El mejor camarero de España

Paré en Flanobrién porque me habían dicho que era donde hacían las mejores zapatiestas, un dulce típico de la zona hecho con yema de huevo, harina, azúcar y sangre de caballo. Aproveché para tomar un café en un bar de la plaza del pueblo. Era un bar como cualquier otro, con mesas de madera, su barra, su grifo de cerveza… Pero me llamó la atención su camarero. 

—Ya, ya lo sé —me dijo—. Me ha reconocido.

Intenté discuparme por haberme quedado mirándole fijamente.

—No se preocupe, si no me molesta. Al contrario, es bonito que la gente aún se acuerde de mí.

—No sabía que había montado un bar. Y menos aquí.

—Huy, no. El bar no es mío. Yo solo soy el encargado. Es como si fuera mío porque el dueño nunca viene y yo me encargo de todo. Pero al final cada mes cobro un fijo y un porcentaje de los beneficios. Lo prefiero porque a fin de cuentas es más estable y no me tengo que preocupar por si el negocio va mal.

—Claro.

—Y tampoco tuve que poner la inversión inicial para el local y los proveedores y todo lo demás.

—De todas formas… Es raro.

—¿El qué?

—Bueno, que un expresidente del gobierno se ponga a trabajar en un bar.

—¿Y por qué? No soy tan mayor.

—Ya, pero… No sé, señor González… No es muy normal.

—Después de la política, todos volvemos a nuestras profesiones. Rajoy es registrador de la propiedad, Aznar sigue atracando bancos y yo siempre he trabajado en hostelería.

—¿En serio? No lo sabía.

—Aquí donde me ve yo quedé segundo en el campeonato de cocktails de España de 1972. Fue con el Felipito, un combinado de bourbon, Soberano y Carlos III. El nombre no es en honor mío, sino del hijo de Juan Carlos I, que en ese momento era un niño. Venía con un chupito extra, lo que yo llamaba “la comisión”. Durante la dictadura, como aún no podía ser presidente del gobierno, monté varios bares de nivel, de estos que sirven las bebidas en copas de martini con parasoles de papel. Para que se haga una idea, poníamos guindas de las rojas, pero también de las verdes, ahí es nada. Luego tuve que aparcar la barra por lo de la política, pero a mí lo que me gusta es esto.

—¿Y por qué no monta una coctelería?

—A ver, no soy un anciano, pero ya no estoy para acostarme cada día a las cuatro de la mañana. A mi edad, me entra sueño ya con el telediario. Esto tiene mejores horas… 

—Eso sí.

—Así nos tenemos que ver, sustituyendo el gintonic por los cortados. Es ley de vida, supongo. Pero no me quejo, al fin y al cabo hago lo que me gusta. ¿Estaba bueno el café?

—Pues sí, la verdad.

—Antes aquí servían café torrefactado. ¡A estas alturas! Y no habían limpiado la máquina desde el siglo XIII. Ahora la limpio cada mañana. Basta con eso, café decente y un poco de cariño. Ni siquiera hace falta tener una máquina cara ni comprar cafés de países absurdos. Y así es como uno se convierte en el mejor camarero de la historia de España, después de haber sido el mejor presidente de gobierno de Europa.

—Bueno, pues me voy a ir yendo. ¿Qué le debo?

—El mejor presidente.

—Tengo que coger el coche, que me quedan un par de horitas antes de llegar a casa.

—Diga que fui el mejor presidente.

—Oiga, ¿eso es una escopeta?

—No me haga enfadar. Dígalo.

—Está bien, está bien. ¡Usted fue el mejor presidente!

—Solo lo dice por cumplir.

—No, no. Lo digo en serio.

—Y porque tengo una escopeta.

—Se lo diría igualmente, de verdad.

—¿Y por qué no me lo ha dicho antes?

—Me daba vergüenza admitirlo.

—¿Usted votó por mí?

—Creo… Creo que era demasiado joven.

—¿En qué año nació?

—En el 77.

—Pues en el 96 usted podía votar.

—Ah, sí, es verdad. Las que ganó Aznar, sí, sí. Yo voté por usted, ahora me acuerdo. Menudo disgusto.

—No me estará engañando, ¿verdad?

—No, no. Le juro que yo voté al PSOE. Y lo hice por usted. Menudo carisma tenía. Nada que ver con el subinspector de hacienda.

—Espera, que voy a hacer una llamadita. Aún me quedan amigos en el CNI… Hola, Joaquín, soy yo, Felipe… Te voy a decir un nombre y a ver si me puedes mirar a quién votó en el 96.

—¿Pero eso se puede hacer?

—Dígame su nombre.

—¿El voto no era secreto?

—Que me diga su nombre o le arranco los dientes de un disparo.

—¡Está bien! ¡Está bien! ¡Lo siento! ¡Voté por Anguita! ¡Era joven! ¡No sabía lo que hacía!

—Por Anguita… Nada, Joaquín, perdona. Te llamo luego.

—Por favor, baje la escopeta. Lo siento mucho. Votaría por usted si pudiera.

—¿De verdad?

—Sí, sí. Lo juro.

—¿Quién es más guapo? ¿Pedro Sánchez o yo?

—¡Usted!

 —No digo ahora, ¿eh? Digo en los 80. Me conservo bien, pero no estoy loco y sé que estoy mayorcete.

—¡Usted! ¡Usted era mucho más guapo!

—Yo era guapísimo. Y mucho mejor orador que Sánchez.

—Bueno, esa era fácil.

—Sí, la verdad es que sí.

Los dos reímos un buen par de minutos hasta que se nos saltaron las lagrimillas. Felipe bajó el arma.

—Ya me disculpará, es que tengo un pronto… Le invito al café, por el disgusto.

—No, por favor.

—Insisto, que menudo susto le he dado. Y además iba a disparar, se lo juro, que estaba enfadadísimo.

—Nada, nada. Si yo lo entiendo. Es bueno preocuparse por el legado que uno deja. Déjeme pagar el café, que me sabe mal.

—No, por favor. La próxima.

—Está bien.

—En serio, vuelva con tiempo, que el pueblo es bonito y hay un par de asadores estupendos.

—Lo haré.

—¿Lleva zapatiestos?

—Sí, he comprado una caja.

—Tenga, llévese uno más para el camino.

—No, por favor.

—Insisto. Son del mismo sitio donde los ha comprado. Ahí los hacen buenísimos.

—Pero déjeme pagarlo.

—No me haga sacar la escopeta otra vez, ¿eh?

—Bueno, de acuerdo. Pues muchas gracias.

—Nada. Hasta la próxima, entonces.

—Hasta la próxima.

Autor: Jaime Rubio Hancock

Yo soy el mono de tres cabezas