Google me quiere matar

Man and woman shown working with IBM type 704 electronic data processing machine used for making computations for aeronautical research.
Entendería perfectamente que no me creyera. Pero es pura lógica: si todo está en Google, ¿cómo no iba a estar yo? ¿Cómo no va a estar usted? Está todo y estamos todos. Para eso sirve.

El algoritmo de Google aprende: sabe qué páginas visitas y dónde pasas más tiempo. En qué ciudades estás. Dónde te compras la ropa. Qué te gusta beber y comer. Cuanto más buscas, más nota toma. Al final, tu perfil del buscador es una copia casi exacta de ti. Google te conoce mejor que tu madre. A ella, por ejemplo, jamás le confesarías el porno que te gusta.

Llega un punto en el que el buscador te ofrece opciones casi a medida. Buscamos restaurantes japoneses y los primeros que salen ya son los mejores para ti. Solo hay que comparar y escoger. Lo cual puede ser en ocasiones lo más difícil. Estos dos restaurantes tienen cuatro estrellas en Tripadvisor, por ejemplo. Uno parece que tiene mejor comida, pero el servicio es peor. ¿Qué hago? ¿Voy, a riesgo de esperar demasiado entre plato y plato o de que me traigan algo que no he pedido? ¿O apuesto por pasar una velada agradable con comida simplemente correcta?

Me venían dudas parecidas con muchas de las búsquedas que hacía: ¿voy por esta ruta que es más larga, pero más agradable? ¿Leo el libro bueno pero demasiado corto, el bueno pero demasiado largo o el que dicen que acaba regular? Esta peluquería tiene mejores críticas, pero esta otra está más cerca.

No tardé en darme cuenta de que la forma más sencilla de resolver estas dudas era preguntar a Google. “¿Pero a dónde voy -tecleaba-, a Kenji o a San Shimi?”. El buscador no te contesta de forma clara, no te dice: “Pues a Kenji, que te gustará más”. No es tu amigo, es un algoritmo. Lo sabe todo, o casi todo, pero se expresa con torpeza.

Sin embargo, interpretarlo suele ser más fácil de lo que parece: el primer resultado es Kenji, por ejemplo. O te recomienda un artículo sobre los diez mejores japoneses de Barcelona y San Shimi sale el cuarto, mientras que Kenji está séptimo.

En este caso concreto, acertó. Acabé yendo a los dos y el primero me gustó más, bastante más que el segundo. Pero también debería decirle que fueron noches diferentes, con personas diferentes y con un estado de ánimo también muy diferente.

A la primera la dejé poco después, tras seguir el consejo de Google. Solo llevábamos unas semanas saliendo y tenía dudas. Fuimos a ese restaurante una de las primeras noches, antes de esas dudas, y todo fue bien.

Fue unos días más tarde cuando le pregunté a Google: “Oye, ¿y qué hago con Natalia? Me gusta, pero no sé si lo suficiente como para comprometerme con ella largo plazo. Lo que no quiero es seguir por inercia, simplemente porque estoy bien, y dentro de unos meses darme cuenta de que no estoy enamorado”.

La respuesta de Google fue larga: para interpretarla correctamente tuve que llegar a la tercera página de resultados. “No te veo muy convencido. Te lo noto”. Entre los resultados salía un horóscopo, un texto motivacional, una película romántica… Todo acababa mal.

Al segundo restaurante fui con una compañera de trabajo. Lo propuso ella y le dije, espera que lo miro, y pregunté a Google si era buena idea ir de cena apenas unos días después de una ruptura. El sí era bastante claro, así que acepté.

En el restaurante y cuando la conversación comenzó a animarse, me comentó que le había parecido raro que tecleara algo en el móvil antes de aceptar su propuesta. ¿Estaba consultando la agenda? ¿Me había entrado un mensaje importante que debía contestar? ¿Era una broma que no había entendido?

No, le dije, consulto a Google. Al principio pensó que era un chiste y simplemente se rió. Pero cuando vio que lo usaba para elegir el postre (dudaba entre el coulant y la tarta de manzana), se dio cuenta de que iba en serio. Tecleé otra pregunta. Vaya, le dije al ver los resultados de la búsqueda, veo que esto no te hace mucha gracia.

No volvimos a quedar.

Me di cuenta de que debería haberle preguntado a Google si debía comentarle a ella o no que usaba Google para tomar decisiones. Me habría podido advertir.

Aprendí la lección y comencé a preguntarle todo al buscador: le consultaba qué ropa debía comprarme, qué película debía ver, a qué hora debía acostarme y cada paso que daba en el trabajo. Incluso me llevaba la tablet a las reuniones, con la excusa de que allí tenía datos que necesitaba. Lo cual, en cierto modo, era cierto.

Le aseguro que me fue bien. Rechacé una oferta de trabajo en una empresa que cerró seis meses después. También me hice budista, lo cual me trajo mucha paz. Y maté a todos aquellos gatos. Ahora el barrio está mucho más limpio.

Ha habido momentos difíciles, como cuando cambié de compañía de internet y de móvil a la vez. Por culpa de un error administrativo me pasé cuatro días sin conexión ni en casa ni en el teléfono. La primera e inesperada tarde sin Google la pasé tumbado en el sofá, con la luz apagada y completamente tapado con una manta. No me atreví ni a encender la televisión.

Al día siguiente me programé bien la tarde antes de salir de la oficina: qué hacer, si planchar o descansar, qué cenar, con qué distraerme y a qué hora acostarme.

Al final, en Google se enteraron de lo que estaba haciendo. Si todo está en Google y yo estoy en Google, la forma en la que uso Google también está en Google.

Vinieron una chica y un chico a verme desde San Francisco. Me gustaron las gafas de ella, pero a él le faltaba una barba. “No puedes venir de San Francisco sin barba. Entiendo que no lleves gorro de lana, porque en Barcelona hace calor, pero necesitas una barba. Y a los dos os faltan unos latte para llevar en vaso de cartón”.

Me explicaron que estaban muy contentos con el uso que había descubierto para su buscador y querían hablar conmigo para ver cómo podían convertir esta práctica en una app para el móvil. Tendría una interfaz más sencilla y sabría interpretar los resultados y dar una respuesta en forma de frase, simplificando todo el proceso.

Les hice una demostración. Unas cuantas preguntas que lo dejaban claro. Por ejemplo, qué podíamos hacer el resto de la tarde. Según Google, no había duda: el chico tenía que esperar en la salita mientras ella y yo íbamos al dormitorio. Se rieron hasta que se dieron cuenta de que yo nunca bromeo con Google. Decidieron probar con sus móviles. A ella le recomendaba que no me hiciera ningún caso y que yo no era su tipo, mientras que a él le proponía que nos fuéramos los tres a la cama.

Me encogí de hombros: cada perfil de Google es un mundo, les dije. Es un consejero personal, que se adapta a las preferencias y necesidades de cada uno sin tener en cuenta las de los demás, así que es normal que haya diferencias y conflictos.

La app salió casi medio año más tarde y ese día fue la aplicación de pago más descargada. Un éxito considerable teniendo en cuenta que era una idea revolucionaria. Literalmente, porque causó la guerra civil en Estonia. Les envié un mail a los dos chicos que me visitaron para que no se sintieran mal, recordándoles los consejos erótico festivos de aquella tarde: Google decía lo más adecuado para cada persona, pero eso no era necesariamente lo mejor para todo el mundo. Ni para toda Estonia.

Por supuesto, yo también me bajé la app y aunque al principio la usaba todo el rato, contento porque era muy cómoda, me acabé sintiendo estafado, como usted comprenderá.

Le pregunté si no sería justo que yo recibiera parte de los 0,99 euros que costaba. “No, qué va, todos los datos son de Google. Por no hablar del desarrollo. Tú no has tecleado ni una sola línea del código”, respondió la app.

Pero la idea había sido mía, era yo quien se había dado cuenta de las posibilidades del buscador. “Las ideas surgen al cristalizar el zeitgeist de un momento determinado -me contestó Google-. La sociedad genera un caldo de cultivo para que surjan respuestas a las necesidades que se plantean. La teoría de la evolución la desarrollaron de forma independiente Wallace y Darwin. Lo mismo pasó con el teléfono: Meucci y Bell”.

Pero qué cojones dices. “No sueltes tacos”.

Lo peor comenzó cuando pensé en demandar. La app me aconsejó que no lo hiciera. Eso lo entiendo. Google no es tonta. Lo grave fue que lo hizo sin que le preguntara. Una mañana, mientras trabajaba, vi que se encendía la pantalla y aparecía una notificación: “Sé lo que estás pensando. Pero no es buena idea. Primero porque no tienes razón y segundo porque gastarías todos tus ahorros en un pleito que se alargaría años y que terminarías por perder”.

Cómo has sabido que pensaba en eso, tecleé. “Hombre, llevas un par de días sin preguntarme nada y un buen tiempo mosqueado con el tema.

Eso me convenció. Si se esforzaba tanto en que desistiera, tenía que ser porque la app tenía algo de miedo y yo, algo de razón.

Intenté buscar abogados, pero Google me ocultaba los resultados. Me salían series como The Good Wife y los libros de John Grisham. Tuve que usar el ordenador de un compañero de trabajo para encontrar y anotar (en papel, por si acaso) varios números de teléfono.

Este es el primer despacho que visito y espero que acepte el caso, porque no tengo muchas ganas de seguir buscando. Más que nada porque Google intenta matarme. No sé si soy una molestia o un peligro. Pero me quiere quitar de en medio.

Me quedó claro cuando consulté en Maps la ruta para llegar hasta aquí. Ya, ya lo sé. Podría haber mirado en cualquier otra aplicación. O en una guía de papel. Pero, no sé, la costumbre, la comodidad. Además, no escribí que quería venir a este bufete, sino que di una dirección que está un par de cruces más abajo.

Cogí el coche y seguí la ruta indicada. Me llevó por una carretera en obras que daba a una zanja. Al final no fue más que un susto, pero pasé tres días en el hospital y aún llevo el tobillo vendado.

Me enfadé tanto que teclée unos cuantos insultos. Google se hizo el loco: “Qué zanja ni qué zanja”. Me desinstalé la aplicación, pero volvió a instalarse sola. “No seas así”, me dijo. Tiré el móvil a una papelera.

Llegar hasta aquí no fue fácil. Creí que ir a pie sería más seguro, pero nada más salir a la calle un tipo me comenzó a pegar en la cabeza con un paraguas mientras gritaba “lo siento, lo siento”.

Nos separó un policía. “Verá -se explicó, avergonzado-, estaba buscando en la nueva app de Google el nombre de la actriz cómica esta, la rubia que… La de la peli esta… Bueno, no lo sé aún, porque lo único que me ha dicho es que pegue al primer tipo con el que me cruzara por la calle”.

De acuerdo, podría ser un error de la aplicación que no tuviera nada que ver conmigo, pero recuerde que Google me conocía tan bien que sabía que estaba pensando en demandar sin que le dijera nada. Al fin y al cabo, todo está en Google. Y si todo está en Google, ¿cómo no iba a estar también la ruta que seguiría para venir a visitarla?

Quise volver a casa a cambiarme la camisa, que estaba rota, pero al acercarme al portal vi que me esperaba el portero con una escopeta de caza. En cuanto me vio, cerró el ojo derecho y se acercó la culata a la oreja. Me metí por un callejón y oí un disparo y varios gritos. No sé si le dio a alguien.

He venido corriendo hasta aquí, cambiando de acera cada vez que veía a alguien mirando el teléfono. Es decir, todo el rato. Una furgoneta me ha intentado atropellar. Creo que le ha dado a un perro.

Y este es mi caso. Sé que enfrentarse a Google es una tarea dura, casi imposible. Pero me parece justo que me den lo que me deben. O al menos, que no me maten.

No sé si me cree, insisto. Y lo entiendo. Es probable que usted también tenga la aplicación bajada y que esté pensando en consultar si debe o no representarme. Eso en realidad podría ser bueno para mí: con independencia de la respuesta, el hecho de que usted consulte la aplicación sería una muestra de que cree que se trata de un programa útil y, por tanto, es posible que esté de acuerdo en que merezco alguna compensación por haber tenido la idea.

Pero, claro, lo más probable es que la aplicación no le conteste que sí. Ni que no. Puede que ni siquiera se limite a llamarme loco. Probablemente le aconsejará coger ese pisapapeles y golpearme en la cabeza con él.

No lo sé.

A saber lo que piensa Google.

Preguntémosle.

Autor: Jaime Rubio Hancock

Yo soy el mono de tres cabezas