Pinball

El tercer dormitorio es perfecto para un despacho. Como pueden ver, está perfectamente iluminado, al tener dos ventanas y hacer esquina, y podría caber perfectamente un segundo escritorio. Acompáñenme y les enseñaré la cocina… ¿Qué? Sí, el escritorio, la silla y el ordenador de los años 90 también están incluidos. Sí, el señor que está jugando al pinball, también. Si me acompañan a la cocina… No, no, claro. Me he explicado mal. El señor que está jugando se irá en cuanto acabe la partida, pero tiene permiso para quedarse hasta que la termine. No creo que le quede mucho. Pero no le distraigan… 

Está bien, se lo voy a contar para que vean que no les oculto nada. Pero vayamos a la cocina, que así no molestamos.

Todo esto comenzó en 1994. El tipo que está jugando era amigo del hijo de la familia que vivía aquí. Él y otros compañeros de clase vinieron una tarde de viernes a jugar con el ordenador. Después de varias partidas y de una buena merienda con coca-cola, fanta y bocabits, llegó el turno de jugar a un videojuego de estos de pinball, seguro que los conocen. La verdad es que son distraidetes, yo tenía uno en la tablet y para el tren me venía muy bien. Se lo recomiendo, no son difíciles y… Vale, vale, me centro. El caso es que tuvo una muy buena tarde. Empezó a enlazar rampas, vueltas a la mesa, series de objetivos… No solo no se le iba ninguna bola, sino que además iba consiguiendo bolas extra. Una locura. 

La partida se alargó tanto que el resto de los amigos se fue yendo a casa: algunos, por aburrimiento; otros, porque ya anochecía. Pero este tipo, Enrique, pidió permiso a su amigo para terminar la partida, y su amigo le dijo que claro, sin problema. Qué iba a decir. Iba tan bien que tenía las tres bolas con las que uno empieza la partida y un par más, pero al final no era más que una partida de pinball, ¿cuánto podía alargarse? ¿Diez minutos? ¿Quince? ¿Media hora?

Pues bien, media hora más tarde, los padres del amigo de Enrique estaban sirviendo la cena. Pero Enrique ya había duplicado el récord anterior, así que ¿por qué no seguir un poco más? ¿Por qué no ver hasta dónde era capaz de llegar? Le preguntaron si quería comer con ellos, pero dijo que no, que se iría enseguida, ahora me matan, seguro. Siguió jugando mientras su amigo cenaba con la familia, y siguió jugando mientras los demás se sentaban en el sofá a ver la tele, y siguió jugando mientras todos dormían. Suponemos que en algún momento alguien preguntó si seguía allí y el amigo de Enrique contestaría que sí, y a lo mejor se sentaría a su lado y le diría qué tal vas, y Enrique le contestaría que muy bien, que había conseguido otra bola extra y que ya sabía qué tenía que hacer para conseguir un millón de puntos con solo un toque, aunque no siempre le salía a la primera.

Pasó toda la noche jugando, sin dormir, y siguió el sábado y el domingo. Hacía paradas, poniendo el juego en pausa para ir al baño, para comer un poco, para echar una siesta y, claro, para avisar a sus padres. Los padres de su amigo querían que se fuera, pero su amigo insistía en que le había dado permiso para terminar la partida. Ahora no le puedo decir que no. Y solo es una partida. Que sí, que os juro que es la misma. En fin, lo típico.

Los problemas llegaron el lunes: Enrique comenzó a perder clases. Sus padres le exigieron, primero por teléfono y luego en persona, que parara de jugar, aunque eso supusiera dejar que las bolas cayeran sin luchar por ellas, y le intentaron convencer de que ya había logrado un récord excepcional y que, sobre todo, no era más que un videojuego bastante tonto. Pero Enrique ya era un adolescente grandote, de casi 90 kilos, y muy tozudo, por lo que era imposible tanto convencerle con argumentos para que se levantara de la silla como intentar hacerlo a la fuerza.

Había una solución obvia: apagarle el ordenador, o desenchufarlo, o incluso cortar la luz de todo el piso un momento. Pero sus padres cometieron el error de intentar negociar con él. Enrique les pidió paciencia, mientras seguía aporreando las dos teclas que movían las paletas y, ocasionalmente, la tecla espaciadora, con la que golpeaba virtualmente la mesa del juego y evitaba, en ocasiones, que la bola se deslizara por algún hueco lateral. Les convenció de que estaba haciendo una partida excepcional, de que estaba siendo uno con el juego, de que se sentía feliz, casi por primera vez en su vida, añadió, con la clásica afectación de adolescente. Sus padres, desesperados, dejaron que jugara un rato más y se pusieron de acuerdo con los padres de su amigo para contribuir a su manutención si aquello se alargaba, que no tenía por qué, porque lo normal es que una partida dure minutos y esto ya tiene que estar a punto de terminar.

El padre de Enrique se lo comentó a un amigo, que era periodista, y este a su vez le convenció para plantarse unos días más tarde acompañado de un cámara de televisión y grabar a Enrique mientras jugaba y contestaba con monosílabos a sus preguntas. A su padre no le hacía mucha gracia, pero la excusa era que igual con la presión de tener una cámara delante, Enrique comenzaría a cometer errores o, si no era así, al verse en televisión daría el episodio por concluido y lo cerraría en alto. Sin embargo y a pesar de todas estas teorías e intenciones, el chaval no solo siguió sumando millones y bolas extra, sino que su aparición en televisión dio inicio a un nuevo capítulo, mucho más exagerado. 

La historia se emitió en esa tele autonómica, casi como una curiosidad, un pequeño chiste para cerrar el telediario, pero de ahí su historia pasó a televisiones, periódicos y radios de todo el mundo. Justo abajo, en esa esquina de la calle, se juntaban decenas de personas con carteles de apoyo a Enrique, cuyo nombre coreaban para darle ánimos en esa partida interminable. Por cierto y permítanme el inciso, ya no se reúne nadie allí, claro, pero con las ventanas dobles no se oiría nada, por mucho que gritaran. Y, además, justo enfrente hay una parada de metro. Mejor comunicado, imposible. 

Volviendo a la historia, en esa habitación se instaló una cámara que fue una de las primeras webcams que retransmitía 24 horas seguidas por internet. Yo tengo más o menos la misma edad que Enrique y recuerdo haberme metido en aquella página durante unos minutos, viendo cómo seguía jugando sin fallar ni un solo golpe. Desde luego no imaginaba que años más tarde estaría ayudando a la familia a vender este mismo piso.

Quizás fuera ese uno de los primeros momentos en los que se habló del flow en España. ¿Conocen el término? Lo propuso el psicólogo croata Mihaly Csikszentmihalyi en los años 80 y 90, y con él se refería a un estado casi de éxtasis en el que todo sale solo. De ahí la palabra, que significa flujo. Cuando estamos en pleno flow, nos sentimos conectados con el presente. Y eso se consigue haciendo algo en lo que hay una dosis justa de reto y de esfuerzo, para no aburrirnos, y a la vez, de dominio de la situación. Es lo que siente un tenista que acierta cada golpe, un par de amigos que están hablando de ciencia o un adolescente que está jugando a la perfección con el ordenador o la consola. Es un estado en el que no hay tiempo, solo un ahora casi puro. Enrique lleva más de veinte años en ese ahora, dedicándole más de veinte horas diarias. 

Un poco de envidia sí que me da. Yo estoy en el ahora, hablando con ustedes, pero también estoy pensando en el después, porque cuando salga de aquí tendré que pasar por el súper, e incluso en el ayer, porque ayer discutí con mi novio y no dejo de darle vueltas al asunto aunque no quiera. Mi trabajo me gusta, pero vender pisos rara vez me ayuda a entrar en ese estado de flujo, como ustedes comprenderán.

En fin, sigamos con la historia: la web cerró, pero Enrique seguía jugando mientras su amigo iba a la universidad y la hermana pequeña de su amigo también comenzó a ir a la universidad y los padres de su amigo se acercaban a la jubilación. La familia se mudó, pero sin vender el piso. Prefirieron meterse en otra hipoteca y alquilarlo. En ese momento parecía la opción más razonable: de momento, ingresaban el alquiler y ya lo venderían más adelante cuando Enrique perdiera y se largara de una vez. Lo alquilaban barato porque venía con un compañero de piso incluido, pero los padres de Enrique también pagaban su parte del alquiler, por lo que al final la suma total era bastante adecuada.

Durante más de diez años, pasaron compañeros de piso por la casa, la mayor parte de ellos estudiantes, cuyo nombre Enrique seguro que ni llegó a aprenderse. Algunos se iban a las pocas semanas, asustados por aquel tipo tan raro. Otros aguantaron mucho tiempo: una vez se acostumbraban a oír los ocasionales golpes de teclado, se daban cuenta de que era uno de los mejores compañeros de piso que se podía tener, ya que apenas salía de la habitación.

Desde que la familia dejó la casa, nadie vino a verle: ni sus padres, ni su amigo… Su amigo está casado y tiene su trabajo. Creo que ni siquiera vive en Barcelona. Y los padres de Enrique dieron a su hijo por perdido y decidieron centrar sus esfuerzos en sus hermanos pequeños. Es lo bueno de tener cuatro hijos, que si uno sale raro siempre puedes olvidarlo y preocuparte por los demás, que ya dan bastante trabajo.

¿Que si ha hecho trampas? No, no. Es una máquina. Ayer vino otro matrimonio —aviso, hay mucha gente interesada en este piso—, pero llegó un poco tarde. Me senté a esperarles detrás de él y no cometió ni un solo error en la casi media hora que estuve mirando. Y eso que cuando te miran por encima del hombro mientras haces algo, siempre te pones nervioso.

Sí, los que venden el piso son los padres de su amigo. En estas condiciones, solo podían alquilarlo a estudiantes, así que han decidido librarse de él y ahorrarse quebraderos de cabeza. Antes intentaron llevar a Enrique a juicio, pero el juez desestimó el caso. No solo tiene derechos adquiridos, sino que, al tratarse de un récord no ya del ordenador sino mundial, de toda la historia de los videojuegos, y al haber aparecido en prensa y demás, el juez decidió que su actividad era de interés público y prohibió que se le hiciera cualquier jugarreta, como cortar la luz o apagarle el ordenador. Lo digo por si lo están pensando: la indemnización puede ser de cuidado.

Entiendo que es un engorro comprar un piso con un señor dentro, pero por eso es tan barato. Es una casa de tres habitaciones y está al precio de una de dos, a pesar de que, como les he dicho, la habitación de Enrique es lo suficientemente grande como para servirles de despacho, colocando un segundo escritorio. 

Y Enrique no molesta. Solo sale de esa habitación para ir al baño o para bajar al súper, poniendo el juego en pausa, claro. Apenas usa la cocina: se alimenta de bollos, pan, embutidos… Y bocabits. Por la nostalgia, supongo. Sí que consume algo de luz, eso es verdad, pero no mucha. Apenas habla, no ensucia… Ni se enteró de la pandemia. Y, lo que es más importante, en algún momento se acabará su suerte. Algún día se le caerán las bolas que le quedan o se morirá el ordenador o se irá la luz en todo el barrio. Y ese día cogerá sus cosas, que son básicamente cuatro camisetas y una bolsa de plástico con ropa interior llena de agujeros, y se irá. Y ustedes tendrán un piso de 80 metros cuadrados, tres habitaciones y mucha luz, pagado al precio de uno de 70 metros y dos dormitorios.

No, eso no se lo puedo decir. No sé cuándo pasará ni si pasará alguna vez. Antes de que llegaran he mirado y aún le quedan siete bolas. Por lo que me contaron los dueños, se ha quedado con solo dos alguna vez en los últimos años, pero siempre remonta. No quiero mentirles: puede perder mañana, pero podría seguir jugando otros veinticinco años. De todas formas, yo creo que es una oportunidad. De hecho, ¿han visto la cocina? Llevamos aquí un buen rato, pero no les he comentado nada. La renovaron enterita hace solo cuatro años. Miren qué grifos.

Autor: Jaime Rubio Hancock

Yo soy el mono de tres cabezas