—Oye, ¿te ha mordido uno de los zombis?
—¿A mí? No, no, qué va.
—¿Seguro?
—Segurísimo. Me habría enterado. Qué cosas tienes.
—Es que te he visto con uno encima.
—Sí, sí, casi me muerde, pero lo aparté a tiempo.
—Y no te mordió antes.
—No, no.
—Ni un poco.
—Te estoy diciendo que no.
—Es que tenía la boca muy cerca de tu cuello.
—Pero no lo suficiente.
—Mira que no te haya mordido un poco y no te hayas dado cuenta por aquello del fragor de la lucha y la adrenalina del combate.
—Que no.
—Tienes el cuello un poco rojo.
—Es el calor.
—A ver.
—¿Qué haces? Déjame.
—Solo quiero echar un vistazo.
—Que me sueltes.
—A ti te ha mordido un zombi.
—Te estoy diciendo que no.
—Entonces deja que te mire el cuello.
—Que no quiero que me mires el cuello.
—¿Y por qué no?
—Me da vergüenza.
—Pero qué tontería es esa.
—Deja de decir que me ha mordido un zombi. No me ha mordido ningún zombi. Si me hubiera mordido un zombi te lo diría.
—Esto no es ningún juego. Sabes que si volvemos al campamento y uno de los dos está infectado podría morder a más compañeros.
—Que sí, que ya lo sé, que no soy tonto.
—Mi hijo está allí. Comprenderás que tengo que cerciorarme antes de poner su vida en peligro.
—Ya, ya… Pero no me ha mordido nadie.
—Siempre hay alguien a quien muerde un zombi y no dice nada.
—No soy yo.
—¿Te acuerdas de Pedro? Le mordió uno hace unos meses mientras estaba buscando provisiones. No dijo nada y por la noche atacó a tres personas. Incluido tu hermano.
—Yo no haría eso.
—No sé, estás sudado, nervioso, no dejas que te mire el cuello.
—Acaban de atacarnos cuatro zombis en un supermercado abandonado y a oscuras. Es normal que esté sudado y nervioso.
—Bueno, vale, perdona… Es que no entiendo por qué alguien se callaría que le han mordido. No tiene cura, te vas a convertir en un zombi igual. Lo menos que puedes hacer es no arrastrar a nadie contigo.
—Yo no me voy a convertir en zombi.
—Ahora hablo en general, perdona. Es por hacer conversación.
—Ah. Pues yo qué sé. No sabemos nada de cómo funciona la infección. Igual piensan que no se contagia todo el mundo.
—No, qué va.
—¿Y tú qué sabes?
—¿A cuánta gente conoces tú que hayan mordido y no se haya convertido en zombi?
—Hombre, si los matamos en cuanto les muerden no podemos saberlo.
—Es para ahorrarles el sufrimiento.
—Eso es muy poco científico.
—No estamos para ciencia. Tenemos que salvar nuestras vidas. Y las de nuestros hijos.
—Mira, otra cosa que no sabemos es si todas las mordeduras provocan una infección. Si solo te rozan y te limpias enseguida, igual no…
—A ti te han mordido.
—¡Que no me han mordido!
—Pues deja que te mire el cuello.
—Que no ha sido en el cuello.
—¿Qué?
—Que no… Que no me han mordido…
—Has dicho “que no ha sido en el cuello”.
—No, no… Jajaja, qué cosas tienes…
—¿Dónde ha sido?
—Que no me toques.
—¿Dónde te ha mordido?
—Solo me ha rozado.
—¿Dónde?
—En tu culo, déjame en paz.
—¿Dónde?
—No me ha mordido. Solo me ha tocado el costado con los dientes. Y he limpiado la herida enseguida.
—¿Con qué?
—Con un trapo.
—Con un trapo.
—Que sí, que los gérmenes no han llegado a la corriente sanguínea.
—Claro. Los “gérmenes”.
—Mira, me atas y vemos cómo evoluciona la cosa. A lo mejor soy inmune.
—Nadie es inmune.
—¿Qué haces con esa pistola?
—Esto lo hago por ti, para ahorrarte el sufrimiento.
—Déjame sufrir en paz, cojones.
—No dejaré que te acerques a mi hijo.
—Tu hijo tiene casi 30 años.
—Es un crío.
— Podría echar una mano de vez en cuando.
—Quiero protegerle de todo esto.
—30 años tiene. Y un generador solo para su Play.
—Tenemos generadores de sobras.
—Solo tenemos dos.
—Pues eso, nos sobra uno. Además, se está entrenando.
—Jugar al Resident Evil no cuenta como entrenamiento.
—¡Mata zombis! De todas formas, no estamos hablando de mi hijo. Estamos hablando de por qué alguien se callaría que le han mordido.
—Seamos un poco científicos. No sabemos si estoy infectado. Me ha mordido muy poco. Mira.
—Tienes toda la marca de los dientes.
—Sí, pero no hay sangre. No ha llegado a hacer sangre. Y he limpiado la herida.
—Con ese trapo.
—Sí.
—¿De qué color es ese trapo?
—Del color de la jeta de tu hijo.
—¡Oye!
—Ha engordado como diez kilos desde que comenzó el holocausto zombi.
—Me quito comida de mi boca para dársela a él. ¿Cómo lo quieres?
—¿El qué?
—El disparo. ¿En la boca? ¿En la sien? ¿O prefieres que no te toque la cara? Te puedo disparar en el corazón.
—Que me dejes.
—No puedo.
—A ver si te voy a disparar yo a ti.
—Como muevas las manos, te vuelo la cabeza.
—Que no me ha hecho sangre.
—¡No podemos arriesgarnos!
—Joder, no podrás tú. Yo sí que puedo.
—Te quiero como a un hermano. Por eso te tengo que matar.
—Tú eres un psicópata.
—Lo siento.
—No, espera.
—Lo hago por mi hijo.
—Vete a la m
***
—Papá, has vuelto.
—Claro. Te dije que volvería.
—Pero has vuelto solo.
—Sí.
—Lo siento.
—Así es la vida ahora.
—¿Estás bien?
—Sí, sí…
—Estás sudando.
—Hace calor.
—Te noto pálido.
—Acabo de matar a mi mejor amigo.
—No, no, quiero decir que pareces enfermo físicamente.
—Quizás haya pillado un catarro. ¿A qué viene tanta preguntita?
—¿No te habrá mordido un zombi?
—¿A mí? Jajaja… No, hombre, no.
—¿Y esa marca del brazo?
—¿Que marca?
—Esa. No te la tapes.
—Un golpe… con… un árbol…
—Parecen unos dientes.
—Un árbol con forma de boca… ¡No hay sangre!
—¿Qué?
—Que no hay sangre. Los gérmenes no han pasado al torrente sanguíneo.
—A ti te ha mordido un zombi.
—¡A lo mejor soy inmune!
—Nadie es inmune. Me lo has dicho decenas de veces.
—No lo sabemos, hijo. Hay que mirar esto con ojos científicos. Deja la pistola. Hijo, escúchame. Podemos esperar unas horas y vamos viendo.
—No puedo dejar que sufras.
—¡Que no estoy sufriendo!
—Lo siento, papá.
—No hay sang