Los últimos años ya no le gustaba contar la historia. Como nadie le creía, se enfadaba, fruncía los labios y gruñía, diciendo con un marcado acento extranjero que todo el mundo se burlaba de él y que nadie le tomaba en serio.
Pero todo el mundo en la isla la sabía y se la había relatado a alguien: hacía casi un cuarto de siglo, había venido a pasar una semana de verano, solo, con una mochila como único equipaje. La noche antes de volver a casa, salió, como todas las noches. Tomó varias cervezas de más, acabó en casa de gente a la que no conocía de nada y regresó al hostal cuando estaba amaneciendo.
Como era de esperar, se quedó dormido. Ni se duchó: bajó tan deprisa que casi se cayó por las escaleras, pagó la semana de estancia sin mirar la factura y cogió un taxi, a pesar de que apenas le quedaba dinero.
Aun así, perdió el vuelo.
Volvió del aeropuerto haciendo autoestop. Sin saber muy bien qué hacer, fue hasta la playa a la que iba cada tarde y se sentó con su mochila, su camiseta y sus tejanos, entre los turistas que estaban tomando el sol. Contó su dinero: apenas se había acostumbrado a aquella divisa, pero sí sabía que tenía lo suficiente para tres o cuatro cervezas. O dos cervezas y un bocadillo.
Volvió al hostal, donde le dejaron llamar a la embajada. Le dijeron que tendría que pagarse otro billete. No había más. La dueña del hostal también le dejó llamar a su familia, a pesar de ser conferencia. Pero su padre le colgó. Había dejado la universidad hacía dos años para irse de fiesta y de viaje, y ni siquiera les había llamado en todo este tiempo. Lo mismo con sus amigos, que le pusieron excusas: no tengo dinero, tengo que pagar la matrícula, déjame mirar y ya te diré…
-¿Por qué no trabajas en el bar de mi hermano? -Le propuso la dueña del hostal, que le miraba con una piedad comprensiva, pero también algo burlona-. Está buscando a gente.
Aceptó. Pensó que podría trabajar el resto del verano y ahorrar lo suficiente para el billete de vuelta. Pero el sueldo no era nada del otro mundo y tenía que pagarse una habitación y, claro, ropa, comida y demás gastos, por lo que apenas podía apartar algo de dinero de su sueldo. En fin, pensó, poco a poco. Me puedo quedar unos meses más. Tampoco es como si me estuvieran esperando.
Además de los gastos más o menos obligados, la isla seguía siendo tan atractiva para él como cuando estaba de vacaciones, así que de vez en cuando se permitía el pequeño lujo de ir a sus bares y discotecas favoritas, donde contaba su historia, que al cabo de unas semanas ya nadie tomaba en serio.
-¿Pero todavía no has ahorrado para el billete?
-Casi lo tenía, pero se me rompieron los zapatos y, claro…
-Si no bebieras tanta cerveza…
-¡Tengo derecho a tomarme una cerveza de vez en cuando!
Gracias a una conversación similar conoció a su novia.
-No te enamores, que en cuanto ahorre lo suficiente me vuelvo a casa.
-¿Pero cuánto tiempo llevas aquí?
-Un año y medio.
Y, claro, ella se reía y pensaba que aquel muchacho despistado era muy gracioso.
Poco a poco le comenzó a molestar el escepticismo en torno a sus intenciones. Sabía que era difícil de creer que le estuviera costando tanto ahorrar, pero también le resultaba muy molesto que cada día alguien le hiciera la misma broma en la cafetería.
-Anda, cóbrate, que si no, no vas a poder ahorrar para el vuelo.
-El bar no es mío. Si no dejas propina…
Él lo decía muy en serio, pero los clientes se reían, pensando que no era más que una salida ingeniosa.
-No, en serio. La boda nos ha costado mucho dinero y no colaboráis.
-Pide un aumento.
-¡Ya lo hice! ¡Y me dijo que no!
Ni siquiera su mujer le acababa de creer, a pesar de su insistencia.
-No sé si quiero tener niños. Es mucho gasto. Y no nos hacía falta una casa tan grande. Cuando me vaya, te van a sobrar habitaciones. Así no voy a poder ahorrar nunca para el billete de vuelta.
Aun así, tuvo tres hijos: dos niñas y un niño. Su situación económica era tan apretada que no dudó en hacerse cargo del bar cuando el dueño se jubiló, pensando que siendo su propio negocio podría ahorrar más fácilmente.
Que en el banco le concedieran el préstamo para el traspaso le sorprendió y también le enfadó.
-Vine hace cinco o seis años y no me prestasteis el dinero para el billete.
El director de la oficina, que desayunaba cada día en el bar, se rió mientras le indicaba dónde tenía que firmar.
-No, pero lo digo en serio.
-Somos un banco pequeño, no le daríamos un crédito a una persona que quiere irse a miles de kilómetros de aquí.
-Pero me conoces. Te pagaría.
-Con este bar te vas a hacer rico.
No se hizo rico, claro.
-¡Este local es una ruina! -Explicaba a los clientes-. ¡Me han hecho una inspección los del ayuntamiento y tengo que cambiar toda la instalación eléctrica! Y eso por no hablar de los gastos de casa. ¡Mis hijos quieren ir a la universidad! ¡Los tres! ¡No son tan listos!
-Claro, y la mujer se querrá ir de vacaciones.
-No, eso no -contestaba, muy serio-. Vivimos en una isla del Mediterráneo, no necesita irse de vacaciones a ningún sitio.
Seguía trabajando duro e intentando ahorrar, pero siempre surgía un gasto más o menos imprevisto, como una reparación en el coche o un regalo de cumpleaños.
-Entiendo que la gente no me tome en serio -le confesó una vez a un vecino con el que de vez en cuando jugaba a las cartas-. Pero es que ahorrar es muy difícil hoy en día. Y los billetes suben de precio cada año.
-Qué me vas a contar. Yo siempre he querido una guitarra eléctrica. Pero hemos tenido que comprarle un ordenador al niño. Se ve que lo necesita para el colegio, pero yo le veo todo el día jugando.
-La informática es el futuro.
-Eso es verdad, pero yo quiero una guitarra.
-¿Sabes tocar?
-¿Cómo voy a saber tocar, si no he podido comprarme ninguna?
Un día llegó a casa muy contento.
-¡Cariño! ¡Lo tengo!
Su mujer no sabía de qué hablaba.
-¡El billete! ¡Al fin puedo volver a casa!
Ella creía que seguía de broma, hasta que le vio hacerse la maleta.
-Vas a arrugar las camisas con la tontería.
-Que no, que me voy de verdad. Solo me llevaré esto. En mi ciudad hace mucho frío y no necesitaré toda esta ropa.
-¿Pero estás hablando en serio?
-Claro.
-¿Y todos estos años juntos?
-Te dije que estaba ahorrando.
-¿Pero y yo qué?
Se la quedó mirando sin saber de qué hablaba. Se encogió de hombros y musitó que, en fin, la había avisado desde siempre, vaya, desde el primer día le había dicho que, bueno, que estaba ahorrando para, esto, volver a casa.
-Pensaba que no lo decías en serio, que solo era una forma de hablar.
Se volvió a encoger de hombros y repitió de nuevo, más o menos, todo lo que le había dicho, es decir, que, vaya, que nunca la había engañado.
-Entiendo que los clientes del bar no me crean, pero tú eres mi mujer. Esperaba algo más de ti.
Los hijos estudiaban fuera y no hubieran llegado a tiempo para verle e intentar convencerle de que se quedara, pero sí que le llamaron por teléfono después de que su madre les explicara sus intenciones, llorando, pero de rabia. “Vuestro padre es tonto. Decidle algo, porque su vuelo sale mañana y el muy idiota es capaz de irse”.
-Papá, no puedes irte ahora.
-Llevo más de veinte años ahorrando.
-Tienes una familia.
-¡Os avisé de que estaba ahorrando! ¿Por qué no me escucháis? Nunca me hacéis caso.
-Pero allí no te queda nadie. Y no has vuelto en todo este tiempo.
-¡Porque no había conseguido ahorrar!
-¿Y nosotros, qué? ¿Y mamá? No puedes dejar a mamá sola.
-¡No es mi problema! ¡Estaba ahorrando! ¡Os lo dije miles de veces!
A la mañana siguiente se fue a la parada de autobús, muy enfadado, dejando en casa a su mujer, que estaba aún más enfadada.
-¿Pero en serio te vas? -Le preguntó un cliente habitual, al cruzárselo por el camino.
-Llevo veinticuatro años diciéndolo. Veinticuatro.
-Por eso mismo. Pensábamos que era broma.
-Nadie me hace caso nunca.
-¿Y el bar?
-¡El bar es una ruina! ¡Solo funciona uno de los fogones! ¡Hay que cambiar la cocina entera!
Se puso a hablar de la mala idea que había sido la compra del bar. Lo había tenido que cambiar de arriba a abajo. Nada funcionaba bien. Y encima, solo había hecho apaños, ni siquiera había conseguido dejarlo como a él le hubiera gustado.
-Bueno, eso ya da igual. Vuelvo a casa.
Pero con tanto hablar, perdió el autobús. Llamó a un taxi, pero tardó en llegar y, por mucho que le pidió al conductor que se saltara los límites de velocidad -cosa que por otro lado no hizo-, no consiguió llegar a la puerta de embarque a tiempo.
-¿Y ahora qué hago? -Le preguntó a una empleada de su aerolínea.
-La tarifa del billete no admite cambios. Tendrá que comprar otro.
-No pude ahorrar nada más.
Volvió al bar en autoestop y sin pasar por casa. Su mujer ya había abierto.
-Ya sabía yo que no hablabas en serio.
-Vengo del aeropuerto.
-Claro, claro.
Los primeros clientes de la mañana le saludaron con la broma habitual, pero ahora ya renovada.
-¿Pero no te ibas?
-He perdido el avión.
-Vaya, qué mala suerte.
-¡Es verdad!
-¿Y qué vas a hacer?
-Pues ahorrar para volver a comprarme otro, vaya pregunta más estúpida.
Se oyeron un par de carcajadas. Apretó los labios y retorció el trapo que tenía entre las manos.