Encontrada mascota

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Encontrada mascota cerca de la plaza de Sants. Mide diez kilómetros de altura y tiene cientos de tentáculos en la boca. Su cuerpo está recubierto de escamas que parecen de un color verde oscuro, pero cuando uno se fija un poco, ve que tienen todos los tonos del universo. Sus alas son rudimentarias, pero al desplegarlas, crean una sombra tan negra que provoca semanas de pesadillas. Desde que lo encontré, me despierto cada noche bañado en sudor frío y gritando “tekeli-li, tekeli-li”. Mis vecinos no están nada contentos.

Mientras le sacaba una foto para el cartel, mi esposa cometió el error de mirarle a los ojos y entró en estado de shock. Cuando voy a verla al sanatorio de Arkham y le preguntó qué vio en esa mirada, solo me dice que se trata de “un horror indescriptible”. A continuación, se pasa tres cuartos de hora describiéndolo.

-En el abismo de sus ojos vi la lucha de los antiguos y oí ese grito ancestral, tekeli-li, tekeli-li…

-¿Seguro que no eran tiroleses? Yo no recuerdo mis sueños, pero a lo mejor salen tiroleses.

-Vi construcciones de varios cientos de metros de alto, en materiales no conocidos por los humanos y con formas que nunca había visto antes.

-Los tiroleses también dan mucho miedo.

-Sus ojos son como grutas abiertas a la oscuridad del universo, donde habitan millones de seres que esperan el retorno de los antiguos…

Responde al nombre de Cthulhu, pronunciado de varias maneras: tulu, catulu, chulu, culu… Aunque solo si uno se arrodilla y dice antes algo como “oh, señor de los grandes antiguos, déjame ser uno de tus siervos y formar parte de tu semilla estelar”.

Le pregunté quiénes eran sus dueños y me contestó con un rugido que me dio a entender que los grandes antiguos no tienen dueños y que cuando llegue la hora de su retorno no quedará ni rastro de nuestras vidas. Nadie nos recordará. Nadie sabrá que estuvimos en este universo. Todos nuestros esfuerzos son insignificantes. No somos más que una mota de polvo en la historia del universo.

Está bien cuidado y se alimenta de la ansiedad del barrio, pero agradecería que sus propietarios pasaran a recogerlo en cuanto les sea posible. Por las noches oigo gemidos y crujidos. Por lo general, son las tuberías, que son muy antiguas, pero a veces se trata del lamento de los shoggoth, que están esperando que su señor despierte.

(Fuente de la imagen)

Estoy ahorrando

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Los últimos años ya no le gustaba contar la historia. Como nadie le creía, se enfadaba, fruncía los labios y gruñía, diciendo con un marcado acento extranjero que todo el mundo se burlaba de él y que nadie le tomaba en serio.

Pero todo el mundo en la isla la sabía y se la había relatado a alguien: hacía casi un cuarto de siglo, había venido a pasar una semana de verano, solo, con una mochila como único equipaje. La noche antes de volver a casa, salió, como todas las noches. Tomó varias cervezas de más, acabó en casa de gente a la que no conocía de nada y regresó al hostal cuando estaba amaneciendo.

Como era de esperar, se quedó dormido. Ni se duchó: bajó tan deprisa que casi se cayó por las escaleras, pagó la semana de estancia sin mirar la factura y cogió un taxi, a pesar de que apenas le quedaba dinero.

Aun así, perdió el vuelo.

Volvió del aeropuerto haciendo autoestop. Sin saber muy bien qué hacer, fue hasta la playa a la que iba cada tarde y se sentó con su mochila, su camiseta y sus tejanos, entre los turistas que estaban tomando el sol. Contó su dinero: apenas se había acostumbrado a aquella divisa, pero sí sabía que tenía lo suficiente para tres o cuatro cervezas. O dos cervezas y un bocadillo.

Volvió al hostal, donde le dejaron llamar a la embajada. Le dijeron que tendría que pagarse otro billete. No había más. La dueña del hostal también le dejó llamar a su familia, a pesar de ser conferencia. Pero su padre le colgó. Había dejado la universidad hacía dos años para irse de fiesta y de viaje, y ni siquiera les había llamado en todo este tiempo. Lo mismo con sus amigos, que le pusieron excusas: no tengo dinero, tengo que pagar la matrícula, déjame mirar y ya te diré…

-¿Por qué no trabajas en el bar de mi hermano? -Le propuso la dueña del hostal, que le miraba con una piedad comprensiva, pero también algo burlona-. Está buscando a gente.

Aceptó. Pensó que podría trabajar el resto del verano y ahorrar lo suficiente para el billete de vuelta. Pero el sueldo no era nada del otro mundo y tenía que pagarse una habitación y, claro, ropa, comida y demás gastos, por lo que apenas podía apartar algo de dinero de su sueldo. En fin, pensó, poco a poco. Me puedo quedar unos meses más. Tampoco es como si me estuvieran esperando.

Además de los gastos más o menos obligados, la isla seguía siendo tan atractiva para él como cuando estaba de vacaciones, así que de vez en cuando se permitía el pequeño lujo de ir a sus bares y discotecas favoritas, donde contaba su historia, que al cabo de unas semanas ya nadie tomaba en serio.

-¿Pero todavía no has ahorrado para el billete?

-Casi lo tenía, pero se me rompieron los zapatos y, claro…

-Si no bebieras tanta cerveza…

-¡Tengo derecho a tomarme una cerveza de vez en cuando!

Gracias a una conversación similar conoció a su novia.

-No te enamores, que en cuanto ahorre lo suficiente me vuelvo a casa.

-¿Pero cuánto tiempo llevas aquí?

-Un año y medio.

Y, claro, ella se reía y pensaba que aquel muchacho despistado era muy gracioso.

Poco a poco le comenzó a molestar el escepticismo en torno a sus intenciones. Sabía que era difícil de creer que le estuviera costando tanto ahorrar, pero también le resultaba muy molesto que cada día alguien le hiciera la misma broma en la cafetería.

-Anda, cóbrate, que si no, no vas a poder ahorrar para el vuelo.

-El bar no es mío. Si no dejas propina…

Él lo decía muy en serio, pero los clientes se reían, pensando que no era más que una salida ingeniosa.

-No, en serio. La boda nos ha costado mucho dinero y no colaboráis.

-Pide un aumento.

-¡Ya lo hice! ¡Y me dijo que no!

Ni siquiera su mujer le acababa de creer, a pesar de su insistencia.

-No sé si quiero tener niños. Es mucho gasto. Y no nos hacía falta una casa tan grande. Cuando me vaya, te van a sobrar habitaciones. Así no voy a poder ahorrar nunca para el billete de vuelta.

Aun así, tuvo tres hijos: dos niñas y un niño. Su situación económica era tan apretada que no dudó en hacerse cargo del bar cuando el dueño se jubiló, pensando que siendo su propio negocio podría ahorrar más fácilmente.

Que en el banco le concedieran el préstamo para el traspaso le sorprendió y también le enfadó.

-Vine hace cinco o seis años y no me prestasteis el dinero para el billete.

El director de la oficina, que desayunaba cada día en el bar, se rió mientras le indicaba dónde tenía que firmar.

-No, pero lo digo en serio.

-Somos un banco pequeño, no le daríamos un crédito a una persona que quiere irse a miles de kilómetros de aquí.

-Pero me conoces. Te pagaría.

-Con este bar te vas a hacer rico.

No se hizo rico, claro.

-¡Este local es una ruina! -Explicaba a los clientes-. ¡Me han hecho una inspección los del ayuntamiento y tengo que cambiar toda la instalación eléctrica! Y eso por no hablar de los gastos de casa. ¡Mis hijos quieren ir a la universidad! ¡Los tres! ¡No son tan listos!

-Claro, y la mujer se querrá ir de vacaciones.

-No, eso no -contestaba, muy serio-. Vivimos en una isla del Mediterráneo, no necesita irse de vacaciones a ningún sitio.

Seguía trabajando duro e intentando ahorrar, pero siempre surgía un gasto más o menos imprevisto, como una reparación en el coche o un regalo de cumpleaños.

-Entiendo que la gente no me tome en serio -le confesó una vez a un vecino con el que de vez en cuando jugaba a las cartas-. Pero es que ahorrar es muy difícil hoy en día. Y los billetes suben de precio cada año.

-Qué me vas a contar. Yo siempre he querido una guitarra eléctrica. Pero hemos tenido que comprarle un ordenador al niño. Se ve que lo necesita para el colegio, pero yo le veo todo el día jugando.

-La informática es el futuro.

-Eso es verdad, pero yo quiero una guitarra.

-¿Sabes tocar?

-¿Cómo voy a saber tocar, si no he podido comprarme ninguna?

Un día llegó a casa muy contento.

-¡Cariño! ¡Lo tengo!

Su mujer no sabía de qué hablaba.

-¡El billete! ¡Al fin puedo volver a casa!

Ella creía que seguía de broma, hasta que le vio hacerse la maleta.

-Vas a arrugar las camisas con la tontería.

-Que no, que me voy de verdad. Solo me llevaré esto. En mi ciudad hace mucho frío y no necesitaré toda esta ropa.

-¿Pero estás hablando en serio?

-Claro.

-¿Y todos estos años juntos?

-Te dije que estaba ahorrando.

-¿Pero y yo qué?

Se la quedó mirando sin saber de qué hablaba. Se encogió de hombros y musitó que, en fin, la había avisado desde siempre, vaya, desde el primer día le había dicho que, bueno, que estaba ahorrando para, esto, volver a casa.

-Pensaba que no lo decías en serio, que solo era una forma de hablar.

Se volvió a encoger de hombros y repitió de nuevo, más o menos, todo lo que le había dicho, es decir, que, vaya, que nunca la había engañado.

-Entiendo que los clientes del bar no me crean, pero tú eres mi mujer. Esperaba algo más de ti.

Los hijos estudiaban fuera y no hubieran llegado a tiempo para verle e intentar convencerle de que se quedara, pero sí que le llamaron por teléfono después de que su madre les explicara sus intenciones, llorando, pero de rabia. “Vuestro padre es tonto. Decidle algo, porque su vuelo sale mañana y el muy idiota es capaz de irse”.

-Papá, no puedes irte ahora.

-Llevo más de veinte años ahorrando.

-Tienes una familia.

-¡Os avisé de que estaba ahorrando! ¿Por qué no me escucháis? Nunca me hacéis caso.

-Pero allí no te queda nadie. Y no has vuelto en todo este tiempo.

-¡Porque no había conseguido ahorrar!

-¿Y nosotros, qué? ¿Y mamá? No puedes dejar a mamá sola.

-¡No es mi problema! ¡Estaba ahorrando! ¡Os lo dije miles de veces!

A la mañana siguiente se fue a la parada de autobús, muy enfadado, dejando en casa a su mujer, que estaba aún más enfadada.

-¿Pero en serio te vas? -Le preguntó un cliente habitual, al cruzárselo por el camino.

-Llevo veinticuatro años diciéndolo. Veinticuatro.

-Por eso mismo. Pensábamos que era broma.

-Nadie me hace caso nunca.

-¿Y el bar?

-¡El bar es una ruina! ¡Solo funciona uno de los fogones! ¡Hay que cambiar la cocina entera!

Se puso a hablar de la mala idea que había sido la compra del bar. Lo había tenido que cambiar de arriba a abajo. Nada funcionaba bien. Y encima, solo había hecho apaños, ni siquiera había conseguido dejarlo como a él le hubiera gustado.

-Bueno, eso ya da igual. Vuelvo a casa.

Pero con tanto hablar, perdió el autobús. Llamó a un taxi, pero tardó en llegar y, por mucho que le pidió al conductor que se saltara los límites de velocidad -cosa que por otro lado no hizo-, no consiguió llegar a la puerta de embarque a tiempo.

-¿Y ahora qué hago? -Le preguntó a una empleada de su aerolínea.

-La tarifa del billete no admite cambios. Tendrá que comprar otro.

-No pude ahorrar nada más.

Volvió al bar en autoestop y sin pasar por casa. Su mujer ya había abierto.

-Ya sabía yo que no hablabas en serio.

-Vengo del aeropuerto.

-Claro, claro.

Los primeros clientes de la mañana le saludaron con la broma habitual, pero ahora ya renovada.

-¿Pero no te ibas?

-He perdido el avión.

-Vaya, qué mala suerte.

-¡Es verdad!

-¿Y qué vas a hacer?

-Pues ahorrar para volver a comprarme otro, vaya pregunta más estúpida.

Se oyeron un par de carcajadas. Apretó los labios y retorció el trapo que tenía entre las manos.

(Fuente de la imagen)

Odio el café tibio

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No hay cosa que odie más que el café tibio. Quizás Friends. Por eso siempre pido el café con la leche caliente. El café tibio sabe a ropa interior sucia. A sábanas que hay que cambiar desde hace días. A esa caja de cartón que nunca te acuerdas de bajar a la basura.

Y por eso me reventó tanto darme cuenta esta mañana de que mi café estaba tibio. Era el segundo café del día, que es el mejor. El primero es por pura necesidad. Solo y sin azúcar. En casa. El segundo me lo subo de la cafetería al trabajo y ya es con leche porque no me fío del café ajeno. Aun así, es el que más disfruto: me consuela al inicio de mi jornada laboral. Vale, tengo que trabajar. Estoy encendiendo el ordenador. Seguro que cuando abra el correo me encuentro con algo horrible. Pero al menos estoy tomando café.

Como estaba tibio, preferí no seguir bebiendo. Al cabo de unos minutos ya estaba frío. Poco después empezaron a formarse los primeros cristales de hielo. En apenas un rato, el café se había congelado del todo: era un bloque marrón helado.

El café se enfría, pero ya sabemos lo que ocurre con el hielo: se derrite. Tardó un poco, pero al cabo de un rato ya era de nuevo un líquido frío. Poco después se quedó tibio. Qué asco. Pero tras unos minutos se había calentado lo suficiente como para bebérmelo.

Lo malo es que me quemé la lengua.

(Imagen: Flickr Commons)

Mi discurso para los Oscar

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Tenía preparado mi discurso para cuando subiera a recoger el Oscar. O los Oscar. Los que me dieran. Seis, siete, me da lo mismo, todos son iguales. Pero resulta que no estoy ni nominado. Sí, lo sé, es ridículo. Tanto mi película como mi trayectoria merecen este premio.

Quizás esté mal que sea yo quien lo diga, pero soy un histórico del cine. Llevo tanto tiempo en el sector que mi primera película tuvo que estrenarse como obra de teatro. Muda y en blanco y negro. Exacto: inventé a los mimos. No pienso pedir perdón otra vez. Pasé siete años en la cárcel.

Después de eso rodé mi primer corto, pero no entendí bien el concepto. No hice una película corta de tiempo -duraba casi cuatro horas- sino bajita: los planos medían la mitad de alto y los actores tuvieron que interpretar sus papeles de rodillas. Reconozco que eso le restó emoción a la escena de la pelea e intensidad a las partes más románticas.

También fui el inventor de las palomitas. Se llaman así porque al principio eran palomas enteras fritas en mantequilla. Las cazaba en la plaza Cataluña arrojando maíz como cebo y usando un martillo para dejarlas inconscientes. Llegó un momento en el que las palomas se abalanzaban sobre mí cuando me veían llegar, así que empezamos a vender el maíz para que la gente las cazara por su cuenta.

Así empezó la primera guerra entre palomas y humanos.

Pero me desvío del tema.

Tuve muchos problemas para rodar mi última película, La venganza del contable, por la que esperaba varias nominaciones. En realidad y ahora que lo pienso, solo tuve un problema: no tenía nada de dinero.

Pero encontré una fórmula perfecta: primero, interpreté yo todos los papeles. Los 74. Me iba cambiando de peluca y poniendo voces. Fue una experiencia agotadora. Y, claro, tuve que hacer cambios en el guión porque, por ejemplo, soy incapaz de hablar como un zurdo.

Para ahorrar costes de producción (todos ellos) aproveché otros rodajes para grabar mis escenas. Así, la primera parte transcurre en el fondo de El renacido. Hay que fijarse mucho, pero la trama está ahí detrás, a la derecha. A veces me tapan un par de árboles.

La segunda parte se puede ver en los episodios 6, 9 y 13 de la séptima temporada de The Good Wife. Se me puede ver subido en alguna de las mesas del bufete. El diálogo se oye mal porque cada vez que gritaba me sacaban a rastras del plató.

El sorprendente final, en el que (ojo, spoilers) el contable consigue cuadrar las cuentas trimestrales, se puede disfrutar en uno de los castings de Britain’s Got Talent, disponible en la web del programa. Para evitar que el jurado me echara antes de terminar tuve que apuntarles con una pistola. No fue fácil integrar el arma en la escena, pero encontré una solución muy hábil.

MADRE: ¡Tienes una pistola en la mano!

CONTABLE: ¡Vaya! ¡Me debe haber crecido mientras dormía!

RATÓN 3: ¡Esas cosas pasan! ¡Lo leí en internet!

¿Es o no es un diálogo digno de Óscar? Lo es, pero Óscar quería cobrar por su trabajo, así que también lo interpreté yo.

La película cosechó buenas críticas. Un crítico de Cahiers du Cinéma me dijo: “No quiero ver su película. Y no me agarre del brazo, haga el favor”. El de Fotogramas me llegó a enviar un email: “Deja de escribirme, seas quien seas, estoy harto de recibir un mensaje tuyo cada diez minutos”. El de Cinemanía la vio dos veces seguidas: “Sí, me encanta, pero por favor suéltame, te juro que no le diré nada a la policía”. Le dejé ir con la condición de que escribiera una crítica: “Por favor, sé sincero -le dije- lo que más aprecio es la sinceridad”. Por eso me molestó tanto que avisara a la policía. Me dijo que no lo iba a hacer.

A pesar de todo, la academia ha ignorado mi película. Imagino que por motivos políticos: uno de los personajes dice cosas muy duras sobre Estados Unidos.

AUDITORA: Esa canción de Bob Dylan está bien.

Se trata de una canción muy crítica con cosas, de estas de protestar. En la peli no se oye porque no podía comprar los derechos, pero todo el mundo sabe de qué canción se trata porque otro personaje la tararea.

VIAJERO EN EL TIEMPO: Ah sí, la de nana-nananieeee-nana…

RATÓN 4: A mí no me gusta.

El ratón rebaja el mensaje crítico, pero porque quería que el espectador sacara sus propias conclusiones. De todas formas, se trata de un ratón nazi, por lo que difícilmente le caerá bien a nadie.

Total, que no podré dar el discurso que tenía preparado. Lo reproduzco a continuación por su interés y porque no creo que me valga para otros años.

EL DISCURSO DE ACEPTACIÓN DEL OSCAR DE JAIME RUBIO

Buenas noches. Vendo Iphone 3. Está perfecto, como recién comprado. Lo único malo es que la batería se me rompió y le puse la de una furgoneta. Muchas gracias.

Imagino que el año que viene ya lo habré vendido.

Me están insultando en internet

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No puedo evitarlo: aunque el ministro de economía me está mirando mientras explica vete a saber qué, desbloqueo el móvil y le echo un vistazo a las menciones de Twitter. Insultos. Decenas de insultos. La gente se ríe de cómo hablo, de cómo visto, me llaman nazi, me echan la culpa de todo.

El ministro espera una respuesta. Todos esperan una respuesta.

-Sí… Lo miro y te digo algo -nunca falla-. ¿Qué más temas teníamos pendientes?

Echo un vistazo al orden del día. No vamos ni por la mitad. La ministra de agricultura le pregunta algo al de hacienda. Esto me lo puedo saltar, pienso, mientras vuelvo a coger el móvil para mirar Twitter otra vez. Supongo que los demás piensan que me ha llegado un mensaje de alguien importante. Del rey de Suecia o algo así. Y por eso tengo que leerlo en mitad del consejo de ministros.

Hay un tal @SeasonOfGaiman que está haciendo montajes con una foto mía que sale hoy en los periódicos. Este @SeasonOfGaiman la tiene tomada conmigo. Cada día tiene que decirme algo. Miro su avatar. Es un perro de dibujos animados. Entro en su perfil. Insulta a mucha gente. Eso es un consuelo, al menos en parte. No me odia solo a mí.

Será alguien muy decepcionado con su vida. Seguro que tiene un trabajito miserable, grapando cosas. Y nos hace pagar a los demás sus insatisfacciones. Pues mira, @SeasonOfGaiman, yo tengo asuntos importantes de los que ocuparme. Me gustaría saber qué sería de ti de haber ganado la oposición. Tu empresa tendría que decidir entre la grapadora y tú. Y habría ganado la grapadora.

Me están mirando otra vez. Esperan que diga algo. No tengo más remedio que disculparme y pedir que me repitan lo que estaban diciendo. Me cuentan no recuerdo muy bien qué porque en lo único que pienso es en enviar a @SeasonOfGaiman a Guantánamo. Seguro que puedo pedir algún favor así. Soy el presidente del gobierno.

-De acuerdo -contesto, sin estar muy seguro de si estoy de acuerdo.

-¿Pero de acuerdo con cuál de las dos opciones? -Pregunta el ministro de hacienda.

-La primera.

Un perro de dibujos animados. Esa es la imagen de perfil de @SeasonOfGaiman. Ni siquiera se atreve a poner su cara y a firmar con su nombre.

Al llegar a mi despacho hago venir a mi community manager y le pregunto quién es ese perro.

-¿El perro?

-Sí, ¿es un perro famoso?

-Ah, es el perro de los Simpson.

-Ya veo. ¿Y tiene permiso de los Simpson?

-No creo que haga falta.

-Ya, bueno. ¿Te has fijado en que este tuitero se ríe mucho de mí?

-Estas cosas… Ya se sabe… Son inevitables. En redes… En fin…

-¿Y no se podría hacer algo? Es decir, soy el presidente del gobierno.

-Bueno… Er… Podríamos bloquearle.

-Ah, muy bien, muy bien. Hagámoslo. ¿Con eso ya no tuitearía más?

-No, no. Si bloqueamos su cuenta no puede leer nuestros tuits ni nosotros los suyos.

-¿Pero los demás sí pueden?

-Sí.

-Seguiría burlándose de mí.

-Sí. Las redes son así. Siempre habrá gente que no entienda lo que hacemos. Pero bueno, usted tiene más de un millón de seguidores. Eso también es importante. Hay que fijarse en lo bueno, en la gente que nos valora.

-No sé, he visto que muchos de los que me siguen también me insultan. Creo que solo me siguen para burlarse.

-Ya… Eso… En fin… Eso les pasa a todos. No hay que hacerse mala sangre.

Tiene razón, me digo, después de pensar en el tema un rato a solas. Ya basta de preocuparse por un perro. Decido desinstalarme la aplicación del móvil. O lo intento. Tengo que llamar a mi community manager otra vez.

-Oye, ¿cómo puedo quitar Twitter del móvil?

-¿Quiere quitar Twitter del móvil?

-Sí, quiero centrarme en… cosas de… la presidencia… en general.

-Claro. ¿Es Android o Iphone?

-Vas a tener que venir a hacerlo.

Al principio, siento como si me hubiera quitado un peso de encima. Me alegro. Bien. Vamos a concentrarnos en el trabajo. Incluso llamo a la ministra de agricultura para saber qué quería de hacienda. Soy el presidente, ¿no? Debería saber esas cosas.

Pero mientras la señora me cuenta su problema, no puedo evitar perder el hilo de la conversación. Y pienso en @SeasonOfGaiman. ¿Qué estará tuiteando ahora? ¿Me habrá vuelto a insultar? Entro en Twitter con el ordenador y cotilleo su cuenta. Menos mal, no dice nada sobre mí. Está hablando de la última de Tarantino. No le ha gustado. A este tío no le gusta nada.

Cuando llego a casa ya tengo la aplicación instalada de nuevo en el móvil. He tenido que volver a llamar el community.

Después de cenar y ya en el sofá, vuelvo a mirar las menciones y a buscar mi nombre. Más insultos. La gente no descansa. Bueno, @SeasonOfGaiman parece que sí: lleva más de cuatro horas sin tuitear. Algo es algo.

Mi mujer se queja:

-Mariano, deja el móvil.

-Es que me están insultando en internet.

Me despierto en mitad de la noche. A veces me pasa. Son las preocupaciones propias del cargo, que no me dejan dormir ni mucho ni bien. Cojo el móvil de la mesilla de noche. Las 3:50. Al menos me quedan unas cuantas horas de sueño.

Pero cometo el error de mirar Twitter. Me siguen insultando. A las cuatro de la mañana. Joder, ¿es que no tenéis otra cosa que hacer? ¿Emborracharos? ¿Comprar cosas por internet? ¿Dormir? Hijos de puta, sois todos unos hijos de puta.

-¿A ti te insultan mucho por internet? -Le pregunto al día siguiente a la vicepresidenta, que ha venido al despacho a enseñarme unos papeles.

-Sí, bueno, lo normal. Internet, ya se sabe.

-Creo que me tienen manía.

-No hagas caso. Eso nos pasa a todos.

-Yo creo que a algunos partidos les perdonan más cosas en Twitter. Hay mucho rojo, ahí.

-No creas, lo que pasa es que solo te fijas en lo malo.

-Mira esto -le enseño un tuit de @SeasonOfGaiman. Ha cogido una foto de dos señores besándose y les ha puesto mi cara y la de un obispo.

-No hagas caso de estas cosas, hombre.

-¿Te estás riendo?

-No, no, qué va, por favor. Es muy desagradable.

-Te estás riendo.

-Es que me he acordado de una cosa.

Me da igual lo que diga la vicepresidenta. En Twitter hay pandillas y si le caes mal a las pandillas no tienes nada que hacer. Igual es cosa de envidia, no sé. Es decir, soy el presidente del gobierno. El puto presidente del gobierno. Que eso no lo puede decir cualquiera. Bueno, lo puede decir todo el mundo, pero sería mentira.

Pero vamos, lo de las pandillas, fijo que es así. Tengo que admitir que me gustaría caerles bien. Hace unas semanas intenté proponer en el consejo de ministros hacerles caso en algo. No recuerdo qué, pero era algo pequeño, insignificante. Algo de catalanes, creo. No dije que era por gustar en Twitter, claro, lo dejé caer como si fuera una idea mía.

-Igual podríamos…

No me dejaron acabar la frase. Todos se llevaron las manos a la cabeza. El ministro de exteriores estaba enfadadísimo. Parecía que le iba a dar un infarto. No sé por qué se ponía así, si es de exteriores. Hablábamos de España, no de otros países.

-¿Te has fijado? -Le enseño mi móvil al community manager.

-Er… Sí… Ehm… ¿Qué es lo que…?

-Esta cuenta es muy buena. Fíjate la respuesta que le da a @SeasonOfGaiman. Vaya zasca, ¿eh?

-Sí, supongo.

-Podríamos retuitearle, ¿no?

-Huy, no, no, qué va. No podemos hacer eso.

-¿Por qué no?

-¿Es alguien del partido?

-No, solo es un ciudadano respetable.

-¿No sabemos quién es?

-Su nick es @pontevedra529 y tiene un avatar de unos dibujos animados. También es un perro.

-No podemos darle difusión a cualquiera desde la cuenta personal del presidente.

-Ya, entiendo. ¿Y desde la del partido?

-No, no, no.

-Pregúntales. Igual a ellos les apetece.

-No creo. No entra dentro de las líneas de actuación de…

-Llámales, a ver qué te dicen.

-Estoy mirando y @pontevedra529 solo tiene un seguidor.

-Sí, le estoy siguiendo. Me parece muy interesante todo lo que tiene que decir. Es una cuenta nueva que he descubierto.

-Todo lo que ha publicado son respuestas a los tuits de @SeasonOfGaiman.

-Sí, puede ser, puede ser.

-Presidente, ¿puedo preguntarle una cosa?

-Yo no he abierto esta cuenta.

-Er… De acuerdo…

-En serio. La encontré por casualidad.

-Vale, vale.

-Llama al partido.

-Sí… Ehm… No se ofenda, pero… En fin… Deberíamos hacer unfollow a ese tuitero.

-No.

-Es que si alguien lo ve, se va a extrañar.

-Es un ciudadano con cosas sensatas que decir.

-De acuerdo, de acuerdo. Voy a…

-A llamar.

-Sí.

En cuanto sale del despacho, miro el tuit de @pontevedra 529. He dejado tumbado a @SeasonOfGaiman. Se nota porque ni ha contestado. Le he dejado el culo roto.

Para hacer un retuit solo hay que apretar un botón.

Y, evidentemente, tengo acceso.

Porque soy el presidente del gobierno.

Y es mi cuenta.

Tampoco es como si fuera el botón para lanzar cabezas nucleares.

Solo es un tuit.

Me llaman. La secretaria me pasa al community manager.

-En el partido tampoco lo creen apropiado.

-¿El qué?

-El retuit.

-Ah. Vaya.

-Lo siento, señor presidente.

-No pasa nada. Es una pena. Pero no pasa nada.

-Otra vez será. Igual se lo podemos pedir a alguno de los diputados nuevos.

-Eso estaría bien.

-Lo moveré.

-Gracias. Y una cosa.

-¿Sí?

-Yo no abrí esa cuenta.

-Claro que no. Perdone que lo haya sugerido.

-No pasa nada.

Nada más colgar, retuiteo a @pontevedra529. Jódete, @SeasonOfGaiman, jódete.

(Imagen: Flickr Commons)

Google me quiere matar

Man and woman shown working with IBM type 704 electronic data processing machine used for making computations for aeronautical research.
Entendería perfectamente que no me creyera. Pero es pura lógica: si todo está en Google, ¿cómo no iba a estar yo? ¿Cómo no va a estar usted? Está todo y estamos todos. Para eso sirve.

El algoritmo de Google aprende: sabe qué páginas visitas y dónde pasas más tiempo. En qué ciudades estás. Dónde te compras la ropa. Qué te gusta beber y comer. Cuanto más buscas, más nota toma. Al final, tu perfil del buscador es una copia casi exacta de ti. Google te conoce mejor que tu madre. A ella, por ejemplo, jamás le confesarías el porno que te gusta.

Llega un punto en el que el buscador te ofrece opciones casi a medida. Buscamos restaurantes japoneses y los primeros que salen ya son los mejores para ti. Solo hay que comparar y escoger. Lo cual puede ser en ocasiones lo más difícil. Estos dos restaurantes tienen cuatro estrellas en Tripadvisor, por ejemplo. Uno parece que tiene mejor comida, pero el servicio es peor. ¿Qué hago? ¿Voy, a riesgo de esperar demasiado entre plato y plato o de que me traigan algo que no he pedido? ¿O apuesto por pasar una velada agradable con comida simplemente correcta?

Me venían dudas parecidas con muchas de las búsquedas que hacía: ¿voy por esta ruta que es más larga, pero más agradable? ¿Leo el libro bueno pero demasiado corto, el bueno pero demasiado largo o el que dicen que acaba regular? Esta peluquería tiene mejores críticas, pero esta otra está más cerca.

No tardé en darme cuenta de que la forma más sencilla de resolver estas dudas era preguntar a Google. “¿Pero a dónde voy -tecleaba-, a Kenji o a San Shimi?”. El buscador no te contesta de forma clara, no te dice: “Pues a Kenji, que te gustará más”. No es tu amigo, es un algoritmo. Lo sabe todo, o casi todo, pero se expresa con torpeza.

Sin embargo, interpretarlo suele ser más fácil de lo que parece: el primer resultado es Kenji, por ejemplo. O te recomienda un artículo sobre los diez mejores japoneses de Barcelona y San Shimi sale el cuarto, mientras que Kenji está séptimo.

En este caso concreto, acertó. Acabé yendo a los dos y el primero me gustó más, bastante más que el segundo. Pero también debería decirle que fueron noches diferentes, con personas diferentes y con un estado de ánimo también muy diferente.

A la primera la dejé poco después, tras seguir el consejo de Google. Solo llevábamos unas semanas saliendo y tenía dudas. Fuimos a ese restaurante una de las primeras noches, antes de esas dudas, y todo fue bien.

Fue unos días más tarde cuando le pregunté a Google: “Oye, ¿y qué hago con Natalia? Me gusta, pero no sé si lo suficiente como para comprometerme con ella largo plazo. Lo que no quiero es seguir por inercia, simplemente porque estoy bien, y dentro de unos meses darme cuenta de que no estoy enamorado”.

La respuesta de Google fue larga: para interpretarla correctamente tuve que llegar a la tercera página de resultados. “No te veo muy convencido. Te lo noto”. Entre los resultados salía un horóscopo, un texto motivacional, una película romántica… Todo acababa mal.

Al segundo restaurante fui con una compañera de trabajo. Lo propuso ella y le dije, espera que lo miro, y pregunté a Google si era buena idea ir de cena apenas unos días después de una ruptura. El sí era bastante claro, así que acepté.

En el restaurante y cuando la conversación comenzó a animarse, me comentó que le había parecido raro que tecleara algo en el móvil antes de aceptar su propuesta. ¿Estaba consultando la agenda? ¿Me había entrado un mensaje importante que debía contestar? ¿Era una broma que no había entendido?

No, le dije, consulto a Google. Al principio pensó que era un chiste y simplemente se rió. Pero cuando vio que lo usaba para elegir el postre (dudaba entre el coulant y la tarta de manzana), se dio cuenta de que iba en serio. Tecleé otra pregunta. Vaya, le dije al ver los resultados de la búsqueda, veo que esto no te hace mucha gracia.

No volvimos a quedar.

Me di cuenta de que debería haberle preguntado a Google si debía comentarle a ella o no que usaba Google para tomar decisiones. Me habría podido advertir.

Aprendí la lección y comencé a preguntarle todo al buscador: le consultaba qué ropa debía comprarme, qué película debía ver, a qué hora debía acostarme y cada paso que daba en el trabajo. Incluso me llevaba la tablet a las reuniones, con la excusa de que allí tenía datos que necesitaba. Lo cual, en cierto modo, era cierto.

Le aseguro que me fue bien. Rechacé una oferta de trabajo en una empresa que cerró seis meses después. También me hice budista, lo cual me trajo mucha paz. Y maté a todos aquellos gatos. Ahora el barrio está mucho más limpio.

Ha habido momentos difíciles, como cuando cambié de compañía de internet y de móvil a la vez. Por culpa de un error administrativo me pasé cuatro días sin conexión ni en casa ni en el teléfono. La primera e inesperada tarde sin Google la pasé tumbado en el sofá, con la luz apagada y completamente tapado con una manta. No me atreví ni a encender la televisión.

Al día siguiente me programé bien la tarde antes de salir de la oficina: qué hacer, si planchar o descansar, qué cenar, con qué distraerme y a qué hora acostarme.

Al final, en Google se enteraron de lo que estaba haciendo. Si todo está en Google y yo estoy en Google, la forma en la que uso Google también está en Google.

Vinieron una chica y un chico a verme desde San Francisco. Me gustaron las gafas de ella, pero a él le faltaba una barba. “No puedes venir de San Francisco sin barba. Entiendo que no lleves gorro de lana, porque en Barcelona hace calor, pero necesitas una barba. Y a los dos os faltan unos latte para llevar en vaso de cartón”.

Me explicaron que estaban muy contentos con el uso que había descubierto para su buscador y querían hablar conmigo para ver cómo podían convertir esta práctica en una app para el móvil. Tendría una interfaz más sencilla y sabría interpretar los resultados y dar una respuesta en forma de frase, simplificando todo el proceso.

Les hice una demostración. Unas cuantas preguntas que lo dejaban claro. Por ejemplo, qué podíamos hacer el resto de la tarde. Según Google, no había duda: el chico tenía que esperar en la salita mientras ella y yo íbamos al dormitorio. Se rieron hasta que se dieron cuenta de que yo nunca bromeo con Google. Decidieron probar con sus móviles. A ella le recomendaba que no me hiciera ningún caso y que yo no era su tipo, mientras que a él le proponía que nos fuéramos los tres a la cama.

Me encogí de hombros: cada perfil de Google es un mundo, les dije. Es un consejero personal, que se adapta a las preferencias y necesidades de cada uno sin tener en cuenta las de los demás, así que es normal que haya diferencias y conflictos.

La app salió casi medio año más tarde y ese día fue la aplicación de pago más descargada. Un éxito considerable teniendo en cuenta que era una idea revolucionaria. Literalmente, porque causó la guerra civil en Estonia. Les envié un mail a los dos chicos que me visitaron para que no se sintieran mal, recordándoles los consejos erótico festivos de aquella tarde: Google decía lo más adecuado para cada persona, pero eso no era necesariamente lo mejor para todo el mundo. Ni para toda Estonia.

Por supuesto, yo también me bajé la app y aunque al principio la usaba todo el rato, contento porque era muy cómoda, me acabé sintiendo estafado, como usted comprenderá.

Le pregunté si no sería justo que yo recibiera parte de los 0,99 euros que costaba. “No, qué va, todos los datos son de Google. Por no hablar del desarrollo. Tú no has tecleado ni una sola línea del código”, respondió la app.

Pero la idea había sido mía, era yo quien se había dado cuenta de las posibilidades del buscador. “Las ideas surgen al cristalizar el zeitgeist de un momento determinado -me contestó Google-. La sociedad genera un caldo de cultivo para que surjan respuestas a las necesidades que se plantean. La teoría de la evolución la desarrollaron de forma independiente Wallace y Darwin. Lo mismo pasó con el teléfono: Meucci y Bell”.

Pero qué cojones dices. “No sueltes tacos”.

Lo peor comenzó cuando pensé en demandar. La app me aconsejó que no lo hiciera. Eso lo entiendo. Google no es tonta. Lo grave fue que lo hizo sin que le preguntara. Una mañana, mientras trabajaba, vi que se encendía la pantalla y aparecía una notificación: “Sé lo que estás pensando. Pero no es buena idea. Primero porque no tienes razón y segundo porque gastarías todos tus ahorros en un pleito que se alargaría años y que terminarías por perder”.

Cómo has sabido que pensaba en eso, tecleé. “Hombre, llevas un par de días sin preguntarme nada y un buen tiempo mosqueado con el tema.

Eso me convenció. Si se esforzaba tanto en que desistiera, tenía que ser porque la app tenía algo de miedo y yo, algo de razón.

Intenté buscar abogados, pero Google me ocultaba los resultados. Me salían series como The Good Wife y los libros de John Grisham. Tuve que usar el ordenador de un compañero de trabajo para encontrar y anotar (en papel, por si acaso) varios números de teléfono.

Este es el primer despacho que visito y espero que acepte el caso, porque no tengo muchas ganas de seguir buscando. Más que nada porque Google intenta matarme. No sé si soy una molestia o un peligro. Pero me quiere quitar de en medio.

Me quedó claro cuando consulté en Maps la ruta para llegar hasta aquí. Ya, ya lo sé. Podría haber mirado en cualquier otra aplicación. O en una guía de papel. Pero, no sé, la costumbre, la comodidad. Además, no escribí que quería venir a este bufete, sino que di una dirección que está un par de cruces más abajo.

Cogí el coche y seguí la ruta indicada. Me llevó por una carretera en obras que daba a una zanja. Al final no fue más que un susto, pero pasé tres días en el hospital y aún llevo el tobillo vendado.

Me enfadé tanto que teclée unos cuantos insultos. Google se hizo el loco: “Qué zanja ni qué zanja”. Me desinstalé la aplicación, pero volvió a instalarse sola. “No seas así”, me dijo. Tiré el móvil a una papelera.

Llegar hasta aquí no fue fácil. Creí que ir a pie sería más seguro, pero nada más salir a la calle un tipo me comenzó a pegar en la cabeza con un paraguas mientras gritaba “lo siento, lo siento”.

Nos separó un policía. “Verá -se explicó, avergonzado-, estaba buscando en la nueva app de Google el nombre de la actriz cómica esta, la rubia que… La de la peli esta… Bueno, no lo sé aún, porque lo único que me ha dicho es que pegue al primer tipo con el que me cruzara por la calle”.

De acuerdo, podría ser un error de la aplicación que no tuviera nada que ver conmigo, pero recuerde que Google me conocía tan bien que sabía que estaba pensando en demandar sin que le dijera nada. Al fin y al cabo, todo está en Google. Y si todo está en Google, ¿cómo no iba a estar también la ruta que seguiría para venir a visitarla?

Quise volver a casa a cambiarme la camisa, que estaba rota, pero al acercarme al portal vi que me esperaba el portero con una escopeta de caza. En cuanto me vio, cerró el ojo derecho y se acercó la culata a la oreja. Me metí por un callejón y oí un disparo y varios gritos. No sé si le dio a alguien.

He venido corriendo hasta aquí, cambiando de acera cada vez que veía a alguien mirando el teléfono. Es decir, todo el rato. Una furgoneta me ha intentado atropellar. Creo que le ha dado a un perro.

Y este es mi caso. Sé que enfrentarse a Google es una tarea dura, casi imposible. Pero me parece justo que me den lo que me deben. O al menos, que no me maten.

No sé si me cree, insisto. Y lo entiendo. Es probable que usted también tenga la aplicación bajada y que esté pensando en consultar si debe o no representarme. Eso en realidad podría ser bueno para mí: con independencia de la respuesta, el hecho de que usted consulte la aplicación sería una muestra de que cree que se trata de un programa útil y, por tanto, es posible que esté de acuerdo en que merezco alguna compensación por haber tenido la idea.

Pero, claro, lo más probable es que la aplicación no le conteste que sí. Ni que no. Puede que ni siquiera se limite a llamarme loco. Probablemente le aconsejará coger ese pisapapeles y golpearme en la cabeza con él.

No lo sé.

A saber lo que piensa Google.

Preguntémosle.

Me ha llegado esta carta del banco

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Apreciado señor Rubio:

Nos ponemos en contacto con usted porque después de revisar de forma detenida nuestra base de datos, hemos constatado con sorpresa y también con una profunda tristeza, que usted no es cliente nuestro.

El presidente de la entidad, don Ezequiel Redondo, llamó a la directora de la oficina de su barrio, doña Sofía Piñol, y ambos comentaron esta lamentable situación durante casi dos horas. No le engañaremos: la conversación fue tensa y la señora Piñol estuvo a punto de ser despedida y, algo más tarde, de dimitir. Don Ezequiel pudo evitar ambas situaciones primero con sangre fría y después con su proverbial calidez humana.

Si en alguna ocasión ha visto los carteles publicitarios de nuestra entidad ya sabrá que no somos solo un banco, sino también una gran familia. Por este motivo nos hemos tomado tan en serio la ausencia de su nombre en la lista de nuestros clientes y hemos llegado a una solución que esperamos sea satisfactoria para todos. A partir del próximo día 20, le enviaremos a su actual banco una orden de cobro de 15 euros cada mes, con la que nos compensará, aunque solo sea parcialmente, por el negocio que estamos perdiendo por el hecho de que haya preferido los servicios de otra entidad bancaria.

Esta decisión se enmarca en una ambiciosa operación que estamos llevando a cabo en toda España y que más adelante ampliaremos a los 17 países en los que tenemos oficinas, con el objetivo de dar un mejor servicio no solo a nuestros clientes, sino también a los que aún no lo son.

Piense que en España hay, aproximadamente, 45 millones de personas que no son clientes de nuestra empresa, por lo que estamos dejando de ingresar varios millones de euros en concepto de intereses de todo tipo. Consideramos imprescindible que estas personas nos compensen por el perjuicio económico que nos están causando al haber optado por otras entidades.

Se trata de una iniciativa pionera que hemos puesto en marcha junto a otros bancos europeos para compensar lo que, en cierto modo, podríamos llamar robo, ya que si usted no recurre a nuestros servicios, nos está quitando lo que de otra forma sería nuestro. Así lo han entendido tanto el Banco Central Europeo como la Comisión Europea, que han acogido con los brazos abiertos esta iniciativa y han aprobado la creación del Canon de Compensación Bancario Jaime Rubio, así llamado porque fue su situación la que nos empujó a sacar adelante esta propuesta.

El perjuicio no es solo económico, ni mucho menos. Hemos visto su nómina y no es que nos vaya a dar muchas alegrías. El problema principal es que usted está hiriendo nuestros sentimientos con su fría indiferencia.

Nuestro presidente pasa noches en vela pensando qué está fallando, por qué usted y otros tantos como usted están obviando las ventajas, por ejemplo, de nuestro depósito Redondo, llamado así en su honor de don Ezequiel, a quien se le ocurrió la idea en un sueño: usted nos deja su dinero, no lo puede tocar en cinco años y, transcurrido el periodo, lo recupera tal cual, sin haber perdido ni un solo céntimo (¡ni uno!). Por no hablar nuestra hipoteca con dación en pago. Si usted no puede devolver el dinero, solo tiene que darnos su casa, medio millón de euros, tres vacas y todos contentos.

Deseamos con todo nuestro corazón no cobrarle este canon, a pesar de que consideramos que es justo. Porque lo que realmente queremos es que se una a nuestra entidad y pase así a formar parte de nuestra gran familia. La directora de la sucursal de su zona, doña Sofía, estará encantada de recibirle cuando usted quiera (el próximo jueves a las 10:30 h.) y de ofrecerle una solución que, como mínimo, le ahorrará 20 euros al mes.

El día del fin del mundo

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Ya te dije que vendría a terminar unas cosillas. Aquí, mucho cachondeo con que el mundo se acaba, pero si no contabilizo los gastos y ordeno las transferencias, la semana que viene los tengo a todos en la puerta del despacho preguntándome qué pasa con los 17 euros del taxi o los 78 de la cena.

Pero sí, es verdad que estoy solo en la oficina. Al final, soy el único pringado, para variar. Le pedí a Sonia que viniera a echarme una mano, pero se puso hablar de lo único de lo que habláis todos, de los dichosos meteoritos, y me colgó.

Menos mal que puedo venir caminando a la oficina, porque el metro estaba cerrado y no he visto pasar ningún autobús. Hacía calor con el traje, pero bueno, me he quitado la corbata. Sé que no es lo correcto, pero bah, entre que es viernes y que el cielo está en llamas, no creo que me llamen la atención. Es impresionante, lo del cielo. Da incluso un poco de miedo. Suerte que ya nos han dicho que son varias decenas de meteoritos que se estrellarán sobre Europa y África durante las próximas horas, porque si no, estaría acojonado.

Ojo, que entiendo lo que me decías esta mañana. Y lo que me has repetido por whatsapp. Y lo que has escrito en el mail. Admito que no habría pasado nada por pillarme el día libre y pasarlo contigo y con los niños, pero es que estos días en los que la oficina está vacía son los mejores para avanzar faena. No me ha llamado nadie en toda la mañana y solo me ha interrumpido el ladrillazo de un saqueador que ha atravesado la ventana. Se ha equivocado: quería darle a la tienda de electrodomésticos de abajo.

La única pega es que el bar está cerrado y he tenido que tomarme el café de la máquina, que está malísimo y me da acidez. Es raro, lo del bar, porque el tío abre de lunes a domingos y siempre está ahí. No le he visto cogerse un día libre nunca. Es verdad que hoy no le habría salido a cuenta abrir: se habría gastado más en luz de lo que hubiera ingresado en cafés. Pero en fin, me jode que la gente sea tan vaga.

También agobia un poco el calor. No va el aire acondicionado y si abres la ventana parece que respires fuego. Estoy sudando como un pollo. Menos mal que guardo una camisa limpia en uno de los armarios.

Se está tan tranquilo que hasta he puesto la radio un rato. Pero la he apagado en seguida. A la octava vez que oyes el mensaje de emergencia pidiéndole a todo el mundo que se quede en su casa o a cubierto, ya te aburres.

Sí que he visto en un blog lo que me decías de los búnkeres para políticos y millonarios. El jefe creo que se fue a uno de estos. Al final siempre pringamos los mismos. Pero claro, para mandar, hace falta dinero. Y para tener dinero, hay que trabajar, digo yo. Así que ya me dirás tú con qué excusa me voy a pillar el día libre hoy, en septiembre, si solo hace cuatro días que volví de vacaciones. El jefe me habría mirado como si estuviera loco. Ya me parece oírle: “Usted sabrá lo que hace. Con la que está cayendo. Tanto económica como astronómicamente hablando”. Él no ha venido, claro. Siempre hace lo mismo.

Además, te digo una cosa: me da igual lo que hagan los demás. Uno tiene que ser responsable y atender a sus obligaciones. Todos estos que se han quedado en casa luego irán a un bar y querrán tomarse unas cañas. Imagina que el camarero les dice: “No, mire, ahora no puedo atenderles porque unos meteoritos se dirigen a la Tierra y vamos a morir todos”. Me gustaría ver sus caras. Todos indignados, seguro. O cada uno hace su parte o acabamos en el caos.

Además, al final seguro que la Nasa exagera. Es cierto que cada vez hace más calor y el cielo está más rojo, pero me imagino que los meteoritos se desintegrarán antes de llegar al suelo o caerán al mar. Al final siempre caen al mar. No hay motivo para quedarse en casa haciendo el vago y menos con el lío que tenemos aquí, que cada uno entrega la hoja de gastos con los datos que le da la gana. O la fecha está mal, o falta poner el concepto, o no la firman. Siempre lo mismo. Ya no sé cómo decírselo. Pero luego, yo tengo que hacerlo todo perfecto porque si me retraso en los pagos, me linchan.

Saldré a mi hora, eso sí. Igual hasta salgo antes. Como no hay nadie, puedo irme pronto sin tener que soportar miraditas. También he podido avanzar faena mucho más rápido. Ni los jefes preguntan chorradas ni los compañeros molestan con tonterías. Ahora me comeré el tupper y en un par de horitas lo termino todo. Casi seguro que llego a casa antes de las siete y veintitrés, la hora a la que decían las noticias que se acabará el mundo. Así lo vemos juntos.

Ya verás, el lunes tocará madrugar igualmente.

No te puedes quejar

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Disculpa, pero te he oído mientras hablabas por teléfono. Decías que odias madrugar y que odias tu trabajo. Me parece increíble que te quejes por tener un cómodo empleo de oficina que te permite pagarte la cerveza que te estás tomando y el móvil de última generación por el que estabas hablando. Levantarte a las siete de la mañana para ir a tu oficina a aguantar al imbécil de tu jefe es una suerte, un privilegio, y más con la que está cayendo. No te puedes quejar.

Piensa si no en el treintañero que se ha quedado sin trabajo y tiene que aceptar un puesto en una cadena de comida rápida, sirviendo refrescos aguados y patatas aceitosas a adolescentes cuya porquería tendrá que limpiar. Este chico no trabajará de nueve a cinco en una cómoda mesa, contestando a correos electrónicos mientras escucha música. No, a él le esperan turnos de doce horas durante noches y fines de semana a cambio de una cuarta parte de tu sueldo.

Pero es que él tampoco se puede quejar. Al menos tiene un empleo. ¿Tú sabes la suerte que tenemos los que podemos ir a trabajar cada mañana y dedicar las mejores horas de nuestras vidas a cumplir los sueños del presidente del consejo de administración de nuestra empresa? Piensa en ese matrimonio con dos hijos que lleva más de tres años en paro y que ha perdido su casa. Los cuatro han tenido que ir a vivir con el padre de él y todos subsisten a duras penas con su pensión, que no llega a los 700 euros.

Y tampoco se pueden quejar. Tienen una casa en la que vivir. Agua, luz, algo en la nevera y los niños van a la escuela, donde al menos tienen una comida caliente al día. Hay gente que vive en la calle, durmiendo entre cartones o en cajeros, y pidiendo limosna para gastársela en vino.

Pero ellos tampoco pueden quejarse. Viven en occidente: tienen albergues, pueden recurrir a Cáritas, cuentan con hospitales y, trabajando duro, podrían recuperar la vida que muchas veces han perdido porque les daba la gana, que al fin y al cabo nadie les obligaba a ser alcohólicos o pobres.

Más difícil lo tienen quienes vienen de países africanos en guerra y se juegan la vida en pateras para llegar a nuestro país y buscarse la vida trabajando sin papeles, y eso si tienen suerte y no acaban de vendedores ambulantes o en la cárcel.

Ojo, que estos son los afortunados, los que al menos han podido huir. En su país se han quedado chavales de diecisiete años que tienen que empuñar un rifle y cortarles las manos a sus enemigos con un machete, que lo he leído en el periódico. Imagina. Eso sí que es jodido. Hay muchos tendones en las muñecas. Es mucho trabajo.

Pero ellos tampoco tienen derecho a quejarse. Siguen vivos, ¿qué más quieren? Y no como ese enemigo que está tumbado bocabajo, con varios agujeros en el torso y sin manos. Él sí que lo tiene mal.

Y tampoco se puede quejar.

Ya me dirás cómo.

El sentido de la vida: posibles respuestas

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Al final, todo era una broma.

Todo está bien, pero sólo a ratos porque no hay mucha cobertura ni wifi.

Todo estaría bien si supiera la contraseña.

Todo pasa por algo. Normalmente, por joder.

Todo está conectado. Lo cual explica esas espantosas facturas de la luz.

Veré qué puedo hacer, aunque le advierto de que tengo los ojos vendados.

Tienes que abrirte, pero por favor, sin salpicar.

No podemos facilitarle información sobre otro usuario.

¡Camarero, mi agua está mojada!

No hay forma de luchar contra la entropía, es totalmente imposible. Pero he diseñado un método que FUNCIONA.

Nadie puede vivir por ti. No, si pagas tan poco.

Ese era mi autobús. Si corro, no lo pillaré, pero al menos todo el mundo sabrá que ese era mi autobús.

Le daremos los resultados de sus análisis dentro de cuarenta y ocho o setenta y dos años.

Hacer o ser: elige.

Las personas que están delante de nosotros en la cola siempre van más lentas de lo que iremos nosotros. Lo hacen todo mal. Fatal. Si sólo se quedaran un rato a ver cómo lo hacemos nosotros, podrían aprender cómo se hacen las cosas. Pero prefieren irse porque creen que ya lo han hecho todo.

Creía que me vibraba el móvil, pero no.

Buenas tardes, le llamaba para saber si tenía teléfono.

Pilas no incluidas. No funciona a pilas.

Si necesitas algo, dímelo. Me refiero a algo como concepto general, no a algo en concreto. Estoy haciendo una encuesta para saber cuánta gente necesita algo y cuánta no necesita nada.

Lo que quieras. Cualquier cosa. Lo que tú me pidas. No, eso no. Eso tampoco. Yo había pensado en esto.

42

Necesitas aprender a estar solo, esto es algo que te repetimos constantemente las cincuenta personas que estamos encerrados contigo en este ascensor de por vida.

¿Qué ha sido ese ruido?

“¿Tiene algo suelto?”, y le regaló su perro, que se había escapado.

¿Es verdad lo que dicen? ¿Todo lo que dicen?

-Doctor, me duele aquí.

-Pues póngase allí. (Señala a Saturno).

Ven conmigo, si quieres, pero yo no voy.

Hay vida después de la muerte, eso lo sabemos a ciencia cierta. Pero es posible que no se trate de la tuya.

Sería más agradable echarte de menos si no te hubieras ido.

Mi abuela siempre nos decía: “¿Ya os vais? ¿Pero a dónde vais a ir que estéis mejor que aquí?”. Y luego: “Tomad, para que os convidéis a algo”, y nos daba mil pesetas a cada uno.

Lo siento, no hablo español y no soy de aquí.

Tienes que ser fuerte. Y alto. Y rubio. Y con un ojo de cada color.

No me digas lo que tengo que hacer. Sólo contéstame a esta pregunta: ¿qué hago ahora?

Todo pasa. Sólo hay que esperar el tiempo suficiente. La sexta extinción está al caer. Y luego habrá una séptima.

Si estás ahí, da un golpe en la mesa y de paso quítale el polvo, que está hecha un asco.

Va a llover. Pero no sé cuándo.

Mañana. Pero no sé qué.

¿Recuerdas que te dije que todo era una broma? Eso también era una broma.