Cuando Diana y yo nos enteramos de que un meteorito se había estrellado contra el planeta Drumpf, destruyendo la mitad de sus ciudades y sumiéndolo en una noche de cenizas que duraría al menos tres siglos terrestres, nos dimos cuenta que esa era nuestra oportunidad para hacer algo por los demás, como siempre habíamos querido.
Tras un trámite corto debido a la situación de emergencia, adoptamos a Drip, un pobre niño drumpfiano que había perdido a toda su familia. Tenerlo en casa no fue fácil: Drip era una babosa translúcida de 200 kilos de peso. La parte buena era que al no tener huesos podía pasar por las puertas con facilidad. Pero no fue fácil adaptarse a su dieta: necesitábamos tener varias docenas de cabras vivas en casa, ya que era lo único que podía comer. Se las tragaba enteras y escupía los huesos, que retirábamos con cuidado porque quemaban por culpa del ácido.
También le costó hacerse al colegio. Al principio, sus compañeros le gritaban “babosa, babosa”. Pero la profesora les dio una charla acerca de lo importante que es aceptar a los que son diferentes, porque eso nos enriquece como personas. Luego Drip se la comió. Así se ganó el favor del resto de niños y niñas del colegio.
Eso sí, su madre y yo le regañamos. Drip, le dijimos, no está bien que te comas a los profesores solo para caer bien. Recuerda que la carne humana te provoca úlceras. Decidimos no castigarle porque ya lo estaba pasando bastante mal. Cuando le dolía la barriga soltaba unos gemidos que se oían en todo el barrio y que hacían que los gatos se tiraran por los balcones.
Era un niño muy tierno. Cuando le decíamos que le queríamos mucho, se avergonzaba, agachaba las antenas y nos decía que un día nos mataría a todos.
También estaba muy rico cuando le preguntábamos qué quería ser de mayor.
-Traeré el infierno a este planeta. Los humanos sois débiles y no podréis oponer resistencia a mi especie.
-¡Míralo! ¡Hablando como una persona mayor! ¡Qué gracioso!
-Dejaréis de reír cuando forméis parte de nuestro ejército de esclavos.
Durante su adolescencia, la especie de Drip necesita beber mucha agua salada, por lo que prácticamente secó el mar Mediterráneo. Y por eso ahora es un pantano salado muy bonito, con caimanes, serpientes de siete metros y varios millones de ranas. Mucho mejor que esas playas llenas de turistas. Sigo sin entender por qué se quejó tanto la gente. Alguno incluso dijo que había que meter a Drip en la cárcel. Qué locura.
Nuestro hijo aprobó la selectividad sin problema: solo necesitó amenazar a los correctores con su sudor, que es venenoso. Se matriculó en Medicina. Nos dijo que quería aprender cómo funcionaba el cuerpo humano y conocer así la forma más eficaz de exterminar a nuestra raza. Nos pareció muy bonito que quisiera saber más acerca de la especie que le había acogido.
-Eres como tu padre -le dijo Diana, con una lagrimilla resbalándole mejilla abajo-. Tan abnegado, tan entregado a los demás.
Lo decía porque había pasado un par de días pensando en hacer un donativo a Acnur, aunque al final me olvidé.
-Cada minuto que paso con vosotros, alejado de mi especie, me siento como si tuviera miles de puñales clavados en mis cuatro corazones -respondió Drip.
Mientras aún estudiaba, Drip nos presentó a su primera novia: Nuria. A nosotros nunca nos cayó muy bien porque bebía cerveza y todo el mundo sabe que alcohol es corrosivo para los drumpfianos. Una simple gota en su piel le podría provocar una molesta llaga.
Pero ya se sabe lo que pasa con los jóvenes: nunca hacen caso a sus padres. A pesar de que le dijimos que aquella chica no le convenía, Drip no solo siguió con ella, sino que la dejó embarazada.
A sus padres les molestó mucho porque los drumpfianos ponen miles de huevos que en una semana revientan el cuerpo de la madre. Durante el funeral se comportaron con una mala educación increíble. Habían educado a una chica que bebía cerveza a pesar de salir con un drumpfiano y encima venían dando lecciones. Estuvimos a punto de irnos. Pero nos supo mal por Drip y por nuestros nietos, que también eran suyos.
Drip avisó a sus hermanos, que estaban repartidos por toda la galaxia y que también habían tenido descendencia en otros planetas, y así comenzó la invasión de la Tierra.
Oficialmente, escogieron nuestro planeta por las cabras, el clima y la facilidad con la que podían someternos, pero Diana y yo sabíamos que Drip quería estar cerca de nosotros.
No nos gustó que metiera a nuestros nietos en una guerra, pero al final hay que dejar que los hijos tomen sus propias decisiones. Eso sí, nos encantaba cuidar a los retenes que dejaba de reserva y a los que alimentábamos con cabras, como cuando Drip era un niño. Aquello nos trajo muchos recuerdos.
Drip no solo es listo, sino que también es muy trabajador. Por eso no nos extrañó nada que los drumpfianos aplastaran toda resistencia en cuestión de semanas. Cuando su emperador vino a la Tierra, él fue el primero en inclinarse ante él y darle la bienvenida.
-Ese es mi hijo -dije en la sala común de las mazmorras cuando nos proyectaron las imágenes. Alguien me arrojó un taburete.
Ahora los humanos somos esclavos de los drumpfianos y Drip es vicesecretario en el Ministerio de Economía de la Colonia de la Tierra. Estamos muy orgullosos de él, claro, pero nos parece poco. Fue él quien planeó la invasión y quien ha dado un nuevo hogar a sus compatriotas. Debería ser ministro o incluso presidente.
A Diana no le gusta mucho que lo vaya diciendo por ahí porque a nuestros compañeros en la cantera no les gusta.
-Piensa que aquí hay muchas piedras y las piedras son más duras que un taburete.
Le hago caso por no discutir, pero no me gusta nada tener que callarme por culpa de la envidia ajena. Los hijos de los demás están con nosotros, en la cantera, o metiendo cabras en latas de conservas. Pero el nuestro, no. Drip está en el gobierno.
Y además sigue siendo nuestro pequeño Drip. Hace dos meses visitó la obra y pasó a menos de doscientos metros de donde estábamos.
-¡Drip! -Grité-. ¡Estamos aquí! Diana, mira, ese es Drip. ¡Drip!
Nuestro hijo miró hacia donde estábamos, pero en seguida apartó las antenas y continuó hablando con los drumpfianos que dirigían la obra.
-Déjale -dijo Diana-, ¿no ves que está trabajando? Ya vendrá luego a saludar, por poco tiempo que tenga.
No vino. Me supo fatal por su madre. Cuando nos acostamos en nuestro tablón de madera, la noté muy triste.
-No te preocupes -le dije-. Seguro que viene cuando terminemos el matadero de cabras. Durante la inauguración no tendrá tanto trabajo.
Intenté sonar convincente, pero ni yo mismo me lo acababa de creer. Ese día estaría ocupado saludando a las autoridades y seguro que después se metería en otro proyecto. Es normal que alguien tan importante como nuestro Drip esté ocupado, y es ley de vida que los hijos sigan su propio camino. Si él está bien, nosotros estamos bien. Y, en todo caso, ya sabe que nos tiene para lo que necesite. Pase lo que pase, en nuestro barracón nunca le faltará una cabra viva.