prosigo haciendo el amor, a no ser que mi partenaire esté ya en un taxi, en cuyo caso también prosigo haciendo el amor, pero con menos gente.

Autor: Jaime Rubio Hancock

Yo soy el mono de tres cabezas