
Hace unos años propuse los fundamentos para un principio categórico ético del que se derivan todas nuestras obligaciones. Se trata, como bien sabrán algunos de mis lectores, de un requisito moral que se ha de aplicar siempre. Una de sus formulaciones es la que sigue: “Obra solo según aquella máxima por la cual puedas querer que al mismo tiempo se convierta en ley universal”.
Bien, pues creo haber encontrado una excepción a mi principio categórico. Consiste en que si Johann Tropf quiere quedar contigo para cenar, le puedes decir que estás liado o que te duele la cabeza, aunque sea mentira.
Es cierto que en un texto en respuesta a Benjamin Constant argumenté que, siguiendo mi imperativo categórico, no podemos mentir nunca, ni siquiera a un asesino que pretenda matar a un amigo. Sobre todo porque cada vez que mentimos estamos degradando el valor de la palabra dada y, por tanto, perjudicando a la humanidad en su conjunto.
Pero el caso de la cena con Johann Tropf es muy diferente y mucho peor. Nada que ver, joder. Prefiero que me maten. Supongamos que mi acción se convirtiera en ley universal: “Cualquier persona podrá decirle a Johann Tropf que le duele la cabeza y no puede quedar con él para cenar”. El primer resultado sería que mucha gente se sentiría aliviada al no tener que soportar las historias de Johann Tropf, casi todas relacionadas con el servicio de Correos, ni sus teorías, que desarrolla durante horas y llegando a conclusiones sin sustento, como que no se puede comer nada crudo. ¿De dónde saca esas mierdas? En fin, veríamos un incremento notable en la felicidad de todos los habitantes de Königsberg en general y de la mía en particular.
¿Y se depreciaría el valor de la palabra dada? ¿El hecho de que todos mintamos a Johann Tropf llevaría a que no pudiéramos fiarnos de si los demás dicen o no la verdad? No, si dejamos claro que no se puede mentir en otros asuntos que no sean las excusas que le damos a Johann Tropf cuando quiere quedar para cenar. Esta es la única excepción al imperativo categórico, solo esa, y creo que todos podríamos ponernos de acuerdo. Ya lo tenemos bastante hablado porque no soy el único que sufre a Johann Tropf.
Quizás algunos de mis lectores se estén preguntando por qué no puedo decirle la verdad a Johann Tropf, y simplemente contestarle que no deseo verle. Eso es porque no conocen a Johann Tropf. Si yo le dijera la verdad a Johann Tropf, esto es, si le dijera que no me apetece cenar con él, Johann Tropf se presentaría en mi casa igualmente, aduciendo que “pasaba por el barrio” o que no le habían llegado mis cartas. Cosa que ya ha hecho en más de una ocasión, a pesar de que sé que es mentira porque, conociéndole, siempre aviso al mensajero de que se cerciore de que Johann Tropf lee mi nota en su presencia. Pero, nada, el muy hijo de puta se hace el loco y cuando te das cuenta se ha abierto una botella de vino y está explicándote por qué China en realidad no existe.
Alguien podría decir que Johann Tropf podría presentarse igualmente en mi casa aun después de decirle que estoy enfermo. Pero todo el mundo sabe que Johann Tropf es hipocondriaco, además del cabrón más pesado del continente, y que no se acercaría a menos de seis leguas de alguien que dijera encontrarse con dolores o fiebres, así que es evidente que no habría consecuencias negativas como las que acabamos de mencionar.
Un momento, diría otro, igual de pesado que los anteriores, ¿y qué hay del pobre Johann Tropf? No es mala persona, ni mucho menos, y le estamos privando del placer de una velada en buena compañía. Dejando al margen mi opinión personal sobre él y sobre su madre, mi respuesta es sencilla: Johann Tropf está casado. Su esposa tiene obligaciones especiales con él que no tenemos los que ni siquiera recordamos cómo lo conocimos, cosa que probablemente ocurrió porque alguien nos lo presentó para librarse de él un rato. Las malas lenguas dicen que es ella quien le anima a salir casi cada noche a sembrar el terror entre sus conocidos porque tampoco lo soporta. Sin embargo, no podemos olvidar que fue ella quien se casó con Johann Tropf contra el deseo expreso de su familia, que prefería al teniente Müller para su hija, así que es ella quien debe hacerse cargo de su marido y no yo, joder, en serio, ¿qué culpa tengo yo?
Hágase cargo de su obligación especial, señora Tropf, se lo ruego. Johann Tropf me tuvo despierto anoche hasta las dos de la mañana intentando convencerme de que Rusia es parte de Prusia, como su propio nombre indica. ¡Y hoy se lo he dicho en clase a mis alumnos! ¡Estaba tan dormido que he explicado por qué Rusia es parte de Prusia! ¡Y la respuesta es que su propio nombre lo indica! ¡Señora Tropf, por el amor de Dios, nadie la obligó a casarse con el señor Tropf! ¡Ya sé que el teniente Müller, ahora coronel Müller, es encantador y no ha engordado un gramo desde que tenía 25 años, pero eso no tiene nada que ver conmigo! ¿Usted decide casarse con Johann Tropf hace tres décadas y por culpa de ese error yo tengo que apagar todas las luces de casa porque Johann Tropf está aporreando la puerta y no quiero que me vea? ¡Pasé dos horas a oscuras hasta que Johann Tropf se cansó y se fue! ¡Hágase cargo! ¡Joder! ¡Estoy hasta los cojones ya de Johann Tropf! ¡No solo yo, media ciudad de Königsberg vive con miedo a que Johann Tropf se presente en casa para hablar de economía! ¡Hostia, qué pesado! ¡No se calla nunca el hijo de la gran puta! ¡Es que empieza a hablar y ya tengo ganas de golpearle la cabeza con mi bastón! ¡Ojo, que es buen tío! ¡No tiene un gramo de maldad en el cuerpo! ¡Pero ojalá ese cuerpo estuviera en las Indias! ¡Al menos la lengua! ¡Que alguien le corte la lengua y la envíe al Pacífico, por Dios! ¡Ya no aguanto más, joder!
En definitiva, queda así demostrada la excepción al imperativo categórico, cuya formulación es la siguiente: “Obra solo según aquella máxima por la cual puedas querer que al mismo tiempo se convierta en ley universal, o en ley particular si se refiere a la hora de poner excusas para no quedar con Johann Tropf, como decirle que te duele la cabeza o que llevas toda la noche con diarrea”.
Así se hará constar en las sucesivas ediciones de mi Fundamentación de la metafísica de las costumbres y de mi Crítica de la razón práctica.