Odio el café tibio

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No hay cosa que odie más que el café tibio. Quizás Friends. Por eso siempre pido el café con la leche caliente. El café tibio sabe a ropa interior sucia. A sábanas que hay que cambiar desde hace días. A esa caja de cartón que nunca te acuerdas de bajar a la basura.

Y por eso me reventó tanto darme cuenta esta mañana de que mi café estaba tibio. Era el segundo café del día, que es el mejor. El primero es por pura necesidad. Solo y sin azúcar. En casa. El segundo me lo subo de la cafetería al trabajo y ya es con leche porque no me fío del café ajeno. Aun así, es el que más disfruto: me consuela al inicio de mi jornada laboral. Vale, tengo que trabajar. Estoy encendiendo el ordenador. Seguro que cuando abra el correo me encuentro con algo horrible. Pero al menos estoy tomando café.

Como estaba tibio, preferí no seguir bebiendo. Al cabo de unos minutos ya estaba frío. Poco después empezaron a formarse los primeros cristales de hielo. En apenas un rato, el café se había congelado del todo: era un bloque marrón helado.

El café se enfría, pero ya sabemos lo que ocurre con el hielo: se derrite. Tardó un poco, pero al cabo de un rato ya era de nuevo un líquido frío. Poco después se quedó tibio. Qué asco. Pero tras unos minutos se había calentado lo suficiente como para bebérmelo.

Lo malo es que me quemé la lengua.

(Imagen: Flickr Commons)

Autor: Jaime Rubio Hancock

Yo soy el mono de tres cabezas