Extrañas y sorprendentes aventuras de Jaime Rubio, náufrago

Foto: Adriel Kloppenburg (Unsplash)

Día 1

Yo, pobre y miserable Jaime Rubio, habiendo naufragado con el mar en calma, llegué más muerto que vivo a esta desdichada isla a la que llamé Isla de la Desesperación, mientras que el resto de la tripulación del barco supongo que está bien porque no les ha pasado nada, al menos que yo sepa.

Mis desdichas comenzaron la noche anterior. Insistí en comentarle al capitán del crucero que yo podía conducir el barco mucho más rápido que él. “Mañana estamos aparcados en Grecia o dónde sea que vayamos”, le dije. Herido en su orgullo, me gritó que abandonara la cabina del piloto (que él insistía en llamar “puente de mando”, a pesar de que estábamos en el mar y no cruzando un río) y me dijo que me fuera a algo llamado “cubierta”. Tras unos cuantos gritos más, logré entender que se refería a la terraza, que no tenía techo, por lo que era absurdo referirse a ella con ese término.

Una vez allí, me di cuenta de que se trataba de una terraza peligrosísima, porque cualquiera podía caerse. Bastaba con ponerse de pie sobre la barandilla y perder el equilibrio. Cosa que me ocurrió al tercer intento, mientras gritaba “¡que venga el conductor a la barandilla de la derecha!”.

El mar me ha traído a la costa de este islote en apariencia desierto. Por suerte, soy un hombre con recursos: he visto varios episodios de El último superviviente y sé que todo irá bien siempre que coma al menos una lagartija y pueda pasar la noche en un hotel.

Lo primero que necesitaba era construir un pequeño refugio, por si llovía. Como no he visto vegetación, he levantado un enorme castillo de arena. Bueno, a ver, no es un castillo, es más bien un chalé. Tiene dos plantas, con un un total de cinco habitaciones y tres baños. Me he hecho una terraza muy grande (o una “cubierta”, como la llaman los marineros) donde he escrito un mensaje con conchas para los aviones que sobrevuelen la isla:

“NO ESTOY AL DÍA CON JUEGO DE TRONOS. NADA DE SPOILERS, POR FAVOR”.

También he decidido escribir este diario en las paredes de la casa con ayuda de un palo que he encontrado en la playa y al que he llamado Palo.

Día 2

Al despertar he tenido el primer contacto con los nativos. Han venido hasta la playa en grupos de dos a cinco. Tienen la piel muy roja y visten ropa de manga corta y colores llamativos. Se tumban sobre mantas de tela y guardan extraños rituales. Por ejemplo, después de comer no pueden acercarse al agua durante dos horas, dado que podrían provocar la ira de sus dioses. Beben un líquido parecido a la cerveza y comen melón, sandía y superchocs.

Como no quería arriesgarme a que me capturaran, les he ahuyentado arrojándoles arena, lo que ha hecho que mantengan las distancias.

Mismo día, por la tarde

Se me ha acercado una líder nativa. Vestía una camiseta blanca con una cruz roja y, sorprendentemente, hablaba mi idioma. Quizás lo ha aprendido de oírme gritar:

-Oiga, no puede tirar arena a la gente que viene a la playa.

-Te llamaré Viernes. Si hoy no es viernes, te llamaré Hoy.

-¿Qué?

-Ayúdame a construir una balsa. Tengo que huir de aquí.

-¿Se encuentra usted bien?

-Palo, te presento a Viernes.

-¿Está hablando con un palo?

¿Te he hablado ya de mi libro?

Día 3

La policía nativa ha entrado en mi chalet de arena. Logré huir a tiempo y esconderme detrás de un señor. Desde aquí veo cómo están registrando la casa. Espero que no encuentren mi disco duro de arena con porno de arena. Este señor se queja mucho cuando escribo en su espalda, así que no puedo quedarme detrás de él durante mucho tiempo.

Día 4

He llegado al poblado de los nativos. Parece bastante más avanzado de lo que me imaginaba. Tienen tiendas de tela, pero también hay cabañas de madera, imagino que para los nativos más fuertes.

Me arrastro entre los pinos y llego hasta donde un grupo está preparando su comida. Al parecer, están cocinando al aire libre lo que llaman “paellita”, que es un guiso muy parecido a nuestra “paella”. Pero no tienen ni puta idea, claro. ¿Por qué le echan pimientos? ¿Y trozos de pescado? Eso no es paellita, eso es arrocito con cositas.

Día 5

He pasado la noche en lo alto de un pino. Desconozco la fauna local, por lo que no quería arriesgarme a que me devoraran lobos isleños, osos isleños, leones isleños o tiburones de tierra isleños. Me he despertado muy temprano, antes de que los nativos llegaran a la playa, por lo que he podido pescar con mis manos algo para desayunar. En concreto, dos algas y algo que parece una concha vacía. Suficiente para hacerme una sopa. En el pinar podré hacerme un fuego.

Mismo día, más tarde

El pinar está en llamas.

Día 6

Hoy he hecho un descubrimiento aterrador. Todo ha comenzado cuando la policía de los nativos me ha apresado.

Un inciso: creo que el pinar que he quemado era sagrado porque les ha molestado mucho que lo incendiara.

-¡Ha sido sin querer!

-Lo siento, pero nos tiene que acompañar.

-¡Si se hace sin querer no pasa nada! ¡Los accidentes ocurren!

Me han llevado a una comisaría nativa, un edificio de varias plantas imagino que construido con adobe y paja.

-A ver, ¿por qué lleva usted varios días durmiendo en la playa?

-¿Cómo habláis mi idioma?

-¿Qué quiere decir?

-Habláis muy bien español. ¿Cómo lo aprendisteis? ¿Estoy en el Caribe?

-¿En el Caribe?

-Naufragué y llegué a esta costa hace unos días… No sé dónde estoy…

-En Castelldefels.

-¿Cómo?

-En Castelldefels. Estamos en Castelldefels. ¿Dónde dice usted que naufragó?

-Pues en el mar, dónde voy a naufragar, si no.

-Pues llegó a Castelldefels.

No sé cuánto tiempo estuve perdido en alta mar, pero la conclusión es clara: durante el tiempo que pasé en el crucero o intentando sobrevivir en el agua, los nativos de no sé bien qué isla caribeña invadieron la costa mediterránea.

No sé qué habrá sido de mis compatriotas y hasta dónde habrá llegado la invasión. La policía nativa no contesta a mis preguntas y los agentes quieren quitarme a Palo, con el que seguía escribiendo mi diario (ahora en la pared de la celda). Ignoro cuándo podré seguir con mi narrativa. Solo espero que no me hagan comer “paellita”.

Y yo me pregunto: ¿quién es el verdadero salvaje? ¿Los nativos que nos invadieron? ¿Nosotros, que hemos sido invadidos y, por tanto, en cierto modo, somos los nativos? ¿El capitán del barco, que llamaba “cubierta” a algo que está al aire libre? ¿O mi compañero de celda, que me ha contado que al final del último capítulo de Juego de tronos aparecían los créditos? ¿No te estoy diciendo que NO lo he visto?

¡Vamos a morir todos!

Back-to-the-Future-Day

– 1994 está tan cerca de 2018 como 2042.

– Ha pasado tanto tiempo desde el año 2000 hasta ahora como entre 1982 y el año 2000.

– Hace 27 años del Smells Like Teen Spirit. Kurt Cobain murió con 27 años. Ahora tendría 259 años, como Shakespeare.

– ¿Recuerdas cuando de niño pensabas que la gente de 20 años era muy vieja? Pues ahora tienes 38.

– No solo tienes 38 años, también tienes un tumor en el hígado que te está matando sin que tú lo sepas.

– Si no te mata el cáncer, te matará Antonio Sánchez, ese tío de tu oficina tan raro. Dentro de unos meses se liará a tiros con todo el mundo.

– Los nacidos en el año 2000 ya están en la universidad.

– Han ido en coches voladores y disparando rayos láser por las orejas.

– De niño soñabas con un futuro con coches voladores. ¿Pero para qué quieres coches voladores si morirás atropellado por un tranvía el 12 de noviembre de 2020 a las tres y cuarto de la tarde?

– Por un tranvía. Como en el siglo XIX.

– Han pasado tantos años desde 1899 como desde que Nirvana publicó In utero. 612 millones de años.

– ¿Te acuerdas de los vinilos? Se extinguieron cuando cayó un meteorito.

– ¡Bum! Te acabas de contagiar de sida.

– Tu madre ya ha cocinado la cena y tú aún no te has levantado del sofá.

– Se acaba de ir el autobús que tenías que coger.

– Hace muchos años era 1997.

– Espinete era bisexual.

– Mira tu reloj. Se ha parado porque el tiempo pasa demasiado deprisa y no merece la pena intentar medirlo.

– El lunes compraste uvas. Abre la nevera. Esas uvas ahora son un vino del Priorat con 14 meses de barrica.

– Te estás quedando calvo.

– Hace 10 años que acabó Breaking Bad. Y desde entonces no te callas. Deja de recomendarla.

– Tu sobrino aún no ha nacido. Ocho años más tarde, tu sobrino tiene 52 años y trabaja en un banco.

– Piscis y escorpio se llevan mal.

– Eres zurdo.

– Son las siete y media.

– Son las siete y mediaPASADAS.

– Compraste una cosa en Amazon y ya te llegó.

– Se está haciendo tardísimo.

– Anochece. Anochece EN TU VIDA.

– Aún no te has dado cuenta, pero llevas diecisiete minutos muerto. Los mismos que Kurt Cobain.

A ti te ha mordido un zombi

—Oye, ¿te ha mordido uno de los zombis?

—¿A mí? No, no, qué va.

—¿Seguro?

—Segurísimo. Me habría enterado. Qué cosas tienes.

—Es que te he visto con uno encima.

—Sí, sí, casi me muerde, pero lo aparté a tiempo.

—Y no te mordió antes.

—No, no.

—Ni un poco.

—Te estoy diciendo que no.

—Es que tenía la boca muy cerca de tu cuello.

—Pero no lo suficiente.

—Mira que no te haya mordido un poco y no te hayas dado cuenta por aquello del fragor de la lucha y la adrenalina del combate.

—Que no.

—Tienes el cuello un poco rojo.

—Es el calor.

—A ver.

—¿Qué haces? Déjame.

—Solo quiero echar un vistazo.

—Que me sueltes.

—A ti te ha mordido un zombi.

—Te estoy diciendo que no.

—Entonces deja que te mire el cuello.

—Que no quiero que me mires el cuello.

—¿Y por qué no?

—Me da vergüenza.

—Pero qué tontería es esa.

—Deja de decir que me ha mordido un zombi. No me ha mordido ningún zombi. Si me hubiera mordido un zombi te lo diría.

—Esto no es ningún juego. Sabes que si volvemos al campamento y uno de los dos está infectado podría morder a más compañeros.

—Que sí, que ya lo sé, que no soy tonto.

—Mi hijo está allí. Comprenderás que tengo que cerciorarme antes de poner su vida en peligro.

—Ya, ya… Pero no me ha mordido nadie.

—Siempre hay alguien a quien muerde un zombi y no dice nada.

—No soy yo.

—¿Te acuerdas de Pedro? Le mordió uno hace unos meses mientras estaba buscando provisiones. No dijo nada y por la noche atacó a tres personas. Incluido tu hermano.

—Yo no haría eso.

—No sé, estás sudado, nervioso, no dejas que te mire el cuello.

—Acaban de atacarnos cuatro zombis en un supermercado abandonado y a oscuras. Es normal que esté sudado y nervioso.

—Bueno, vale, perdona… Es que no entiendo por qué alguien se callaría que le han mordido. No tiene cura, te vas a convertir en un zombi igual. Lo menos que puedes hacer es no arrastrar a nadie contigo.

—Yo no me voy a convertir en zombi.

—Ahora hablo en general, perdona. Es por hacer conversación.

—Ah. Pues yo qué sé. No sabemos nada de cómo funciona la infección. Igual piensan que no se contagia todo el mundo.

—No, qué va.

—¿Y tú qué sabes?

—¿A cuánta gente conoces tú que hayan mordido y no se haya convertido en zombi?

—Hombre, si los matamos en cuanto les muerden no podemos saberlo.

—Es para ahorrarles el sufrimiento.

—Eso es muy poco científico.

—No estamos para ciencia. Tenemos que salvar nuestras vidas. Y las de nuestros hijos.

—Mira, otra cosa que no sabemos es si todas las mordeduras provocan una infección. Si solo te rozan y te limpias enseguida, igual no…

—A ti te han mordido.

—¡Que no me han mordido!

—Pues deja que te mire el cuello.

—Que no ha sido en el cuello.

—¿Qué?

—Que no… Que no me han mordido…

—Has dicho “que no ha sido en el cuello”.

—No, no… Jajaja, qué cosas tienes…

—¿Dónde ha sido?

—Que no me toques.

—¿Dónde te ha mordido?

—Solo me ha rozado.

—¿Dónde?

—En tu culo, déjame en paz.

—¿Dónde?

—No me ha mordido. Solo me ha tocado el costado con los dientes. Y he limpiado la herida enseguida.

—¿Con qué?

—Con un trapo.

—Con un trapo.

—Que sí, que los gérmenes no han llegado a la corriente sanguínea.

—Claro. Los “gérmenes”.

—Mira, me atas y vemos cómo evoluciona la cosa. A lo mejor soy inmune.

—Nadie es inmune.

—¿Qué haces con esa pistola?

—Esto lo hago por ti, para ahorrarte el sufrimiento.

—Déjame sufrir en paz, cojones.

—No dejaré que te acerques a mi hijo.

—Tu hijo tiene casi 30 años.

—Es un crío.

— Podría echar una mano de vez en cuando.

—Quiero protegerle de todo esto.

—30 años tiene. Y un generador solo para su Play.

—Tenemos generadores de sobras.

—Solo tenemos dos.

—Pues eso, nos sobra uno. Además, se está entrenando.

—Jugar al Resident Evil no cuenta como entrenamiento.

—¡Mata zombis! De todas formas, no estamos hablando de mi hijo. Estamos hablando de por qué alguien se callaría que le han mordido.

—Seamos un poco científicos. No sabemos si estoy infectado. Me ha mordido muy poco. Mira.

—Tienes toda la marca de los dientes.

—Sí, pero no hay sangre. No ha llegado a hacer sangre. Y he limpiado la herida.

—Con ese trapo.

—Sí.

—¿De qué color es ese trapo?

—Del color de la jeta de tu hijo.

—¡Oye!

—Ha engordado como diez kilos desde que comenzó el holocausto zombi.

—Me quito comida de mi boca para dársela a él. ¿Cómo lo quieres?

—¿El qué?

—El disparo. ¿En la boca? ¿En la sien? ¿O prefieres que no te toque la cara? Te puedo disparar en el corazón.

—Que me dejes.

—No puedo.

—A ver si te voy a disparar yo a ti.

—Como muevas las manos, te vuelo la cabeza.

—Que no me ha hecho sangre.

—¡No podemos arriesgarnos!

—Joder, no podrás tú. Yo sí que puedo.

—Te quiero como a un hermano. Por eso te tengo que matar.

—Tú eres un psicópata.

—Lo siento.

—No, espera.

—Lo hago por mi hijo.

—Vete a la m

***

—Papá, has vuelto.

—Claro. Te dije que volvería.

—Pero has vuelto solo.

—Sí.

—Lo siento.

—Así es la vida ahora.

—¿Estás bien?

—Sí, sí…

—Estás sudando.

—Hace calor.

—Te noto pálido.

—Acabo de matar a mi mejor amigo.

—No, no, quiero decir que pareces enfermo físicamente.

—Quizás haya pillado un catarro. ¿A qué viene tanta preguntita?

—¿No te habrá mordido un zombi?

—¿A mí? Jajaja… No, hombre, no.

—¿Y esa marca del brazo?

—¿Que marca?

—Esa. No te la tapes.

—Un golpe… con… un árbol…

—Parecen unos dientes.

—Un árbol con forma de boca… ¡No hay sangre!

—¿Qué?

—Que no hay sangre. Los gérmenes no han pasado al torrente sanguíneo.

—A ti te ha mordido un zombi.

—¡A lo mejor soy inmune!

—Nadie es inmune. Me lo has dicho decenas de veces.

—No lo sabemos, hijo. Hay que mirar esto con ojos científicos. Deja la pistola. Hijo, escúchame. Podemos esperar unas horas y vamos viendo.

—No puedo dejar que sufras.

—¡Que no estoy sufriendo!

—Lo siento, papá.

—No hay sang

Todo lo que pensé mientras recorría el Paseo del filósofo de Kioto

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En Kioto tuve ocasión de recorrer el llamado Paseo del filósofo, que recibe este nombre porque Kitarō Nishida caminaba cada día por él para inspirarse y meditar. ¿Y quién era Kitarō Nishida? Ni idea. ¿Me he inventado ese nombre? ¿O acaso él se inventó mi nombre? Quizás debería buscarlo en la Wikipedia. Aunque, por otro lado, ¿por qué no me busca él a mí en la Wikipedia? ¿Pero qué se ha creído?

A lo que iba: siguiendo el ejemplo de Nishida (o de Rubio, ya no me acuerdo), aproveché este paseo de apenas media hora para pensar. Y para cazar pikachus de esos. Pero sobre todo para pensar. No seré yo quien diga que pensar se me da mucho a mejor que a Nishida, pero estas ideas que anoté durante el camino dejan bastante claro que así es. Es más, seguro que renombran el Paseo del filósofo y lo acaban llamando el Paseo del filósofo, pero el otro, el del pelazo. Aquí van:

– Hay que vivir cada día como si fuera el último: como si fuera domingo. Así que ponte series y plancha.

– Si volviera a nacer, haría exactamente lo mismo, pero hablando con la i.

– Jamás haría caso a una de estas listas con los 100 libros que debes leer antes de morir. ¡Si los lees todos, te mueres!

– Se atrapa antes a un mentiroso que a un cojo, siempre y cuando el mentiroso esté sentado y le pilles por sorpresa.

– Hay cinco tipos de personas que son malos amigos: 1) Los que no te prestan dinero. 2) Los que continuamente te recuerdan que te han prestado dinero e insisten en que se lo devuelvas. 3) Los que recurren a sus abogados para que les devuelvas su dinero. 4) Los que acaban embargando tus bienes y luego los subastan para recuperar su dinero. 5) La gente.

– ¿Por qué hay gente que insiste en que el siete es su número favorito cuando “siete” en realidad es una palabra?

– Si el ocho se puede dibujar como dos treses (uno enfrentado al otro), ¿no sería más lógico que ocho valiera seis?

– Si el número marcado no existe, ¿acaso he marcado el quintorce?

– Cuidado con las personas tóxicas: si te comes su pierna, te salen pústulas por todo el cuerpo.

– Los de Viven comían carne cada día. ¿Por qué se quejaban tanto? Yo no me lo puedo permitir.

– Nada dura para siempre, a excepción de las películas de Marvel. Todavía están rodando la pelea final de Civil War. Cada vez llegan más superhéroes: Spider-Man, Ant-Man, Mortadelo, el viejo de los collares de oro de Empeños a lo bestia…

– ¿Hay vida después de la muerte? Probablemente, porque si no, no daría tiempo a que terminaran todas esas películas de Marvel.

– ¿De dónde vienen los niños? Ah, vale, es una excursión de un colegio.

– El trabajo te debe llenar, dicen. Pero luego resulta que comer croquetas no es un trabajo.

– Lo mejor del trabajo es cuando falsificas tu partida de nacimiento para poder jubilarte 30 años antes.

– Si toda la gente de marketing desapareciera, ¿cuántos años tardaríamos en darnos cuenta? No menos de quince.

– Si la ropa interior fuera interior de verdad, iría por debajo de la piel.

– No hay que malgastar el dinero en cosas que solo nos harán sentir bien durante un tiempo muy breve, como los medicamentos, que apenas sirven mientras uno está enfermo.

– Cosas que nos diferencian de los animales: la sonrisa. También llevar relojes de pulsera (a excepción de algunos monos). Y hacerse el interesante en los bares. Ver programas de subastas de trasteros mientras piensas “pero qué mierda es esta”. Bailar sexy (a excepción de algunos monos). Limpiarse las gafas con la camiseta. Coser botones. Ver reposiciones de programas de subastas de trasteros. Votar a Rajoy (a excepción de algunos monos). Quitarse los piojos con un peine en lugar de con los dedos.

– Jamás cambiaré mis principios. A ver si ahora me voy a tener que llamar Naime Gubio Lancock.

– Idea para un cuento: un hombre despierta convertido en un reloj de cuco. Solo puede comunicarse con su familia durante unos instantes en las horas en punto, cuando el mecanismo le hace salir de la casita de madera. Siempre aprovecha para insultar a su primo porque le destrozó el coche en un accidente hace siete años. Su primo murió. Pero de otra cosa, así que no pasa nada. El accidente solo le dejó en silla de ruedas.

– Un buen amigo me dijo el otro día: “La vida es breve. Hay que aprovecharla y no perder el tiempo con disputas estériles”. Yo le contesté: “¿Sabes qué es breve? Tu polla. Amargado. Que eres un amargado”.

– “La vida es breve”, me dijo el muy asqueroso. Solo le faltó recordarme que encima nos pasamos el día en la oficina. Hay que ser cabrón. Joder, que quedamos para tomar unas cervezas y echar unas risas, pedazo de imbécil. No le he vuelto a llamar, al triste de los cojones. A ver si su vida es breve de verdad, se muere y nos deja en paz a todos. Hostia ya. Joder. Dos semanas con pesadillas, por su culpa.

– Por cierto, “la vida es breve, no somos más que un parpadeo en una noche eterna, por lo que nada de este mundo importa tanto como nos parece” no sirve como excusa para no pagar al casero.

– Si lloras por no haber visto el Sol, eres un poco imbécil. Espera a mañana, ansias, que eres un ansias. Que es el Sol, joder, no un dinosaurio.

– A no ser que la vida sea breve de verdad y estés viviendo este día como si fuera el último porque el médico te ha dicho que morirás en 24 horas. En tal caso, busca vídeos del Sol en Youtube, que digo yo que los habrá.

Nuestro pequeño Drip

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Cuando Diana y yo nos enteramos de que un meteorito se había estrellado contra el planeta Drumpf, destruyendo la mitad de sus ciudades y sumiéndolo en una noche de cenizas que duraría al menos tres siglos terrestres, nos dimos cuenta que esa era nuestra oportunidad para hacer algo por los demás, como siempre habíamos querido.

Tras un trámite corto debido a la situación de emergencia, adoptamos a Drip, un pobre niño drumpfiano que había perdido a toda su familia. Tenerlo en casa no fue fácil: Drip era una babosa translúcida de 200 kilos de peso. La parte buena era que al no tener huesos podía pasar por las puertas con facilidad. Pero no fue fácil adaptarse a su dieta: necesitábamos tener varias docenas de cabras vivas en casa, ya que era lo único que podía comer. Se las tragaba enteras y escupía los huesos, que retirábamos con cuidado porque quemaban por culpa del ácido.

También le costó hacerse al colegio. Al principio, sus compañeros le gritaban “babosa, babosa”. Pero la profesora les dio una charla acerca de lo importante que es aceptar a los que son diferentes, porque eso nos enriquece como personas. Luego Drip se la comió. Así se ganó el favor del resto de niños y niñas del colegio.

Eso sí, su madre y yo le regañamos. Drip, le dijimos, no está bien que te comas a los profesores solo para caer bien. Recuerda que la carne humana te provoca úlceras. Decidimos no castigarle porque ya lo estaba pasando bastante mal. Cuando le dolía la barriga soltaba unos gemidos que se oían en todo el barrio y que hacían que los gatos se tiraran por los balcones.

Era un niño muy tierno. Cuando le decíamos que le queríamos mucho, se avergonzaba, agachaba las antenas y nos decía que un día nos mataría a todos.

También estaba muy rico cuando le preguntábamos qué quería ser de mayor.

-Traeré el infierno a este planeta. Los humanos sois débiles y no podréis oponer resistencia a mi especie.

-¡Míralo! ¡Hablando como una persona mayor! ¡Qué gracioso!

-Dejaréis de reír cuando forméis parte de nuestro ejército de esclavos.

Durante su adolescencia, la especie de Drip necesita beber mucha agua salada, por lo que prácticamente secó el mar Mediterráneo. Y por eso ahora es un pantano salado muy bonito, con caimanes, serpientes de siete metros y varios millones de ranas. Mucho mejor que esas playas llenas de turistas. Sigo sin entender por qué se quejó tanto la gente. Alguno incluso dijo que había que meter a Drip en la cárcel. Qué locura.

Nuestro hijo aprobó la selectividad sin problema: solo necesitó amenazar a los correctores con su sudor, que es venenoso. Se matriculó en Medicina. Nos dijo que quería aprender cómo funcionaba el cuerpo humano y conocer así la forma más eficaz de exterminar a nuestra raza. Nos pareció muy bonito que quisiera saber más acerca de la especie que le había acogido.

-Eres como tu padre -le dijo Diana, con una lagrimilla resbalándole mejilla abajo-. Tan abnegado, tan entregado a los demás.

Lo decía porque había pasado un par de días pensando en hacer un donativo a Acnur, aunque al final me olvidé.

-Cada minuto que paso con vosotros, alejado de mi especie, me siento como si tuviera miles de puñales clavados en mis cuatro corazones -respondió Drip.

Mientras aún estudiaba, Drip nos presentó a su primera novia: Nuria. A nosotros nunca nos cayó muy bien porque bebía cerveza y todo el mundo sabe que alcohol es corrosivo para los drumpfianos. Una simple gota en su piel le podría provocar una molesta llaga.

Pero ya se sabe lo que pasa con los jóvenes: nunca hacen caso a sus padres. A pesar de que le dijimos que aquella chica no le convenía, Drip no solo siguió con ella, sino que la dejó embarazada.

A sus padres les molestó mucho porque los drumpfianos ponen miles de huevos que en una semana revientan el cuerpo de la madre. Durante el funeral se comportaron con una mala educación increíble. Habían educado a una chica que bebía cerveza a pesar de salir con un drumpfiano y encima venían dando lecciones. Estuvimos a punto de irnos. Pero nos supo mal por Drip y por nuestros nietos, que también eran suyos.

Drip avisó a sus hermanos, que estaban repartidos por toda la galaxia y que también habían tenido descendencia en otros planetas, y así comenzó la invasión de la Tierra.

Oficialmente, escogieron nuestro planeta por las cabras, el clima y la facilidad con la que podían someternos, pero Diana y yo sabíamos que Drip quería estar cerca de nosotros.

No nos gustó que metiera a nuestros nietos en una guerra, pero al final hay que dejar que los hijos tomen sus propias decisiones. Eso sí, nos encantaba cuidar a los retenes que dejaba de reserva y a los que alimentábamos con cabras, como cuando Drip era un niño. Aquello nos trajo muchos recuerdos.

Drip no solo es listo, sino que también es muy trabajador. Por eso no nos extrañó nada que los drumpfianos aplastaran toda resistencia en cuestión de semanas. Cuando su emperador vino a la Tierra, él fue el primero en inclinarse ante él y darle la bienvenida.

-Ese es mi hijo -dije en la sala común de las mazmorras cuando nos proyectaron las imágenes. Alguien me arrojó un taburete.

Ahora los humanos somos esclavos de los drumpfianos y Drip es vicesecretario en el Ministerio de Economía de la Colonia de la Tierra. Estamos muy orgullosos de él, claro, pero nos parece poco. Fue él quien planeó la invasión y quien ha dado un nuevo hogar a sus compatriotas. Debería ser ministro o incluso presidente.

A Diana no le gusta mucho que lo vaya diciendo por ahí porque a nuestros compañeros en la cantera no les gusta.

-Piensa que aquí hay muchas piedras y las piedras son más duras que un taburete.

Le hago caso por no discutir, pero no me gusta nada tener que callarme por culpa de la envidia ajena. Los hijos de los demás están con nosotros, en la cantera, o metiendo cabras en latas de conservas. Pero el nuestro, no. Drip está en el gobierno.

Y además sigue siendo nuestro pequeño Drip. Hace dos meses visitó la obra y pasó a menos de doscientos metros de donde estábamos.

-¡Drip! -Grité-. ¡Estamos aquí! Diana, mira, ese es Drip. ¡Drip!

Nuestro hijo miró hacia donde estábamos, pero en seguida apartó las antenas y continuó hablando con los drumpfianos que dirigían la obra.

-Déjale -dijo Diana-, ¿no ves que está trabajando? Ya vendrá luego a saludar, por poco tiempo que tenga.

No vino. Me supo fatal por su madre. Cuando nos acostamos en nuestro tablón de madera, la noté muy triste.

-No te preocupes -le dije-. Seguro que viene cuando terminemos el matadero de cabras. Durante la inauguración no tendrá tanto trabajo.

Intenté sonar convincente, pero ni yo mismo me lo acababa de creer. Ese día estaría ocupado saludando a las autoridades y seguro que después se metería en otro proyecto. Es normal que alguien tan importante como nuestro Drip esté ocupado, y es ley de vida que los hijos sigan su propio camino. Si él está bien, nosotros estamos bien. Y, en todo caso, ya sabe que nos tiene para lo que necesite. Pase lo que pase, en nuestro barracón nunca le faltará una cabra viva.

Estoy ahorrando

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Los últimos años ya no le gustaba contar la historia. Como nadie le creía, se enfadaba, fruncía los labios y gruñía, diciendo con un marcado acento extranjero que todo el mundo se burlaba de él y que nadie le tomaba en serio.

Pero todo el mundo en la isla la sabía y se la había relatado a alguien: hacía casi un cuarto de siglo, había venido a pasar una semana de verano, solo, con una mochila como único equipaje. La noche antes de volver a casa, salió, como todas las noches. Tomó varias cervezas de más, acabó en casa de gente a la que no conocía de nada y regresó al hostal cuando estaba amaneciendo.

Como era de esperar, se quedó dormido. Ni se duchó: bajó tan deprisa que casi se cayó por las escaleras, pagó la semana de estancia sin mirar la factura y cogió un taxi, a pesar de que apenas le quedaba dinero.

Aun así, perdió el vuelo.

Volvió del aeropuerto haciendo autoestop. Sin saber muy bien qué hacer, fue hasta la playa a la que iba cada tarde y se sentó con su mochila, su camiseta y sus tejanos, entre los turistas que estaban tomando el sol. Contó su dinero: apenas se había acostumbrado a aquella divisa, pero sí sabía que tenía lo suficiente para tres o cuatro cervezas. O dos cervezas y un bocadillo.

Volvió al hostal, donde le dejaron llamar a la embajada. Le dijeron que tendría que pagarse otro billete. No había más. La dueña del hostal también le dejó llamar a su familia, a pesar de ser conferencia. Pero su padre le colgó. Había dejado la universidad hacía dos años para irse de fiesta y de viaje, y ni siquiera les había llamado en todo este tiempo. Lo mismo con sus amigos, que le pusieron excusas: no tengo dinero, tengo que pagar la matrícula, déjame mirar y ya te diré…

-¿Por qué no trabajas en el bar de mi hermano? -Le propuso la dueña del hostal, que le miraba con una piedad comprensiva, pero también algo burlona-. Está buscando a gente.

Aceptó. Pensó que podría trabajar el resto del verano y ahorrar lo suficiente para el billete de vuelta. Pero el sueldo no era nada del otro mundo y tenía que pagarse una habitación y, claro, ropa, comida y demás gastos, por lo que apenas podía apartar algo de dinero de su sueldo. En fin, pensó, poco a poco. Me puedo quedar unos meses más. Tampoco es como si me estuvieran esperando.

Además de los gastos más o menos obligados, la isla seguía siendo tan atractiva para él como cuando estaba de vacaciones, así que de vez en cuando se permitía el pequeño lujo de ir a sus bares y discotecas favoritas, donde contaba su historia, que al cabo de unas semanas ya nadie tomaba en serio.

-¿Pero todavía no has ahorrado para el billete?

-Casi lo tenía, pero se me rompieron los zapatos y, claro…

-Si no bebieras tanta cerveza…

-¡Tengo derecho a tomarme una cerveza de vez en cuando!

Gracias a una conversación similar conoció a su novia.

-No te enamores, que en cuanto ahorre lo suficiente me vuelvo a casa.

-¿Pero cuánto tiempo llevas aquí?

-Un año y medio.

Y, claro, ella se reía y pensaba que aquel muchacho despistado era muy gracioso.

Poco a poco le comenzó a molestar el escepticismo en torno a sus intenciones. Sabía que era difícil de creer que le estuviera costando tanto ahorrar, pero también le resultaba muy molesto que cada día alguien le hiciera la misma broma en la cafetería.

-Anda, cóbrate, que si no, no vas a poder ahorrar para el vuelo.

-El bar no es mío. Si no dejas propina…

Él lo decía muy en serio, pero los clientes se reían, pensando que no era más que una salida ingeniosa.

-No, en serio. La boda nos ha costado mucho dinero y no colaboráis.

-Pide un aumento.

-¡Ya lo hice! ¡Y me dijo que no!

Ni siquiera su mujer le acababa de creer, a pesar de su insistencia.

-No sé si quiero tener niños. Es mucho gasto. Y no nos hacía falta una casa tan grande. Cuando me vaya, te van a sobrar habitaciones. Así no voy a poder ahorrar nunca para el billete de vuelta.

Aun así, tuvo tres hijos: dos niñas y un niño. Su situación económica era tan apretada que no dudó en hacerse cargo del bar cuando el dueño se jubiló, pensando que siendo su propio negocio podría ahorrar más fácilmente.

Que en el banco le concedieran el préstamo para el traspaso le sorprendió y también le enfadó.

-Vine hace cinco o seis años y no me prestasteis el dinero para el billete.

El director de la oficina, que desayunaba cada día en el bar, se rió mientras le indicaba dónde tenía que firmar.

-No, pero lo digo en serio.

-Somos un banco pequeño, no le daríamos un crédito a una persona que quiere irse a miles de kilómetros de aquí.

-Pero me conoces. Te pagaría.

-Con este bar te vas a hacer rico.

No se hizo rico, claro.

-¡Este local es una ruina! -Explicaba a los clientes-. ¡Me han hecho una inspección los del ayuntamiento y tengo que cambiar toda la instalación eléctrica! Y eso por no hablar de los gastos de casa. ¡Mis hijos quieren ir a la universidad! ¡Los tres! ¡No son tan listos!

-Claro, y la mujer se querrá ir de vacaciones.

-No, eso no -contestaba, muy serio-. Vivimos en una isla del Mediterráneo, no necesita irse de vacaciones a ningún sitio.

Seguía trabajando duro e intentando ahorrar, pero siempre surgía un gasto más o menos imprevisto, como una reparación en el coche o un regalo de cumpleaños.

-Entiendo que la gente no me tome en serio -le confesó una vez a un vecino con el que de vez en cuando jugaba a las cartas-. Pero es que ahorrar es muy difícil hoy en día. Y los billetes suben de precio cada año.

-Qué me vas a contar. Yo siempre he querido una guitarra eléctrica. Pero hemos tenido que comprarle un ordenador al niño. Se ve que lo necesita para el colegio, pero yo le veo todo el día jugando.

-La informática es el futuro.

-Eso es verdad, pero yo quiero una guitarra.

-¿Sabes tocar?

-¿Cómo voy a saber tocar, si no he podido comprarme ninguna?

Un día llegó a casa muy contento.

-¡Cariño! ¡Lo tengo!

Su mujer no sabía de qué hablaba.

-¡El billete! ¡Al fin puedo volver a casa!

Ella creía que seguía de broma, hasta que le vio hacerse la maleta.

-Vas a arrugar las camisas con la tontería.

-Que no, que me voy de verdad. Solo me llevaré esto. En mi ciudad hace mucho frío y no necesitaré toda esta ropa.

-¿Pero estás hablando en serio?

-Claro.

-¿Y todos estos años juntos?

-Te dije que estaba ahorrando.

-¿Pero y yo qué?

Se la quedó mirando sin saber de qué hablaba. Se encogió de hombros y musitó que, en fin, la había avisado desde siempre, vaya, desde el primer día le había dicho que, bueno, que estaba ahorrando para, esto, volver a casa.

-Pensaba que no lo decías en serio, que solo era una forma de hablar.

Se volvió a encoger de hombros y repitió de nuevo, más o menos, todo lo que le había dicho, es decir, que, vaya, que nunca la había engañado.

-Entiendo que los clientes del bar no me crean, pero tú eres mi mujer. Esperaba algo más de ti.

Los hijos estudiaban fuera y no hubieran llegado a tiempo para verle e intentar convencerle de que se quedara, pero sí que le llamaron por teléfono después de que su madre les explicara sus intenciones, llorando, pero de rabia. “Vuestro padre es tonto. Decidle algo, porque su vuelo sale mañana y el muy idiota es capaz de irse”.

-Papá, no puedes irte ahora.

-Llevo más de veinte años ahorrando.

-Tienes una familia.

-¡Os avisé de que estaba ahorrando! ¿Por qué no me escucháis? Nunca me hacéis caso.

-Pero allí no te queda nadie. Y no has vuelto en todo este tiempo.

-¡Porque no había conseguido ahorrar!

-¿Y nosotros, qué? ¿Y mamá? No puedes dejar a mamá sola.

-¡No es mi problema! ¡Estaba ahorrando! ¡Os lo dije miles de veces!

A la mañana siguiente se fue a la parada de autobús, muy enfadado, dejando en casa a su mujer, que estaba aún más enfadada.

-¿Pero en serio te vas? -Le preguntó un cliente habitual, al cruzárselo por el camino.

-Llevo veinticuatro años diciéndolo. Veinticuatro.

-Por eso mismo. Pensábamos que era broma.

-Nadie me hace caso nunca.

-¿Y el bar?

-¡El bar es una ruina! ¡Solo funciona uno de los fogones! ¡Hay que cambiar la cocina entera!

Se puso a hablar de la mala idea que había sido la compra del bar. Lo había tenido que cambiar de arriba a abajo. Nada funcionaba bien. Y encima, solo había hecho apaños, ni siquiera había conseguido dejarlo como a él le hubiera gustado.

-Bueno, eso ya da igual. Vuelvo a casa.

Pero con tanto hablar, perdió el autobús. Llamó a un taxi, pero tardó en llegar y, por mucho que le pidió al conductor que se saltara los límites de velocidad -cosa que por otro lado no hizo-, no consiguió llegar a la puerta de embarque a tiempo.

-¿Y ahora qué hago? -Le preguntó a una empleada de su aerolínea.

-La tarifa del billete no admite cambios. Tendrá que comprar otro.

-No pude ahorrar nada más.

Volvió al bar en autoestop y sin pasar por casa. Su mujer ya había abierto.

-Ya sabía yo que no hablabas en serio.

-Vengo del aeropuerto.

-Claro, claro.

Los primeros clientes de la mañana le saludaron con la broma habitual, pero ahora ya renovada.

-¿Pero no te ibas?

-He perdido el avión.

-Vaya, qué mala suerte.

-¡Es verdad!

-¿Y qué vas a hacer?

-Pues ahorrar para volver a comprarme otro, vaya pregunta más estúpida.

Se oyeron un par de carcajadas. Apretó los labios y retorció el trapo que tenía entre las manos.

(Fuente de la imagen)

Resulta que soy la persona más importante del mundo

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— Tú ganas, Jaime. Tú ganas — me dijo el secretario general de las Naciones Unidas, Ban Ki-moon — . Por cierto, estas galletas están buenísimas.

— Gracias, las compro en el súper de abajo. ¿Más café? Aún queda un poco.

— Sí, por favor.

— Aquí tienes. ¿Qué era eso que decías? ¿Qué es lo que gano? Perdona, pero es que todavía estoy algo sorprendido.

— Ya, lo entiendo, no creas.

— Me has pillado en pijama, en casa… No te esperaba.

— Nadie espera al secretario general de las Naciones Unidas. Pero en fin, será una de las pocas cosas que no te esperabas.

— ¿Cómo?

— Empezamos a sospechar que sospechabas hace ya unos cuantos años. Fue… Deja que consulte mis notas, en 1991, saliendo de un examen. Dijiste: “Justo ha caído lo único que no me había mirado”.

— No lo recuerdo.

— Fue en un examen de historia. Sacaste un 5,5.

— ¿Cómo sabes eso?

— Analizamos por qué dijiste aquella frase, pero lo acabamos atribuyendo a la casualidad. Sin embargo y a partir de entonces, tus quejas se repitieron. Por ejemplo, dos años más tarde alquilaste una bicicleta y pinchaste las dos ruedas, por lo que te preguntaste: “¿Por qué me pasa todo lo malo a mí?”. Este incidente se estudió con más detenimiento. ¿Era posible que supieras que llevábamos trabajando en el pinchazo de tus dos ruedas a la vez desde 1796?

— ¿Cómo?

— Ahora no te hagas el tonto. A estas alturas ya sabrás que Napoleón y Josefina se casaron en 1796, cuando un amigo de la infancia de la emperatriz aún seguía enamorado de ella. Se hizo para que este hombre accediera finalmente a viajar a América, donde se dedicó a exportar caucho. Uno de sus socios volvería a Europa un par de décadas más tarde, donde fundaría una empresa de ruedas y neumáticos. Este socio diseñó para nosotros un tipo de rueda de bicicleta que bajo tu peso exacto hacía varias veces más probable un reventón, sobre todo con las temperaturas previstas para el 4 de junio de 1993.

— ¿Para nosotros? ¿Quiénes sois vosotros?

— Por favor, no hace falta que sigas disimulando. Ya nos advirtió Churchill sobre tu astucia.

— ¿Churchill? Pero si murió años antes de que yo naciera.

— Pero entró en guerra con Alemania porque sabía que varios países con su horario, el de Greenwich, cambiarían la hora por la continental en caso de conflicto global, para hacer más fácil la coordinación con sus aliados, tanto de un bando como del otro. También quedó de acuerdo con Franco en que una vez acabara el conflicto, España no volvería al horario que le corresponde por su posición geográfica.

— ¿Y eso que tiene que ver conmigo?

— Cinco de los últimos siete veranos has dicho en al menos dos ocasiones: “¡Las diez de la noche y todavía es de día! ¡Parece que lo hagan sólo por joderme!”. Efectivamente, nos has descubierto: lo hacíamos sólo por joderte.

— No acabo de entender lo que me estás contando.

— Te cuento que tus sospechas son todas ciertas: el mundo entero conspira contra ti desde tiempos inmemoriales. Todo con tal de hacerte la vida imposible. ¿Recuerdas por ejemplo cuando tuviste que volver a tráfico porque te faltaba un impreso?

— Sí.

— Sabíamos que lo olvidarías porque ese impreso era de color rosado y los papeles de ese color siempre te han parecido copias.

— Es verdad, como las de los recibos.

— Pues eso fue idea de Juntoku.

— ¿De quién?

— Juntoku, emperador de Japón entre 1210 y 1221. Tuvo a varias docenas de acuarelistas trabajando durante meses para dar con el tono de rosa indicado. Al final usamos otro, pero la idea sigue siendo suya.

— Pero cualquiera de esas cosas podría haber fallado.

— Oh, sólo te estoy poniendo los ejemplos más extravagantes. No todos han salido bien. Por ejemplo, hace dos semanas conseguiste llegar a la gasolinera en reserva.

— Sí…

— Eso fue un error de Henry Ford, que calculó mal la capacidad de los depósitos de sus Focus.

— No tengo un Focus.

— Fue un error muy grave.

— Odio los Focus.

— Henry le puso empeño, pero le perdió el orgullo.

— ¿Cómo podía saber él que habría un coche llamado Focus?

— Todo lo que te afecta existe porque te iba a afectar o te podría afectar en cualquier momento. Y lo que no te afecta existe para que lo que te afecta pueda existir. Por ejemplo, Ikea. La organización optó por crear esta empresa ya en el siglo IX, cuando supimos que serías muy malo montando cosas, por simples que fueran. Aunque en ese momento sólo era una idea que se fue concretando poco a poco. En ese momento se hablaba de un ebanista cuyo oficio debías concluir, o algo así.

— ¿Pero cómo podía saber alguien del siglo IX que yo iba a nacer en 1977 y que sería malo montando cosas?

— Por simples que fueran.

— Sí, por simples que fueran.

— No, es que eres muy torpe.

— Bueno, ya vale.

— La pregunta que me haces es razonable. Hay textos egipcios, tallados en sus pirámides, que ya profetizan tu llegada: “Aquel al que gastaremos la gran broma”. Probablemente se basan en leyendas sumerias. Durante siglos, superstición y ciencia se mezclan. Aristóteles ve pruebas de tu llegada en el hecho de que los líquidos tengan tendencia a derramarse, por ejemplo.

— ¿Derramarse?

— Sí, vamos, que eres muy torpe. Hay referencias a ti en el Apocalipsis, aunque se les ha dado otra interpretación, para que no te dieras cuenta. Por ejemplo, en el capítulo 12 se habla de un dragón que con su cola arrastró la tercera parte de los astros del cielo y los arrojó a la tierra.

— ¿Ese soy yo?

— ¿Recuerdas cuando de niño, comiendo con tus padres en un restaurante, conseguiste tirar todos los postres de tu mesa y una lámpara?

— Sí…

— ¿Ves cómo eres torpe? En fin, poco a poco, la ciencia fue confirmando todas estas creencias. Por ejemplo, la teoría de la relatividad y todo lo que se refiere a la elasticidad del tiempo en realidad explica lo mucho que te aburres cuando estás esperando a alguien.

— Odio esperar.

— Lo sé, lo sé.

— Y hoy en día no hay excusa para llegar tarde.

— Claro.

— Pero aún hay cosas que no entiendo.

— Dime.

— ¿Todo el mundo estaba metido en esto?

— Sí, claro. Si no, hubiera sido imposible. Tus padres ya sabían que eras el elegido, por ejemplo. Ha sido un trabajo en equipo muy complejo. Piensa por ejemplo en la llegada al hombre a la Luna en 1969. Se llegó de verdad, ojo, pero todo se preparó de tal modo que fuera creíble que muchos pensaran que fue un montaje. El objetivo: que tú perdieras media tarde del 5 de septiembre de 2012 discutiendo en Twitter con un conspiranoico.

— ¿El conspiranoico ese era un actor?

— Sí, Reptiliano88. Aunque no nos gusta la palabra actor. Ojo, también ha habido gente que estaba en contra de todo esto. Esta fue la verdadera causa de las Cruzadas: unos no creían que fueras el elegido y otros, aun creyéndolo, no querían dedicar su vida a esta noble causa.

— ¿Y por qué me lo decís ahora?

— Oh, vamos, no intentes hacernos sentir bien. Nos has pillado.

— ¿Seguro?

— Ayer mismo dijiste: “¿Es que me tiene que pasar todo a mí o qué?”, cuando el autobús se te fue en los morros.

— ¿Eso también fue cosa vuestra?

— Claro. El horario de los autobuses y el hecho de que de vez en cuando se retrasen está pensado para que te confíes y creas que tienes más tiempo del que realmente tienes. Pero vamos, no es el único ejemplo. Llevas años diciendo cosas como: “Siempre pillo los semáforos en rojo” (tenemos a gente con mandos a distancia); “todo el mundo está en mi contra” (cuando no ganaste el certamen de poesía de segundo de BUP); “¿por qué siempre me quemo con el café?” (que tostamos de forma que la infusión necesite alcanzar la temperatura exacta para que te confíes con el primer trago); “¿por qué tardan tanto en atenderme en Correos?” (Correos no es necesario desde que se inventó el telégrafo, lo mantenemos por ti); “siempre me toca la cola más lenta del súper” (efectivamente, la cajera y el resto de clientes están compinchados)… Poco a poco nos has descubierto. Contábamos con que acabaría pasando, claro. De hecho, Schrödinger hace referencia a esta posibilidad con una metáfora muy bonita, la del gato encerrado en una caja. El gato está vivo y muerto a la vez, del mismo modo que hay un momento en el que no sabemos si nos has descubierto o no y la broma es graciosa y no lo es al mismo tiempo. Aunque la verdad era que confiábamos en poder seguir unos añitos más.

— Pero todo esto, ¿por qué?

— Ah, claro. La gran pregunta. Pues era una broma. La gran broma cósmica. Nos pareció divertido.

— No lo pillo.

— Era muy gracioso verte montando una mesa de Ikea.

— ¿Verme?

— Bueno, no te veíamos. Nos hubieras descubierto incluso antes. Pero siempre había alguien que estaba presente y luego lo contaba. Como aquella vez que te caíste por la calle por ir mirando el móvil. Jajaja… El socavón en la acera fue idea mía. Sabíamos que los domingos siempre pasabas por ahí de camino a casa de tus padres. Era sólo cuestión de tiempo.

— ¿Todo por reíros de mí?

— No, de ti, no. Contigo. Pero sí, cuando la gente queda para tomar algo, siempre comenta algo de lo que te hemos hecho. Qué risa, la verdad. Pero sin maldad, ¿eh?

— Claro.

— Es humor blanco.

— Sí, sí.

— La idea era que nos riéramos todos al contártelo.

— Bien.

— No te ríes.

— Aún no.

— Supongo que tienes que asimilarlo.

— Sí, igual sí.

— Pero luego nos reiremos todos.

— Y… ¿Y ahora? ¿Ahora qué?

— Pues ahora ya está. Nos has descubierto. Nos hemos reído mucho, pero ya se acabó. ¿Amigos? — Ban Ki-moon me tendió la mano en nombre de toda la humanidad.

— Sí… Supongo… — Se la estreché, tímidamente.

— Bueno, pues te tengo que dejar. Hay que ir preparándolo todo.

— ¿Todo? ¿El qué?

— Como comprenderás, ahora que te hemos gastado la gran broma cósmica, la humanidad ya no tiene razón de ser. Voy a llamar a las grandes potencias nucleares y nos vamos a suicidar todos.

— ¿Qué?

— Voy a llamar a las grandes pot…

— No, si te he oído. La pregunta era por la sorpresa.

— No sé qué te sorprende. Es lo normal.

— ¿No será otra broma?

— Qué va. No tendría gracia. Te darías cuenta en seguida.

— ¿Pero por qué vamos a suicidarnos?

— ¿Qué otra cosa podríamos hacer?

— ¿Y si seguimos como hasta ahora, pero sin bromas?

— Sí, hombre, me voy a levantar yo cada día a las siete de la mañana para nada.

— Hombre, para nada. Que estamos hablando de las Naciones Unidas. Hay guerras, hambrunas, calentamiento global…

— Sí, pero todo eso lo hacíamos para ti. Por ejemplo, lo del calentamiento global también era para que discutieras por internet. La energía solar se tiene completamente dominada desde 1910, pero no podíamos desaprovechar la oportunidad de que escribieras aquellas entradas en tu blog sin tener ni puta idea.

— ¡El calentamiento global existe!

— Ya, pero sigues sin tener ni puta idea.

— Oye, no me cambies de tema. Decía que no hace falta que nos suicidemos todos.

— Sí, claro, dile a siete mil millones de personas que se busquen algo para pasar el rato. Y eso por no hablar de los otros miles de millones que han muerto a lo largo de la historia de la humanidad.

— ¡Pero hay un mundo lleno de cosas maravillosas detrás de esta gran broma cósmica!

— ¿Cómo qué?

— No sé. Los libros de Tolstoi.

— No sabes el cabreo que pilló cuando le pidieron que alargara Guerra y Paz. Le dijeron que con sólo 120 páginas no te iba a gustar. Mira que eres pedante.

— ¡La naturaleza! ¡El cañón del Colorado! ¡Los mares del sur!

— Los mares del sur en concreto no existen. Como no eres de playa, nadie se preocupó de hacerlos. Pero vamos, da igual, el resto de cosas seguirá aquí cuando nos vayamos. Bueno, lo que aguante de pie.

— ¿Y qué hay del amor entre las personas?

— Pero qué dices. Hasta ahora nos aguantábamos porque nos reíamos de ti. Pero sin ningún objetivo en común, ya sólo queda el resentimiento natural que surge entre las personas que trabajan juntas.

— ¿Y si les dices que yo no sabía nada?

— ¿Cómo?

— Sí: dile a todo el mundo que en realidad yo no sabía nada de la broma y que todo eran frases hechas. De hecho, te tengo que confesar que eso es exactamente lo que ocurría.

— ¿En serio?

— No tenía ni idea.

— Jajaja, qué bocazas soy. Pero la culpa es de Putin, que lleva años en un plan catastrofista que no hay quien lo soporte. “Míralo, se ha dado cuenta”. Cada puto día. De todas formas, no sé si es muy creíble. Es decir, soy Ban Ki-moon, el secretario general de las Naciones Unidas. Y he venido a tu casa.

— Te he tenido que preguntar tres veces quién eras.

— Eso es cierto.

— Y te he buscado en Google mientras hacía el café.

— ¿Y qué quieres que diga?

— Que me pusiste a prueba antes de explicármelo todo, diciendo que venías a venderme unos seguros.

— Hm, no sé.

— Por cierto, ¿aprendiste español sólo por la broma?

— Ah sí, eso es buenísimo. Sólo existe el español. El resto de idiomas son inventados. Ruidos inconexos. En serio. Nos pareció gracioso oírte decir tonterías sobre la importancia de saber idiomas. Además de verte sufrir en el extranjero. Tus vacaciones en Berlín fueron divertidísimas. Cuando no mirabas, todos hablaban castellano.

— ¡Pero el alemán existe! ¡Yo estudié alemán!

— ¿Y por qué te crees que después de tantos años no aprendiste casi nada? Porque íbamos añadiendo normas cada mes. Lo de meter un Konjunktiv II después de que aprendieras a duras penas el Konjunktiv I fue la hostia. Qué risa. Tendrías que haberte visto la cara cuando la profesora escribió eso en la pizarra. Y fue todo improvisado.

— Ya, sí, buenísimo.

— ¿Lo ves? Te estoy viendo la cara ahora y me descojono vivo.

— Volviendo al tema. ¿Les vas a decir que yo no sabía nada?

— No sé. Nadie deja pasar a casa a un vendedor de seguros.

— Pues pensemos otra cosa.

— No, mira… Me sabría fatal que toda esa gente siguiera madrugando y simulando que trabaja porque cree que seguimos con la broma.

— Podría ser nuestra broma privada. Les estaríamos gastando una broma a los demás.

— Eso no tendría gracia.

— Sí, una metabroma. Luego se lo diríamos y nos reiríamos un montón viendo su cara.

— No sé. Creo que es mejor seguir con el plan del suicidio. Si me pillaran, me caería una bronca del quince.

— Ban, por favor. Al menos, piénsalo.

— Me tengo que ir yendo, ya. Muchas gracias por el café. Aunque esta vez no te has quemado la lengua, jajaja… Si no fuera por estos momentos.

— Por favor.

— Me alegro de que te lo hayas tomado bien.

— No nos mates a todos.

— Aún tienes unas horitas, por si quieres repasar alemán. Jajaja…

Se fue. Cogí una galleta y la mordisqueé. La volví a dejar en el plato. Encendí la tele, a ver si hablaban de mí.

 

(Imagen: NASA).

Instrucciones para llegar a mi casa desde el aeropuerto

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(Fuente de la imagen).

Cuando aterrices en Barcelona no estaré en casa, así que te explico cómo puedes llegar. Lo primero que debes haces al salir de la terminal es parar un taxi. Cuando subas, dile que vaya hacia la ciudad y ya le indicarás, pero luego cambia de opinión y grita que los taxis son carísimos, al mismo tiempo que abres la puerta en marcha. Cuando te deje bajar o, lo más probable, te eche, roba la primera bicicleta que veas y pedalea por la autovía hasta que te atropelle un camión. Si no encuentras ninguna bici, ve corriendo por la autovía. En este caso, te puedes dejar atropellar por una furgoneta.

Despierta en el hospital de Bellvitge dos o tres días más tarde, con alguna extremidad rota, la cabeza vendada y dolor en todo el cuerpo. No te dejarán salir y además harán bien porque es probable que tengas alguna conmoción cerebral que suponga un peligro para tu vida, pero como sólo vienes para unos días, lo mejor es que te vistas y huyas con tu maleta cuando no miren.

Una vez en la calle, coge el metro y baja en cualquier parada del centro; por ejemplo, en plaza Catalunya. Ve a un bar que te guste y pide una cerveza y algo para picar. En seguida notarás que la cerveza te anima, y más con el estómago prácticamente vacío, por lo que te verás con ganas de pedir una botella de vino. No te cortes. Pide algo más de comer. Ve a una coctelería. Haz amigos. Sal por bares cuyos nombres no recordarás al día siguiente. Invita a una ronda de chupitos. Disimula el rictus de disgusto cuando notes el abrazo de un tipo sudoroso que insiste en que le caes muy bien. Pierde la maleta y encuéntrala en el bar donde estabas antes. Pregúntate quién ha puesto otro vaso medio lleno en tu mano y por qué está ya medio vacío.

Despierta en el suelo de una sala de estar que no conoces tras dormir apenas dos o tres horas. Incorpórate gimiendo por culpa del dolor de cabeza y mira alrededor: es probable que haya más gente durmiendo en esa casa. Tal vez en el sofá, quizás en un sillón o puede que incluso en la bañera.

Sal a una calle del Eixample, con la maleta en la mano y algo mareado, pero contento. Camina en dirección Llobregat. Cuando te estés acercando a mi casa, verás la estación de Sants. Animado por el alcohol que aún debe correr por tus venas y por esas breves horas de sueño que crees que te han despejado, decide que es una oportunidad tan buena como cualquier otra para comprar un billete de tren y pasar el día en Girona, así que entra en la estación y sube corriendo al tren, que justo acaba de parar en la vía.

Quédate dormido y despierta en algún pueblo del sur de Francia. Habrá algo de lío cuando intentes explicar en la estación lo que te ha ocurrido, porque tienes hambre, sueño y sed, no tienes ni idea de francés y además te sigue doliendo la cabeza. Aun así, logra convencer al taquillero para poder subir al siguiente tren de vuelta sin coste adicional. Llega a Girona cansado, con ganas de una ducha y sin ningún interés por ver la ciudad.

En la estación, pregunta si tienen consigna para dejar la maleta. No la tendrán o estará ya llena, así que ve por la ciudad arrastrándola, desganado, con dolor en el brazo izquierdo, el escayolado, y con la boca seca y pastosa. Ventaja de ir con la maleta: podrás sacar las gafas de sol para protegerte de esa luz que está empeorando tu jaqueca.

Llega al barrio judío y para en un bar a desayunar, aunque en realidad ya son las dos de la tarde. Enamórate de la camarera y piensa en la posibilidad de decirle algo, pero cuando logres el valor suficiente y ya hayas llamado su atención para hablar con ella, recuerda que ligar con una camarera es muy poco elegante: la pobre está trabajando y no tiene ganas de escuchar las tonterías de un tipo que aún huele a alcohol y que necesita una ducha y una siesta, así que cambia de opinión y pide otro café que en realidad no quieres y que por ese motivo dejarás a medias.

Sal del bar y llega hasta la catedral. Una vez allí, decide que ya has visto suficiente de la ciudad, aunque tampoco hace falta que admitas que has hecho el ridículo y que deberías haber ido directamente a casa al salir por la mañana de aquel piso.

Duerme durante el viaje de vuelta. Cuando despiertes y salgas de la estación, te darás cuenta de que te has confundido de tren y estás en Zaragoza. Allí no hablan francés y no te cuesta que te entiendan, pero quizás por eso mismo no consigues que te cuelen gratis en el tren a Barcelona gratis. Por desgracia, tu tarjeta no funciona, quizás porque anoche llegaste al límite mensual al pagar la tercera ronda de tequilas, y no tienes efectivo suficiente, así que te verás en la estación de Delicias sin saber muy bien qué hacer.

Pasa unas horas complicadas en la ciudad. No te queda batería en el móvil y los bancos están cerrados hasta el lunes. Como tendrás algo de calderilla, aprovéchala para llamar a tu padre, a ver si te puede echar una mano, pero no te lo cogerá, porque nunca contesta a teléfonos que no conoce. Llama a un par de amigos hasta que uno de ellos te haga caso. Por desgracia, está de viaje en Munich. Quédate sin monedas justo antes de poder pedirle que avise a alguien que pueda acercarse a Zaragoza a echarte una mano.

Ríndete y ve a un cash converters, a ver si puedes vender algo de lo que llevas en la maleta. Tras deshacerte de tu Ipad, reunirás dinero suficiente para el billete a Barcelona y quizás unos quince o veinte euros más para comer algo, aunque no para dormir. Porque como ya no hay plazas en ningún tren ni autobús para esa noche, tendrás que pasar la noche en un bar, bebiendo la misma cerveza durante horas, y la madrugada en un banco, quizás en la propia plaza del Pilar.

Sube al tren por la mañana. Ve al lavabo y cámbiate de ropa, dándote un poco de esa agua rancia de los trenes en la cara, en las axilas y, tras comprobar una vez más que la puerta está bien cerrada, en la entrepierna. Cuando te sientes, intenta no llorar y aprovecha para cargar el móvil y dormir un poco.

Cuando salgas de la estación de Sants, pregúntale a alguien por mi dirección y sigue sus indicaciones hasta mi calle. Llámame por el camino. Te diré que sigo liado y que lo mejor es que le pidas las llaves a la vecina de abajo. Piensa en las ganas que tienes de darte una ducha. Mira el reloj y date cuenta de que ya no te queda tiempo. Para un taxi y ve al aeropuerto a coger tu vuelo de vuelta. Envíame un mensaje para darme las gracias por mi hospitalidad, justo antes de darte cuenta de que no vas a poder pagar la carrera.

El peor hotel del mundo

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(Estaba consultando hoteles en Tripadvisor y me he encontrado con esta crítica. No menciono ni la ciudad ni el hotel, porque no sé si creérmela, pero desde luego, se me han quitado las ganas de reservar).

Nuestra estancia en el Hotel X fue francamente decepcionante. Lo primero que vimos al llegar, además de la puerta, fue la recepción, lo cual nos pareció exageradamente convencional para un establecimiento que en su página web asegura ser, cito textualmente, “moderno”.

La segunda decepción vino con el propio recepcionista. Le pregunté si tenía una habitación reservada a mi nombre y me contestó que por supuesto. Pero eso era muy fácil, dado que mi nombre es muy común. Dudo que hubiera tenido una reserva a mi nombre de haberme llamado, por ejemplo, Hermenegildo Sigüenza.

Pedí que me llevaran las maletas a la habitación, pero el botones se negó a subir por las escaleras, a pesar de que era evidente que por ascensor no tenía ningún mérito. Para añadir dificultad y por tanto valor a su tarea, me senté en una de las bolsas y le ordené a mi señora esposa que se subiera a horcajadas sobre su espalda.

No conseguimos llegar a la habitación hasta después de tres horas y cuarto, gran parte de las cuales las pasamos oyendo anécdotas absurdas del botones, como «por favor, estoy muy mal de la espalda” y “tengo 87 años”. La gente se empeña en contarme su vida. Debo tener cara de psicólogo.

Una vez dentro, le exigí al botones que me abriera las maletas y ni siquiera pudo esquivar el dardo tranquilizante. Es una trampa que uso por si alguien me roba las maletas y para detectar botones lentos de reflejos.

Tras arrastrar el cuerpo de aquel señor hasta el pasillo, decidí probar si la habitación era lo suficientemente segura, por lo que vacié una botellita de ginebra del minibar en la cama y arrojé una cerilla. ¡Ardió en llamas! ¡Nos habían dado una habitación inflamable! ¡Qué locura!

Llamé a recepción e insistí en que quería cambiar de habitación, pero se empeñaron en que cuando suena la alarma de incendios hay que desalojar el edificio. Ni siquiera me escucharon cuando les dije que no había motivo para preocuparse, ya que el fuego era mío.

Tras una ruidosa y molesta visita de los bomberos, nos dieron finalmente otra estancia, que resultó ser exactamente igual que la anterior. Es más, cuando le pregunté al botones si la cama ardería en caso de que repitiera lo de la ginebra y la cerilla, me respondió con total desfachatez que probablemente sí.

-Tendremos que hacer turnos para no morir en un incendio -le dije a mi esposa-. Yo dormiré al principio y a partir de las ocho de la mañana podrás descansar tú.

Le pedí al botones que volviera a abrir la maleta, pero se negó, por lo que le clavé en el ojo un dardo tranquilizante que siempre llevo en el bolsillo de la chaqueta por si alguien me niega cosas.

Quise probar el servicio de habitaciones y resultó ser también mucho peor de lo que cabía esperar en un establecimiento que se supone que quiere complacer a sus clientes: pedí que me subieran dos bocadillos y dos cervezas, tres prostitutas de algún país del este, seis botellas de champán, a Juan Tamariz, un elefante, a José Tomás y seis mihuras. Y el elefante resultó ser indio y no africano. ¿Acaso creían que no me iba a dar cuenta? Qué poca clase.

A pesar de que los bocadillos no estaban nada mal y de que al final nos comimos a José Tomás con ayuda de los toros, mi mujer y yo decidimos cenar algo caliente en el restaurante del hotel. Eso sí, de camino al ascensor comprobé si la moqueta del pasillo era también inflamable y resultó serlo.

-Vamos a morir esta noche -le dije a mi esposa, que estaba visiblemente disgustada, como se podía apreciar por su forma de agarrar el bolso.

Antes de entrar en el restaurante, pasé por recepción y le expliqué la situación de la moqueta al recepcionista, cuya única respuesta fue desarrollar un tic muy molesto en el ojo izquierdo y tragarse dos analgésicos de golpe y sin agua.

Aproveché para comentarle otro asunto en el que la publicidad del hotel MIENTE DESCARADAMENTE: la página web insiste en que el establecimiento está “bien situado, cerca de las zonas turísticas”, cuando lo cierto es que está a varios cientos de kilómetros del centro.

-Señor -contestó el recepcionista, reprimiendo las lágrimas-. Usted está pensando en el centro de su ciudad. Estamos en otro país.

Cambiar de tema es el recurso de los débiles cuando están perdiendo una discusión. Lo di por imposible y le comenté a mi señora que no dejaríamos propina.

El restaurante resultó ser uno de los peores en los que he estado: nos tuvimos que sentar en dos bicicletas estáticas y no conseguimos que ningún camarero nos hiciera caso; estaban todos corriendo en cintas mecánicas o levantando pesas. Ese hotel era de locos. Baste decir que al final tuvimos que cenar en el gimnasio, que a su vez estaba lleno de mesas y donde, todo hay que decirlo, servían un risotto de setas bastante aceptable.

Pero lo peor fue cuando nos acostamos para dormir. Notamos un ruido muy molesto que no sabíamos de dónde venía: ¿la calefacción? ¿Quizás las cañerías? Ni idea, porque abrí varias paredes y desmonté unas cuantas tuberías sin éxito. El ruido era tan infernal que otros huéspedes del hotel se quejaban en voz muy alta y me gritaban cosas como “que pare ese ruido”. Encima con exigencias. Les grité que sólo era otro huésped con algunas nociones de fontanería, pero aún protestaron más. Como para ir haciendo favores.

Dado que no podíamos dormir, mi mujer y yo intentamos hacer el amor, pero con tanto disgusto no pude evitar un gatillazo, achacable única y exclusivamente al deficiente servicio del hotel. De hecho, era la primera vez que me ocurría algo semejante. Por eso me resultó aún más sorprendente que el botones se negara a complacer a mi esposa, a pesar de que prometí una buena propina. Tuvimos que volver a llamar a Juan Tamariz, que lo hizo seis veces, pero todas con la mano, como se puede ver en el siguiente vídeo.

En definitiva, no pienso volver a este hotel. Y yo le quitaría al menos una de las dos estrellas de las que presume.

(Fuente de la imagen).

Hay que decir las verdades a la cara

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A mí me gusta decir las cosas a la cara. Por eso salía a la calle con un megáfono y soltaba verdades a la gente que pasaba, la mayor parte de ellas referidas a su exceso de peso o ausencia de cabello. Lo hacía por su bien. Podría haberme quedado en casa, leyendo un libro o planchando, pero las mentiras piadosas no son más que un flaco favor. Es mucho mejor ir con la verdad por delante y gritar GORDO y CALVO de vez en cuando. Aunque duela. A mí, sobre todo. Me pegaban y me tiraban cosas. Alguno me insultaba.

Insultar y decir las verdades a la cara son dos cosas que no tienen nada que ver. Una verdad es lo que en ocasiones nos vemos obligados a decir a otras personas. Un insulto es lo que algún maleducado, probablemente borracho, me dice a mí.

En definitiva, nadie es profeta en su tierra.

Por eso me fui a Shanghái. Porque me hacía ilusión ser profeta. Me había dejado la barba y todo. Sin embargo y a pesar de salir del país, no conseguí ver el futuro. Fue un chasco, la verdad.  No hay que fiarse de las frases hechas. Mejor vuelta y vuelta, un poco de sal maldon, pimienta, un buen vinito y listos.

Como tampoco fui profeta en China, continué gritando verdades a la gente. Iba por la calle y le decía a todo el mundo que tenía cara de chino. Lo cual era cierto. Porque me puedo equivocar, pero jamás diré una mentira.

La reacción de los chinos era casi opuesta a la de los barceloneses. Algunos se sorprendían, otros se asustaban, una gran mayoría me miraba, pensativa, y seguía su camino. Y es que se trata de una cultura muy diferente. Están educados en el respeto, la introversión y la reflexión. Gritaba mis verdades con ayuda del megáfono y se decían a sí mismos: “Debo pensar en esto que me cuentan. A lo mejor este tipo de la barba sucia tiene razón y es cierto que tengo cara de chino”.

También puede ser que no todos ellos supieran castellano y alguno no me entendiera. Cosa que dudo. Con lo difícil que es el chino, ¿cómo no van a saber español? Hay muchas menos letras y son más fáciles de dibujar. Excepto la G. A mí la G me sale fatal, tanto la mayúscula como la minúscula. Y la f minúscula también me cuesta un montón: en teoría la barriga va hacia la derecha, pero a mí me sale a la izquierda, que es lo fácil. A mucha gente. Pues se ve que está mal.

Es curioso que China esté llena de personas con rasgos orientales. ¿Cómo se juntaron todas en el mismo sitio? ¿Se pusieron de acuerdo? Y pasa en todas partes. Será que no hay españoles en España. Un montón. Lo malo es que como hay tantos, al final alguno llega al gobierno y es un lío. Deberíamos tener, no sé, más ingleses, quizás algún sueco. Para compensar. Habría que mezclar más porque al final siempre nos toca a nosotros todo lo malo.

De hecho, volví de China para investigar la España profunda. Con ayuda de un martillo neumático, me puse a hacer un buen agujero para comprobar si todo lo que se dice sobre este tema es cierto. Me imaginaba una civilización subterránea llena de paletos disparándose trabucazos y votando a Fraga. Pero resulta que no, que lo único que te encuentras debajo del suelo es el metro. Y en mi caso, una noche en el calabozo y un juicio dentro de siete semanas. La próxima vez compraré un billete, que se han puesto muy duros con el tema.