
Pictured: DENNIS VEVERKA / HALBERT HOYETT / CHUCK RICHTER / JIM ROEDER
Mi jefa me llevó a una sala de reuniones. Ya me imaginaba para qué sería: había pasado toda la noche dando vueltas en la cama, ensayando mentalmente esta escena.
—Verás, Jaime —comenzó—, quería hablarte de esto.
Me enseñó su móvil. En la pantalla, tal y como esperaba, vi un tuit mío de junio de 2011: “Hoy es lunes, qué asco”.
—Lo sé —contesté—, y sé que no tengo excusa. Pero pasaba por un momento muy malo. Trabajaba en otra empresa, nos explotaban por cuatro duros y, en fin, perdí los nervios.
Silencio.
—Además, era lunes.
—Ya, pero es que ahora trabajas aquí y muchos comentarios te están relacionando con nosotros. Es una publicidad pésima, como puedes entender.
—Me disculpé anoche. Varias veces. No quería ofender a nadie. Y lo escribí hace cinco años. Sin pensar. Era otra época. En Twitter éramos cuatro y decíamos muchas barbaridades. No nos leía nadie.
—Hay cosas con las que no se bromea.
—Lo sé. Ahora lo sé. He cambiado. He aprendido.
—Lo siento, pero tenemos que despedirte.
No dije nada más. Parecía bastante claro que la decisión se había tomado antes de que entrara en la sala.
Durante la noche previa de insomnio había llegado a pensar no solo que el despido era lo más probable, sino que además sería una buena noticia. Prefería no trabajar para una empresa a la que le parecía buena idea despedirme por una frase escrita hacía cinco años en un momento de inconsciencia. Una frase, por otro lado, que todos habíamos pensado alguna vez e incluso pronunciado en voz alta, no siempre borrachos.
Pero sabía que eso era mentira, que no había nada positivo en aquella situación. Porque ¿quién querría contratar al tipo que odia los lunes?
Fui a mi mesa a recoger mis cosas. Mis compañeros se levantaron para despedirse, incómodos. Todos menos Esteban. Me acerqué a él de todas formas.
—No te voy a engañar —me dijo—. Creo que la empresa hace bien despidiéndote.
No le contesté. Me había pillado por sorpresa. Y estaba un poco cansado de defenderme.
—Me repugnas —añadió, aprovechando mi silencio.
Ya en el metro, saqué el móvil del bolsillo. Desde el día anterior por la tarde, cuando se había armado todo el follón, me había intentado obligar a no entrar de nuevo en Twitter, pero no podía evitarlo. Lo hacía buscando algún mensaje de apoyo —que lo había, por lo general con un tonillo despectivo y condescendiente—, pero al final solo leía los insultos, cuyo ritmo no había caído a pesar de mis disculpas y de que ya hacía más de doce horas que había borrado el tuit.
“Hay que ser cabrón para quejarse de los lunes, con la que está cayendo”.
“A los seis millones de parados ya les gustaría que su lunes fuera diferente al fin de semana”.
“La economía está estancada por culpa de vagos como tú”.
“Hay niños africanos que solo pueden disfrutar de un lunes al mes”.
No solo los leía, sino que buscaba algunos que ya había visto y que me habían parecido especialmente hirientes. No era por masoquismo, lo pasaba fatal, pero parecía que necesitara leer las respuestas a estos comentarios, mirar cuánta gente los había retuiteado, cuánta gente había hecho fav. De vez en cuando se me ocurría alguna respuesta más o menos ingeniosa que no me atrevía a escribir: sabía que aquello solo empeoraría mi situación.
“Me da asco la gente que se burla de los parados”.
“Hoy es lunes. A ver qué piensan en su empresa, @GaimanAndCo, de su tuit”.
“No tiene NI PUTA GRACIA, CABRONAZO”.
“Si tu padre llevara dos años en paro, no dirías eso”.
“Como te vea, te rajo el cuello, ya sea lunes o viernes, pijo de mierda”.
Aparte de los insultos, había algún chiste, claro, como los clásicos “a lo mejor los lunes solo necesitan un abrazo” y “tened en cuenta que un lunes mató a sus padres a la salida del cine”.
Algunos se habían dedicado a hurgar aún más en mi archivo, encontrando otros tuits ofensivos. “Hoy hace un día de perros” les pareció insultante a los amigos de los animales, otro me acusó de apropiación cultural por publicar una foto de un plato de sushi y un tercero encontró una foto de uno de mis pies (solo se veía uno) medio enterrado en la arena de la playa. “También se ríe de los cojos, este indeseable”, escribió.
¿Debía disculparme también por estos tuits? Ya había pedido perdón varias veces por el del lunes y no había servido para nada. ¿Qué más querían de mí? ¿Que viajara en el tiempo y evitara que mis padres se conocieran —tal vez mediante el asesinato— para evitar mi nacimiento y, por tanto, todas esas publicaciones?
Cuando llegué a casa, cerré mi cuenta, puse un canal de televisión al azar e intenté dormir. Lo logré. No tenía mucho mérito, teniendo en cuenta la noche que había pasado.
Me despertó el teléfono. Era una amiga.
—¿Pero qué coño has hecho?
—¿Te has enterado?
—¡Sales en el periódico!
—Joder. Mierda. Joder.
—¿Cómo escribes eso?
—No sé, yo… Ni siquiera lo recuerdo.
Era mentira. Recordaba perfectamente cuándo y por qué había publicado ese tuit: un lunes por la mañana, antes de salir de casa y mientras tomaba el primer café del día. Pensé “lunes, qué asco” y lo escribí sin pararme a pensar en las consecuencias.
—Mira —le dije mientras encendía el portátil para buscar la noticia—, era otra época. Hace cuatro o cinco años no había casi nadie en Twitter y se decían toda clase de burradas. Incluso se hacían chistes sobre las olas de calor.
—Ah, muy bonito. Hay gente muerta por culpa de las olas de calor. Mira, porque te conozco desde hace años y sé que no eres así, que si no…
—Todo ha cambiado mucho desde entonces. Fue la época dorada de Twitter. Decíamos todo lo que se nos ocurría. ¡Nos creíamos dioses!
—¿Y qué piensas hacer?
—No lo sé… Imagino que se cansarán pronto. Que encontrarán otro escándalo en el que fijarse. Estas cosas no suelen durar más de uno o dos días.
—Sí, ya… ¿En tu trabajo lo saben?
—Me han despedido. Madre mía, han titulado “El tuit ofensivo contra los parados que incendia las redes”.
—Han puesto una foto tuya de Facebook.
—Al menos salgo sobrio. Espera, tengo que colgar.
Oía ruido en la calle. Salí al balcón. Abajo, frente al portal, había dos decenas de personas. Llevaban varios carteles en los que se me llamaba “enemigo de los parados”, entre otras lindezas. También coreaban insultos que se oían perfectamente desde mi cuarto piso. “Miradlo, es ese”, gritó uno de ellos. Volví a entrar en casa, cerré las ventanas, bajé las persianas y subí el volumen de la televisión.
Aun así, más tarde oí que cantaban Imagine. Levanté un poco una de las persianas y vi que había algo más de gente (no mucha más, los tuiteros no están acostumbrados a salir a la calle) y que también habían encendido velas.
Pasé otra noche en blanco. Alguien aporreó la puerta un par de veces, pero no me atreví ni a levantarme de la cama. Recibí un par de llamadas, digamos, poco amables y apagué el móvil. Aunque antes volví a echar un vistazo en Twitter. Seguían llegando insultos.
“Ese fascista ha tenido que cerrar la cuenta. ¡Estamos mejor sin él!”.
“Nos vamos a quedar frente a su casa hasta que se le pasen las ganas de insultar a los parados”.
“Este lunes seguro que le ha dado bastante asco. Aunque no tanto como él a nosotros”.
La mañana siguiente tenía varias decenas de mensajes en el móvil, tanto de texto como de voz. Mi primera idea fue borrarlos todos, pero al final opté por escucharlos uno a uno.
El decimocuarto me llamó la atención. “Hola, Jaime. Creemos que podemos ayudarte. Llámame o escríbeme a este número”.
Dos horas más tarde, una pareja llamaba a mi puerta.
—¿Cómo sé que no estáis con los de abajo? —Pregunté, sin abrir.
—Yo estaba en Twitter antes —dijo él—. Igual te suena mi apodo. Era Capaldi89.
Ese nombre me sonaba.
—¿Tú no dijiste una vez que tenías mucha sed?
—Sí.
Aquello había sido otro escándalo. De hecho, a pesar de la situación en la que me encontraba y de que habían pasado quizás un par de años, me indigné al recordarlo. ¿Cómo podía alguien que vivía en el primer mundo decir que tenía sed, cuando había grifos en todas las casas y bares en todas las esquinas? ¿Cómo podía alguien ser tan ciego a la realidad de millones de personas que sí pasaban sed de verdad?
—¿Y tú?
—Yo una vez dije que no me gustaba la idea de que un chico al que no conocía de nada me invitara a café.
—Eso no lo recuerdo… ¿Cuál fue el problema con la frase?
—Ni idea, pero recibí cientos de mensajes en los que me llamaban “zorra” y “puta”. También me acusaron de querer acabar con la especie humana.
—¿Nos abres?
—Sí, sí. Perdón.
Les dejé a pasar. Hice café.
—Perdonad, no tengo galletas…
—No pasa nada.
—¿Hay mucha gente en la calle? No me atrevo a mirar.
—Unos veinte o así —me dijo él—. Tus vecinos están enfadadísimos. Cuando uno ha visto que íbamos a tu casa, nos ha echado una bronca bastante importante. He creído entender que uno de los de abajo casi le roba el perro porque lo había confundido con un pokemon.
—¿Y vosotros…? ¿Quiénes sois? ¿A qué habéis venido?
—Formamos parte de una asociación que ayuda a gente que pasa por problemas similares al tuyo.
—No sé si eres consciente, pero tu vida ha cambiado por completo.
—¿No se cansarán de mí? He visto en el telediario que Rajoy ha dicho que en realidad no lee el Marca, que solo mira las fotos. Seguro que eso les entretendrá.
—¿Y no has visto que el ministro del Interior ha dicho que la fiscalía investigará tu caso?
—Sí, pero eso ya serían cosas de juicios… No es importante. Dejarán de hablar de mí en Twitter, ¿no?
—Imagino que sí. En un par de días ya no quedará nadie en la puerta de tu casa e incluso, si quisieras, podrías volver a abrir tu cuenta y seguir tuiteando con normalidad. O casi.
—El problema es que internet nunca olvida nada.
—Por ejemplo, cada vez que alguien discuta contigo, te responderá con un pantallazo de tu tuit.
—Y eso no es lo peor. Te han despedido, ¿verdad?
—Sí.
—Cuando envíes el currículum a otra empresa y te busquen por Google, sabes qué encontrarán, ¿verdad? Al tipo que odia los lunes.
—Pero Twitter no es tan importante, ¿no? Solo son cuatro egos inflados a los que nadie tiene en cuenta en la vida real.
—Por lo general, sí, pero de ti se ha hablado también en la prensa e incluso en sitios que de verdad importan, como Facebook.
—Todo esto lo sabemos por experiencia propia. Te recuerdo que yo ni siquiera firmaba con mi nombre real.
—¿Y qué puedo hacer ahora? ¿Cómo puedo…? ¿Qué debería…?
—Tranquilo, te hemos traído todo lo que necesitas para comenzar una nueva vida.
Ella abrió el bolso, sacó un sobre y lo dejó encima de la mesa. Lo cogí, algo asustado. Por un momento pensé en la posibilidad de que se tratara de ántrax. A lo mejor me habían engañado y estaban compinchados con los tipos de abajo. Quizás todo era una trampa para acabar conmigo.
—¿Esto es un bigote postizo?
—Con él podrás salir de casa y buscar un trabajo de perfil bajo, donde no se pidan muchas referencias ni se use internet: estibador en el puerto, director de periódico, profesor universitario…
—¿Y no podría haberme dejado crecer el bigote?
—Huy, vaya, perdona… Ahora el sabelotodo no nos necesita.
—¿Preferías pasar una semana en casa, sin poder ni siquiera bajar al súper?
—Puedo comprar online.
—¿Así nos das las gracias?
—No, perdón, claro que os lo agradezco, pero…
—¡No me extraña que la gente te odie! ¡Eres un insensible!
—Déjalo, no merece la pena…
—¡Tienes cero empatía!
—Vámonos… Mira, le has hecho llorar.
—Yo… Lo siento…
—Eso es todo lo que sabes decir. ¡Piensa antes de hablar, joder!
—Vámonos, no le hagas caso…
Se fueron muy enfadados. Al cerrar la puerta, oí sollozos.
Lo cierto es que usé el bigote ese mismo día. Les envíe un selfi (y más disculpas) para que vieran que seguía su consejo y que lo agradecía. Pero no fui al supermercado. Contaba con algunos ahorros y con el finiquito, por lo que, teniendo en cuenta el panorama, pensé que igual todo aquello era una oportunidad para empezar de cero en un sitio en el que nadie me conociera. Así que aproveché el mostacho para salir a la calle, coger un taxi y largarme al aeropuerto con una mochila.
Decidí que cogería el primer vuelo disponible que me llevara fuera de España. Por culpa de esa idiotez acabé volando a Ulan Bator. Después de tres conexiones, dos autobuses y de quedar cuarto en el Dakar, llegué a la ciudad. Busqué un hotel y pedí una habitación. Todo parecía ir bien hasta que el conserje me pidió el pasaporte. Leyó mi nombre, alzó la ceja izquierda y me lo devolvió.
—Lo siento —me dijo, en un perfecto inglés — , pero no nos quedan habitaciones.
—¿No? Pero si hace un momento…
—Pruebe en la pensión que hay al final de la calle. Creo que allí no tienen wifi.
—Pero…
—Pase un buen lunes.
—Pero si hoy no es… Mierda. Vale. Ya lo pillo.
En la pensión sí tenían wifi, a pesar de los prejuicios de mi conserje. De hecho, no encontré alojamiento hasta varios días después, cuando me acogió una familia que vivía cerca de la frontera con China, a cambio de ayudarles con el cuidado de las cabras.
Llevo ya unas cuantas semanas con ellos. Me tratan muy bien y preparan un khorkhlog delicioso, pero no sé cuánto durará esto. Tömörbaatar, el hijo mayor, cumple 13 años el mes que viene, y ya le ha dicho a sus padres qué regalo le gustaría: un móvil con conexión a internet.
Imagen: NASA / Flickr Commons