Un trabajo limpio

Creía que había hecho un trabajo limpio. Había entrado en el edificio por una puerta trasera, donde no había vigilancia, y había subido por las escaleras y no por el ascensor, atento a no cruzarme con nadie. A esa hora, en la planta treinta y nueve ya solo debía quedar mi objetivo, encerrado en su despacho. Entré. Dos disparos en el pecho y uno en la cabeza, como es habitual en estos casos. Y, entonces, algo con lo que no contaba.

-Te traigo tu caf…

Me giré y en la puerta del despacho había un tipo con traje y dos vasos de plástico. Se quedó con la boca abierta, mirando fijamente la pistola que yo sostenía con mi mano enguantada. Era un testigo. No tuve más remedio que disparar de nuevo.

-¿Qué es ese ruido?

Volví a levantar la cabeza. Había una mujer en la puerta con una carpeta en la mano.

-¿Pero esto qué es? -dije, fastidiado por el trabajo extra-. Se suponía que a estas horas lo encontraría solo.

La mujer balbuceó algo de una entrega , antes de que, refunfuñando, disparara de nuevo.

El despacho tenía ventanas de suelo a techo, así que aproveché para examinar mi reflejo y comprobar si me había salpicado sangre en la gabardina. Mientras me lamentaba porque iba a tener que tirar mis zapatos nuevos, vi que en el edificio de enfrente, un edificio residencial, había un señor en bata asomado al balcón y, al parecer, grabando toda la escena con su móvil.

Otro testigo del que había que deshacerse. 

Al salir del despacho me crucé con el repartidor de correo. Para ahorrar balas, lo liquidé grapándole muy fuerte las sienes. Al bajar casi tropiezo con una pareja que estaba aprovechando la oscuridad y la ausencia de gente en el edificio para darse el lote entre los pisos veintisiete y veintiocho, así que los arrojé por el hueco de la escalera. Lo que más me molestó de todo fue ver una cámara en la puerta por la que había entrado. Esa cámara no estaba ahí tres días antes, cuando había ido a inspeccionar el edificio. No quiero extenderme, pero tuve que ir a la entrada principal y, tras un tiroteo de poco más de veinte minutos, acabar con los guardias de seguridad y borrar las grabaciones.

Pero para entonces había aún más testigos. Frente a la puerta había varios coches de policía bloqueando el paso y un montón de agentes apuntándome con rifles y pistolas. Todos me habían visto disparar a los guardias y, en caso de juicio, se irían de la lengua, sin duda, así que tenía que deshacerme de ellos. Les pedí que se identificaran (es mi derecho como ciudadano) y apunté sus nombres en una libreta. Hui por el parking y durante las siguientes semanas fui eliminándolos uno a uno, incluyendo al señor en bata de antes.

A partir de entonces la cosa se fue complicando de forma exponencial. Por ejemplo, el señor en bata vivía en una residencia y, en fin, es que me vieron todos al entrar. Y encima ni siquiera había grabado bien el vídeo. Había dejado la cámara frontal puesta y toda la grabación eran siete minutos del abuelo diciendo “madre mía, que lo ha matado, qué bestia. No, no entres. También se lo ha cargado, qué bruto”.

En ocasiones fue error mío, como cuando asesiné a uno de los agentes durante un concierto. El policía era el bajista del grupo y no se me ocurrió otra cosa que subir al escenario. En fin, lo planeé mal, creía que con el silenciador bastaría y no contaba con los focos y el público. Luego encima la gente se puso a correr y yo no tenía tantas balas. 

Total, que se me estaba llenando todo de testigos.

-Te veo agobiado.

Era Ramón, el camarero del bar donde me tomaba cada mañana mi café. Sospechaba algo. Tuve que asesinarlo y quemar el local, haciendo que pareciera un accidente. Por desgracia y mientras rociaba la barra de gasolina, paró un autocar enfrente y bajaron varias decenas de turistas japoneses, a los que también tuve que eliminar.

Encima, el perito del seguro veía poco probable que alguien limpiara el suelo del bar con gasolina en lugar de amoniaco, así que también me vi obligado a matarlo a él y a todos los empleados de la empresa, una multinacional suiza. Como seguía liado con los testigos del concierto, me había despistado un par de días y para entonces el perito ya había entregado su informe. Temía que alguien atara cabos y llegara, cortado a cortado, hasta mí.

Dormía poco y eso se notaba en cómo hacía mi trabajo. Cuando duermo menos de ocho horas no doy una a derechas, esa es la verdad. Por ejemplo, intenté viajar con un pasaporte falso. Hasta ahí bien, pero es que era el pasaporte de un niño de 4 años. Intenté explicar que padecía de progeria, pero no coló y tuve que asesinar discretamente a los policías que me pidieron el pasaporte y luego a toda la gente que estaba en el aeropuerto de Rotterdam, adonde había viajado porque la aseguradora tenía allí una de sus filiales.

Llegó un punto en el que me había gastado en balas más de lo que me habían pagado por el encargo original. Pero yo soy así, concienzudo, y si cometo un error, tengo que arreglarlo. Los trabajos, o salen limpios o hay que limpiarlos. Es lo que siempre digo. Todo el rato. Los vecinos están hartos.

A pesar de todas estas precauciones, llegó un punto en el que la policía comenzó a sospechar. Quizás no borré bien las grabaciones de seguridad de aquel Alcampo donde se me había caído la pistola mientras compraba chocolate (con toda esta tensión, encima estaba engordando). O puede que alguien sospechara cuando yo mismo aterricé el avión de vuelta de Rotterdam tras liquidar a todo el pasaje porque un tipo llevaba un boli de publicidad de la dichosa aseguradora. 

Total, que vino a verme a mi despacho un inspector de la Policía Nacional.

-Usted dirá en qué puedo ayudarle.

-Verá, es que estamos investigando el asesinato de siete millones doscientas cuarenta y dos mil ciento noventa y cuatro personas. No tenemos apenas pistas porque el sospechoso va haciendo desaparecer a los testigos justo antes de que logremos hablar con ellos, pero hemos encontrado unas huellas de zapatos cerca de uno de los escenarios de uno de los crímenes. Queríamos descartarle de la investigación.

-¿Huellas de zapatos? ¿Eso es todo lo que tienen?

-Bien, según su ficha policial, usted fue arrestado de adolescente por robar zapatos.

-Un error de juventud.

-Ya, pero usted calza un 35 en el pie izquierdo y un 47 en el derecho.

-¡Como muchísima gente! -contesté, bajando los pies de la mesa, donde los tenía apoyados.

-Sí, pero no todo el mundo es un asesino a sueldo.

-¿Y yo lo soy? ¿De dónde saca eso? 

-Lo pone en la puerta: “Jaime Rubio, asesino a sueldo”. También en la placa que lleva en la chaqueta: “Hola, me llamo Jaime y soy asesino a sueldo”. Y en su página web, jaimerubioasesinoasueldo.com. También tenemos este anuncio a dos páginas en El norte de Castilla, varias cuñas de radio y su libro Yo soy un asesino a sueldo, la misma frase, por cierto, de la camiseta que lleva puesta. Y luego están las vallas publicitarias en la autovía de Castelldefels, estos trípticos que reparte por buzones, los anuncios de Facebook donde sale usted diciendo que mata a cambio de dinero…

-Soy consultor. Asesino problemas. Creo que la metáfora es evidente.

-Además, me está apuntando con una pistola.

Después de disparar al inspector, repasé los errores que había cometido. No me había deshecho de ninguno de los cadáveres, por ejemplo. 

Decidí desenterrarlos a todos y disolverlos en ácido. Cuantas menos pruebas tuviera la policía, mucho mejor. Compré ocho millones de barriles, para ir sobre seguro.

El repartidor de Amazon hizo una gracieta que no me gustó mucho:

-Aquí podría disolver ocho millones de cadáveres sin necesidad de descuartizarlos.

Tuve que eliminarlo. Sabía demasiado. 

Aquellas semanas trabajé veinte horas cada día. Por las mañanas seguía eliminando testigos, incluyendo, por cierto, al tipo que me había encargado el trabajo (¡lo sabía todo!). Y por las tardes hasta bien entrada la noche iba a los cementerios a desenterrar cadáveres para luego disolverlos en ácido. Allí a veces me veía algún trabajador o algún familiar despistado, con lo que seguía creciendo la lista de gente que sabía más de la cuenta. Tuve que comprar otros cinco millones de barriles.

Una tarde, la alcaldesa de Barcelona me llamó a casa.

-¡Deje de matar a gente!

-No sé de qué me habla.

-¡En esta ciudad ya solo quedamos usted y yo! ¡Y yo no he sido!

Por la noche abandoné setenta y cuatro cadáveres en el Ayuntamiento e hice una llamada a la policía (la de L’Hospitalet).

-Miren, en esta ciudad solo quedamos dos personas y yo no soy el que tiene setenta y cuatro cadáveres en la puerta.

El juicio a la alcaldesa me sirvió para ganar tiempo y asesinar a todos los ingleses (un tipo que parecía inglés me había visto comprando ochenta millones de balas en el Carrefour), pero cuando la absolvieron tuve que liquidarla a ella, a la policía de l’Hospitalet, al jurado, a todos los empleados de los juzgados y a un repartidor de pizzas que me había pillado mientras me ponía los guantes.

Dediqué mucho trabajo a borrar meticulosamente todas mis huellas. Y no solo hablamos de testigos: me corté la punta de los dedos para que nadie pudiera comparar mis huellas digitales. También me hice la cirugía estética para que nadie me reconociera: me puse tres narices y la cara de George Clooney, pero en la espalda, para no tapar la mía. Y me cambié el nombre varias veces. La última, a Emiaj Oibur, pero antes de eso fui Camilo Séptimo, Pedro Sánchez Pero Otro Pedro Sánchez y El Retorno del Jedi Todo Junto, siendo Todo y Junto apellidos y El Retorno del Jedi, nombre compuesto que se escribía separado. Era un lío, así que me lo cambié a Harrypotter Separado.

Cada vez me costaba más seguir la cuenta de todos los testigos a los que había que eliminar, por lo que acabé asesinando, por supuesto de forma meticulosamente planeada, a doscientas personas al azar cada día. Ese era mi mínimo para dar la jornada por concluida, aunque a veces me animaba e iba a por más. Me dejaba los domingos libres, eso sí, porque si uno no desconecta, se acaba volviendo loco. 

Al cabo de veintinueve años años de trabajo, unas cuantas bombas, la liberación de veinticuatro virus experimentales sin vacuna y unos seis o siete millones de cepos que fui dejando por las esquinas, conseguí eliminar a todos los testigos y quedarme solo en el mundo.

Dormí un montón esa noche. Estaba destrozado. Quizás catorce horas, no exagero. Bueno catorce, no creo. Pero doce y pico seguro. Me acosté como a las diez y me levanté yo creo que ya pasadas las nueve. Eso son once horas, ahora que pienso. Pero, bueno, para mí está bien. Con menos de ocho lo paso mal, pero si duermo demasiado me levanto con dolor de cabeza. Ni el ibuprofeno me lo quita.

¿Por dónde iba? Ah, sí. Había matado a todo el mundo, etcétera. Esa mañana, mientras me tomaba un café, me di cuenta de que aún quedaba un testigo. Yo. Yo siempre sabría lo que había hecho.

Quizás podría comprar mi silencio. No me costaría nada falsificar siete mil millones de testamentos y quedarme con todo el dinero del mundo.

Pero siempre viviría con miedo. A que me fuera de la lengua. A las continuas amenazas y exigencias. 

Así que quedé conmigo para cenar. En casa, algo tranquilo y, por supuesto, sin testigos, con la excusa de charlar y ponernos al día.

-¿Qué tal la jubilación? Bien, bien, no me aburro, estoy aprendiendo caligrafía. ¿Y eso? Mira, me relaja. Enséñame algo de lo que has hecho. No, ja ja, que me da vergüenza.

A media velada, me dije que iba al baño y allí saqué la pistola que tenía escondida detrás del inodoro y le coloqué el silenciador. Salí sigilosamente y llegué a la sala de estar. Pero no había nadie. ¿Cómo podía ser? Si me había dejado sentado en el sofá.

Me busqué por todas partes, sin encontrarme. No había ni rastro. Había huido, pensé. Soy más inteligente de lo que creía. Una vez más, me he subestimado a mí mismo. Qué estúpido soy.

Pero un día me encontraré. Y cuando me encuentre ya no quedará nadie. Excepto, quizás, esa paloma del balcón que me mira raro. ¿Qué querrá decir con guruguruguru? ¿Y a quién se lo dice? ¿No estará avisando a una paloma policía?

En fin, tendré que encargarme también de esto.

Autor: Jaime Rubio Hancock

Yo soy el mono de tres cabezas