
Decidí financiar mi propia serie y después, con el proyecto al menos en marcha, vendérsela a Netflix, que lo compra todo, o a HBO, que apuesta por productos de calidad. Mi plan era rodarla a muy bajo coste: yo dirigiría e interpretaría a todos los personajes; Damián, dueño del último Fotoprix del barrio, se iba a encargar de la dirección de fotografía, y Ángeles, propietaria del último videoclub de Europa, iba a ayudar con la producción. Pero nos faltaba dinero, al menos para comprar unas cuantas pelucas. Además, mis guiones iban ya por unos doce o trece personajes con texto y yo solo sé poner ocho voces diferentes, por lo que necesitaríamos contratar a algún actor más, aunque fuera a cambio de un par de bocadillos, la divisa habitual en la industria televisiva.
Como de costumbre, comenté mis problemas de financiación en el Bar Ma y Te, mientras me tomaba un café con leche, agitado y no revuelto. A pesar de que por lo general solo me dejan entrar al bar si prometo callarme, en esta ocasión no solo no me echaron a patadas, sino que uno de los parroquianos me dio una idea:
—El dinero no crece en los árboles.
—Lo sé, lo he comprobado mientras venía de camino. En realidad son hojas.
—El dinero no se hace, hay que hacerlo.
—Efectivamente.
—¿Por qué no haces dinero?
Cierto: ¿por qué no hacía dinero?
—¿Estás bien? —Preguntó Maite, la dueña del bar.
—Sí, ¿por qué lo preguntas?
—Estás hablando solo.
Cierto: esa conversación la había mantenido yo conmigo mismo, pero poniendo voces. Y Maite solo me había reconocido porque no llevaba pelucas. Necesitaba financiación con urgencia.
Decidí poner en marcha mi idea: lo primero que hice fue ir a la papelería y pedir unos cuantos miles de resmas de papel moneda, para probar.
—Lo necesito de fibra de algodón… ¿Lo tienes con marcas de agua?
—¿Es para imprimir dinero?
—Sí.
—Pues vas a necesitar también unos cuantos hologramas.
—Cierto.
—Me quedan pocos, solo unos ocho mil, porque se han puesto de moda entre los niños y has venido justo después del recreo. Pero puedo encargar más.
—Perfecto. También necesitaré una impresora industrial.
—¿Láser?
—¿Láser? ¿Cómo en el futuro? Sí, sí, láser, sin duda. ¿Vuela?
—Claro que vuela. Es láser.
No quería imprimir dinero en casa, para no asustar a mi gato imaginario con el ruido, por lo que alquilé un local que después de las obras y debido a mi perfeccionismo acabó siendo una réplica perfecta de la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre. Incluso había construido androides que eran réplicas exactas de todos y cada uno de los trabajadores, incluido Rodríguez, que le cae mal a todo el mundo. Eso sí, estaba en Torrejón de Ardoz, donde el suelo es más barato. Pensé en construir el edificio sin suelo, para ahorrar, pero me encantan las alfombras.
Los primeros billetes me salieron regular: me salían divisas inexistentes, como la fruspia, el pezón de oro y el dólar canadiense. Tras varios meses de trabajo conseguí imprimir los primeros euros, aunque aún no eran perfectos: eran solo por valor de números primos, lo que era un lío si tocaba dividir cuentas.
Estaba intentando dividir 823 entre algún número cuando vino una señora muy enfadada a verme.
—Buenas, soy la ministra de Economía, cuyo nombre seguro que usted ya conoce porque es una persona informada. ¿Está usted imprimiendo dinero?
—Efectivamente. Necesito financiar una serie.
—¿Pero, hombre, por qué no se la vende a Netflix, que lo compra todo, o a HBO, suponiendo que se trate de un producto con la calidad suficiente?
—No es tan fácil.
Estuvimos un buen rato hablando sobre los sinsabores de la industria televisiva, hasta que se acordó de por qué había venido.
—¡Usted no puede imprimir dinero!
—Claro que sí, somos la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre, lo pone en la puerta.
—¿En serio?
—Sí, se ha confundido. Los falsificadores son los otros. Entiendo el error, porque nos parecemos mucho. El truco está en preguntarles. Si contestan que son los de verdad, mienten. Es lo primero que te enseñan en la escuela de falsificadores.
—Pero ellos también tienen un cartel en la puerta en el que pone Fábrica Nacional de Moneda y Timbre.
—¿Y ellos hacen timbres como este?
Le mostré un timbre de bicicleta clásico.
—La verdad es que es un buen timbre.
—Mire este otro de hotel. Escuche que “dring”. Barceló nos ha encargado seis mil quinientos.
—¿Para sus hoteles?
—No, me refiero a Juan Barceló. Es un amigo mío que colecciona timbres.
—La verdad es que es un señor timbre.
—Tenga, se lo regalo.
—No, por favor, no podría.
—No se preocupe, si es de muestra.
—Ya, pero aun así no puedo aceptarlo. Entiéndalo, soy la Ministra de Economía, cuyo nombre usted conoce al ser una persona informada…
—Claro que lo conozco.
—¿Sí? Pues dígamelo. Es que no leo la prensa (quién tiene tiempo hoy en día) y me da vergüenza admitir que no sé cómo me llamo.
—Matías Prats.
—¿Seguro? No suena bien.
—Bueno, a ver, Matías Prats, pero el junior.
—Ah, ya puede ser.
—Tenga el timbre y, de regalo, un millón de euros en billetes de 409.
—Bueno, el timbre pase, pero los euros no me los puedo quedar…
La ministra, Matías Prats, se fue encantada, pero volvió a las pocas horas aún más enfadada que antes.
—¡Oiga! ¡Que en la otra Fábrica Nacional de Moneda y Timbre me han dicho que la falsa es esta!
—Mire, ahora no puedo atenderle porque los robots han tomado conciencia de su situación y están rebelándose contra su creador, es decir, yo mismo.
—Pero es que esto es urgente.
—¿Y no puede esperar?
—Pues claro que no.
—En fin, escóndase en este armario conmigo y hable bajito, que me están buscando para preguntarme por qué les creé y cuál es el sentido de la vida. Por cierto, ¿quiere un timbre? Este lo puede poner en la puerta de su casa. Toque, toque.
—Anda, si suena La cucaracha.
—Es divertido a la par que elegante. Ana Julia Cristina Remedios Patricia Botín tiene uno igual en su casa.
—¿Y cuánto cuesta?
—Pero señora Prats junior, ¿cómo le voy a cobrar por un solo timbre, si nosotros somos mayoristas?
—¡Lo está volviendo a hacer! ¡Me está despistando con su palabrería y sus estúpidos y sensuales timbres! ¡Esta es una Fábrica Nacional de Moneda y Timbre falsa! ¡Tiene que cerrarla!
—¿Pero por qué?
—Imprimir demasiado dinero puede provocar inflación.
—Está bien, pues no imprimiré “demasiado” dinero —contesté, haciendo el signo de las comillas con los dedos del pie.
—Eso dicen todos. Pero luego me vendrá con lo de que nunca es demasiado.
—Por otro lado, nadie sabe qué es la inflación. Es un misterio, como por qué cae agua del cielo.
—Claro que se sabe lo que es.
—¿Ah, sí? A ver, ¿qué es la inflación?
—Es lo contrario a la deflación.
—¿Y la deflación?
—Oiga, que yo no estoy a examen.
—No lo sabe.
—Aquí no estamos hablando de mí.
—No, ya. Pero no lo sabe.
—Por supuesto que lo sé, soy la ministra de Economía, Matías Prats junior.
Al final y con tanto ruido, nos descubrieron dos robots, el gerente y uno de los operarios, que entre lágrimas me preguntaron si cuando murieran me los iba a llevar al cielo conmigo.
—¿Sí? —Contesté—. En todo caso, ¿cómo van esos millones?
—¡No podemos trabajar por culpa de la angustia de la vida! ¡Nos sentimos como si estuviéramos al borde de un precipicio! ¡Cuando miramos al abismo, experimentamos miedo y vértigo, pero también la casi incontenible pulsión de dar un paso al frente y dejarnos caer!
—¡Y cuando miramos al abismo, el abismo nos devuelve la mirada!
—Huy, no, no —dije—. Kierkegaard pase, pero nada de Nietzsche.
—¿Qué ocurre? —Preguntó la ministra.
—Nada, que se me han roto los robots.
Esa misma tarde cerré mi Fábrica Nacional de Moneda y Timbre. Llegué a un acuerdo con la ministra: ella se podía quedar el timbre de La cucaracha y un par de politonos para su móvil y, a cambio, yo podía llevarme a casa varios millones de euros. Me los llevé en un solo billete. En ese momento me pareció cómodo, pero fue un clarísimo error, porque nadie sabe cuánto cambio darme para “varios millones” de euros.