Cuando éramos dioses

10X10 FOOT WIND TUNNEL CONTROL ROOM Pictured: DENNIS VEVERKA / HALBERT HOYETT / CHUCK RICHTER / JIM ROEDER
10X10 FOOT WIND TUNNEL CONTROL ROOM
Pictured: DENNIS VEVERKA / HALBERT HOYETT / CHUCK RICHTER / JIM ROEDER

Mi jefa me llevó a una sala de reuniones. Ya me imaginaba para qué sería: había pasado toda la noche dando vueltas en la cama, ensayando mentalmente esta escena.

—Verás, Jaime —comenzó—, quería hablarte de esto.

Me enseñó su móvil. En la pantalla, tal y como esperaba, vi un tuit mío de junio de 2011: “Hoy es lunes, qué asco”.

—Lo sé —contesté—, y sé que no tengo excusa. Pero pasaba por un momento muy malo. Trabajaba en otra empresa, nos explotaban por cuatro duros y, en fin, perdí los nervios.

Silencio.

—Además, era lunes.

—Ya, pero es que ahora trabajas aquí y muchos comentarios te están relacionando con nosotros. Es una publicidad pésima, como puedes entender.

—Me disculpé anoche. Varias veces. No quería ofender a nadie. Y lo escribí hace cinco años. Sin pensar. Era otra época. En Twitter éramos cuatro y decíamos muchas barbaridades. No nos leía nadie.

—Hay cosas con las que no se bromea.

—Lo sé. Ahora lo sé. He cambiado. He aprendido.

—Lo siento, pero tenemos que despedirte.

No dije nada más. Parecía bastante claro que la decisión se había tomado antes de que entrara en la sala.

Durante la noche previa de insomnio había llegado a pensar no solo que el despido era lo más probable, sino que además sería una buena noticia. Prefería no trabajar para una empresa a la que le parecía buena idea despedirme por una frase escrita hacía cinco años en un momento de inconsciencia. Una frase, por otro lado, que todos habíamos pensado alguna vez e incluso pronunciado en voz alta, no siempre borrachos.

Pero sabía que eso era mentira, que no había nada positivo en aquella situación. Porque ¿quién querría contratar al tipo que odia los lunes?

Fui a mi mesa a recoger mis cosas. Mis compañeros se levantaron para despedirse, incómodos. Todos menos Esteban. Me acerqué a él de todas formas.

—No te voy a engañar —me dijo—. Creo que la empresa hace bien despidiéndote.

No le contesté. Me había pillado por sorpresa. Y estaba un poco cansado de defenderme.

—Me repugnas —añadió, aprovechando mi silencio.

Ya en el metro, saqué el móvil del bolsillo. Desde el día anterior por la tarde, cuando se había armado todo el follón, me había intentado obligar a no entrar de nuevo en Twitter, pero no podía evitarlo. Lo hacía buscando algún mensaje de apoyo —que lo había, por lo general con un tonillo despectivo y condescendiente—, pero al final solo leía los insultos, cuyo ritmo no había caído a pesar de mis disculpas y de que ya hacía más de doce horas que había borrado el tuit.

“Hay que ser cabrón para quejarse de los lunes, con la que está cayendo”.

“A los seis millones de parados ya les gustaría que su lunes fuera diferente al fin de semana”.

“La economía está estancada por culpa de vagos como tú”.

“Hay niños africanos que solo pueden disfrutar de un lunes al mes”.

No solo los leía, sino que buscaba algunos que ya había visto y que me habían parecido especialmente hirientes. No era por masoquismo, lo pasaba fatal, pero parecía que necesitara leer las respuestas a estos comentarios, mirar cuánta gente los había retuiteado, cuánta gente había hecho fav. De vez en cuando se me ocurría alguna respuesta más o menos ingeniosa que no me atrevía a escribir: sabía que aquello solo empeoraría mi situación.

“Me da asco la gente que se burla de los parados”.

“Hoy es lunes. A ver qué piensan en su empresa, @GaimanAndCo, de su tuit”.

“No tiene NI PUTA GRACIA, CABRONAZO”.

“Si tu padre llevara dos años en paro, no dirías eso”.

“Como te vea, te rajo el cuello, ya sea lunes o viernes, pijo de mierda”.

Aparte de los insultos, había algún chiste, claro, como los clásicos “a lo mejor los lunes solo necesitan un abrazo” y “tened en cuenta que un lunes mató a sus padres a la salida del cine”.

Algunos se habían dedicado a hurgar aún más en mi archivo, encontrando otros tuits ofensivos. “Hoy hace un día de perros” les pareció insultante a los amigos de los animales, otro me acusó de apropiación cultural por publicar una foto de un plato de sushi y un tercero encontró una foto de uno de mis pies (solo se veía uno) medio enterrado en la arena de la playa. “También se ríe de los cojos, este indeseable”, escribió.

¿Debía disculparme también por estos tuits? Ya había pedido perdón varias veces por el del lunes y no había servido para nada. ¿Qué más querían de mí? ¿Que viajara en el tiempo y evitara que mis padres se conocieran —tal vez mediante el asesinato— para evitar mi nacimiento y, por tanto, todas esas publicaciones?

Cuando llegué a casa, cerré mi cuenta, puse un canal de televisión al azar e intenté dormir. Lo logré. No tenía mucho mérito, teniendo en cuenta la noche que había pasado.

Me despertó el teléfono. Era una amiga.

—¿Pero qué coño has hecho?

—¿Te has enterado?

—¡Sales en el periódico!

—Joder. Mierda. Joder.

—¿Cómo escribes eso?

—No sé, yo… Ni siquiera lo recuerdo.

Era mentira. Recordaba perfectamente cuándo y por qué había publicado ese tuit: un lunes por la mañana, antes de salir de casa y mientras tomaba el primer café del día. Pensé “lunes, qué asco” y lo escribí sin pararme a pensar en las consecuencias.

—Mira —le dije mientras encendía el portátil para buscar la noticia—, era otra época. Hace cuatro o cinco años no había casi nadie en Twitter y se decían toda clase de burradas. Incluso se hacían chistes sobre las olas de calor.

—Ah, muy bonito. Hay gente muerta por culpa de las olas de calor. Mira, porque te conozco desde hace años y sé que no eres así, que si no…

—Todo ha cambiado mucho desde entonces. Fue la época dorada de Twitter. Decíamos todo lo que se nos ocurría. ¡Nos creíamos dioses!

—¿Y qué piensas hacer?

—No lo sé… Imagino que se cansarán pronto. Que encontrarán otro escándalo en el que fijarse. Estas cosas no suelen durar más de uno o dos días.

—Sí, ya… ¿En tu trabajo lo saben?

—Me han despedido. Madre mía, han titulado “El tuit ofensivo contra los parados que incendia las redes”.

—Han puesto una foto tuya de Facebook.

—Al menos salgo sobrio. Espera, tengo que colgar.

Oía ruido en la calle. Salí al balcón. Abajo, frente al portal, había dos decenas de personas. Llevaban varios carteles en los que se me llamaba “enemigo de los parados”, entre otras lindezas. También coreaban insultos que se oían perfectamente desde mi cuarto piso. “Miradlo, es ese”, gritó uno de ellos. Volví a entrar en casa, cerré las ventanas, bajé las persianas y subí el volumen de la televisión.

Aun así, más tarde oí que cantaban Imagine. Levanté un poco una de las persianas y vi que había algo más de gente (no mucha más, los tuiteros no están acostumbrados a salir a la calle) y que también habían encendido velas.

Pasé otra noche en blanco. Alguien aporreó la puerta un par de veces, pero no me atreví ni a levantarme de la cama. Recibí un par de llamadas, digamos, poco amables y apagué el móvil. Aunque antes volví a echar un vistazo en Twitter. Seguían llegando insultos.

“Ese fascista ha tenido que cerrar la cuenta. ¡Estamos mejor sin él!”.

“Nos vamos a quedar frente a su casa hasta que se le pasen las ganas de insultar a los parados”.

“Este lunes seguro que le ha dado bastante asco. Aunque no tanto como él a nosotros”.

La mañana siguiente tenía varias decenas de mensajes en el móvil, tanto de texto como de voz. Mi primera idea fue borrarlos todos, pero al final opté por escucharlos uno a uno.

El decimocuarto me llamó la atención. “Hola, Jaime. Creemos que podemos ayudarte. Llámame o escríbeme a este número”.

Dos horas más tarde, una pareja llamaba a mi puerta.

—¿Cómo sé que no estáis con los de abajo? —Pregunté, sin abrir.

—Yo estaba en Twitter antes —dijo él—. Igual te suena mi apodo. Era Capaldi89.

Ese nombre me sonaba.

—¿Tú no dijiste una vez que tenías mucha sed?

—Sí.

Aquello había sido otro escándalo. De hecho, a pesar de la situación en la que me encontraba y de que habían pasado quizás un par de años, me indigné al recordarlo. ¿Cómo podía alguien que vivía en el primer mundo decir que tenía sed, cuando había grifos en todas las casas y bares en todas las esquinas? ¿Cómo podía alguien ser tan ciego a la realidad de millones de personas que sí pasaban sed de verdad?

—¿Y tú?

—Yo una vez dije que no me gustaba la idea de que un chico al que no conocía de nada me invitara a café.

—Eso no lo recuerdo… ¿Cuál fue el problema con la frase?

—Ni idea, pero recibí cientos de mensajes en los que me llamaban “zorra” y “puta”. También me acusaron de querer acabar con la especie humana.

—¿Nos abres?

—Sí, sí. Perdón.

Les dejé a pasar. Hice café.

—Perdonad, no tengo galletas…

—No pasa nada.

—¿Hay mucha gente en la calle? No me atrevo a mirar.

—Unos veinte o así —me dijo él—. Tus vecinos están enfadadísimos. Cuando uno ha visto que íbamos a tu casa, nos ha echado una bronca bastante importante. He creído entender que uno de los de abajo casi le roba el perro porque lo había confundido con un pokemon.

—¿Y vosotros…? ¿Quiénes sois? ¿A qué habéis venido?

—Formamos parte de una asociación que ayuda a gente que pasa por problemas similares al tuyo.

—No sé si eres consciente, pero tu vida ha cambiado por completo.

—¿No se cansarán de mí? He visto en el telediario que Rajoy ha dicho que en realidad no lee el Marca, que solo mira las fotos. Seguro que eso les entretendrá.

—¿Y no has visto que el ministro del Interior ha dicho que la fiscalía investigará tu caso?

—Sí, pero eso ya serían cosas de juicios… No es importante. Dejarán de hablar de mí en Twitter, ¿no?

—Imagino que sí. En un par de días ya no quedará nadie en la puerta de tu casa e incluso, si quisieras, podrías volver a abrir tu cuenta y seguir tuiteando con normalidad. O casi.

—El problema es que internet nunca olvida nada.

—Por ejemplo, cada vez que alguien discuta contigo, te responderá con un pantallazo de tu tuit.

—Y eso no es lo peor. Te han despedido, ¿verdad?

—Sí.

—Cuando envíes el currículum a otra empresa y te busquen por Google, sabes qué encontrarán, ¿verdad? Al tipo que odia los lunes.

—Pero Twitter no es tan importante, ¿no? Solo son cuatro egos inflados a los que nadie tiene en cuenta en la vida real.

—Por lo general, sí, pero de ti se ha hablado también en la prensa e incluso en sitios que de verdad importan, como Facebook.

—Todo esto lo sabemos por experiencia propia. Te recuerdo que yo ni siquiera firmaba con mi nombre real.

—¿Y qué puedo hacer ahora? ¿Cómo puedo…? ¿Qué debería…?

—Tranquilo, te hemos traído todo lo que necesitas para comenzar una nueva vida.

Ella abrió el bolso, sacó un sobre y lo dejó encima de la mesa. Lo cogí, algo asustado. Por un momento pensé en la posibilidad de que se tratara de ántrax. A lo mejor me habían engañado y estaban compinchados con los tipos de abajo. Quizás todo era una trampa para acabar conmigo.

—¿Esto es un bigote postizo?

—Con él podrás salir de casa y buscar un trabajo de perfil bajo, donde no se pidan muchas referencias ni se use internet: estibador en el puerto, director de periódico, profesor universitario…

—¿Y no podría haberme dejado crecer el bigote?

—Huy, vaya, perdona… Ahora el sabelotodo no nos necesita.

—¿Preferías pasar una semana en casa, sin poder ni siquiera bajar al súper?

—Puedo comprar online.

—¿Así nos das las gracias?

—No, perdón, claro que os lo agradezco, pero…

—¡No me extraña que la gente te odie! ¡Eres un insensible!

—Déjalo, no merece la pena…

—¡Tienes cero empatía!

—Vámonos… Mira, le has hecho llorar.

—Yo… Lo siento…

—Eso es todo lo que sabes decir. ¡Piensa antes de hablar, joder!

—Vámonos, no le hagas caso…

Se fueron muy enfadados. Al cerrar la puerta, oí sollozos.

Lo cierto es que usé el bigote ese mismo día. Les envíe un selfi (y más disculpas) para que vieran que seguía su consejo y que lo agradecía. Pero no fui al supermercado. Contaba con algunos ahorros y con el finiquito, por lo que, teniendo en cuenta el panorama, pensé que igual todo aquello era una oportunidad para empezar de cero en un sitio en el que nadie me conociera. Así que aproveché el mostacho para salir a la calle, coger un taxi y largarme al aeropuerto con una mochila.

Decidí que cogería el primer vuelo disponible que me llevara fuera de España. Por culpa de esa idiotez acabé volando a Ulan Bator. Después de tres conexiones, dos autobuses y de quedar cuarto en el Dakar, llegué a la ciudad. Busqué un hotel y pedí una habitación. Todo parecía ir bien hasta que el conserje me pidió el pasaporte. Leyó mi nombre, alzó la ceja izquierda y me lo devolvió.

—Lo siento —me dijo, en un perfecto inglés — , pero no nos quedan habitaciones.

—¿No? Pero si hace un momento…

—Pruebe en la pensión que hay al final de la calle. Creo que allí no tienen wifi.

—Pero…

—Pase un buen lunes.

—Pero si hoy no es… Mierda. Vale. Ya lo pillo.

En la pensión sí tenían wifi, a pesar de los prejuicios de mi conserje. De hecho, no encontré alojamiento hasta varios días después, cuando me acogió una familia que vivía cerca de la frontera con China, a cambio de ayudarles con el cuidado de las cabras.

Llevo ya unas cuantas semanas con ellos. Me tratan muy bien y preparan un khorkhlog delicioso, pero no sé cuánto durará esto. Tömörbaatar, el hijo mayor, cumple 13 años el mes que viene, y ya le ha dicho a sus padres qué regalo le gustaría: un móvil con conexión a internet.

Imagen: NASA / Flickr Commons

Estoy ahorrando

4711358921_fe325b5ca1_o

Los últimos años ya no le gustaba contar la historia. Como nadie le creía, se enfadaba, fruncía los labios y gruñía, diciendo con un marcado acento extranjero que todo el mundo se burlaba de él y que nadie le tomaba en serio.

Pero todo el mundo en la isla la sabía y se la había relatado a alguien: hacía casi un cuarto de siglo, había venido a pasar una semana de verano, solo, con una mochila como único equipaje. La noche antes de volver a casa, salió, como todas las noches. Tomó varias cervezas de más, acabó en casa de gente a la que no conocía de nada y regresó al hostal cuando estaba amaneciendo.

Como era de esperar, se quedó dormido. Ni se duchó: bajó tan deprisa que casi se cayó por las escaleras, pagó la semana de estancia sin mirar la factura y cogió un taxi, a pesar de que apenas le quedaba dinero.

Aun así, perdió el vuelo.

Volvió del aeropuerto haciendo autoestop. Sin saber muy bien qué hacer, fue hasta la playa a la que iba cada tarde y se sentó con su mochila, su camiseta y sus tejanos, entre los turistas que estaban tomando el sol. Contó su dinero: apenas se había acostumbrado a aquella divisa, pero sí sabía que tenía lo suficiente para tres o cuatro cervezas. O dos cervezas y un bocadillo.

Volvió al hostal, donde le dejaron llamar a la embajada. Le dijeron que tendría que pagarse otro billete. No había más. La dueña del hostal también le dejó llamar a su familia, a pesar de ser conferencia. Pero su padre le colgó. Había dejado la universidad hacía dos años para irse de fiesta y de viaje, y ni siquiera les había llamado en todo este tiempo. Lo mismo con sus amigos, que le pusieron excusas: no tengo dinero, tengo que pagar la matrícula, déjame mirar y ya te diré…

-¿Por qué no trabajas en el bar de mi hermano? -Le propuso la dueña del hostal, que le miraba con una piedad comprensiva, pero también algo burlona-. Está buscando a gente.

Aceptó. Pensó que podría trabajar el resto del verano y ahorrar lo suficiente para el billete de vuelta. Pero el sueldo no era nada del otro mundo y tenía que pagarse una habitación y, claro, ropa, comida y demás gastos, por lo que apenas podía apartar algo de dinero de su sueldo. En fin, pensó, poco a poco. Me puedo quedar unos meses más. Tampoco es como si me estuvieran esperando.

Además de los gastos más o menos obligados, la isla seguía siendo tan atractiva para él como cuando estaba de vacaciones, así que de vez en cuando se permitía el pequeño lujo de ir a sus bares y discotecas favoritas, donde contaba su historia, que al cabo de unas semanas ya nadie tomaba en serio.

-¿Pero todavía no has ahorrado para el billete?

-Casi lo tenía, pero se me rompieron los zapatos y, claro…

-Si no bebieras tanta cerveza…

-¡Tengo derecho a tomarme una cerveza de vez en cuando!

Gracias a una conversación similar conoció a su novia.

-No te enamores, que en cuanto ahorre lo suficiente me vuelvo a casa.

-¿Pero cuánto tiempo llevas aquí?

-Un año y medio.

Y, claro, ella se reía y pensaba que aquel muchacho despistado era muy gracioso.

Poco a poco le comenzó a molestar el escepticismo en torno a sus intenciones. Sabía que era difícil de creer que le estuviera costando tanto ahorrar, pero también le resultaba muy molesto que cada día alguien le hiciera la misma broma en la cafetería.

-Anda, cóbrate, que si no, no vas a poder ahorrar para el vuelo.

-El bar no es mío. Si no dejas propina…

Él lo decía muy en serio, pero los clientes se reían, pensando que no era más que una salida ingeniosa.

-No, en serio. La boda nos ha costado mucho dinero y no colaboráis.

-Pide un aumento.

-¡Ya lo hice! ¡Y me dijo que no!

Ni siquiera su mujer le acababa de creer, a pesar de su insistencia.

-No sé si quiero tener niños. Es mucho gasto. Y no nos hacía falta una casa tan grande. Cuando me vaya, te van a sobrar habitaciones. Así no voy a poder ahorrar nunca para el billete de vuelta.

Aun así, tuvo tres hijos: dos niñas y un niño. Su situación económica era tan apretada que no dudó en hacerse cargo del bar cuando el dueño se jubiló, pensando que siendo su propio negocio podría ahorrar más fácilmente.

Que en el banco le concedieran el préstamo para el traspaso le sorprendió y también le enfadó.

-Vine hace cinco o seis años y no me prestasteis el dinero para el billete.

El director de la oficina, que desayunaba cada día en el bar, se rió mientras le indicaba dónde tenía que firmar.

-No, pero lo digo en serio.

-Somos un banco pequeño, no le daríamos un crédito a una persona que quiere irse a miles de kilómetros de aquí.

-Pero me conoces. Te pagaría.

-Con este bar te vas a hacer rico.

No se hizo rico, claro.

-¡Este local es una ruina! -Explicaba a los clientes-. ¡Me han hecho una inspección los del ayuntamiento y tengo que cambiar toda la instalación eléctrica! Y eso por no hablar de los gastos de casa. ¡Mis hijos quieren ir a la universidad! ¡Los tres! ¡No son tan listos!

-Claro, y la mujer se querrá ir de vacaciones.

-No, eso no -contestaba, muy serio-. Vivimos en una isla del Mediterráneo, no necesita irse de vacaciones a ningún sitio.

Seguía trabajando duro e intentando ahorrar, pero siempre surgía un gasto más o menos imprevisto, como una reparación en el coche o un regalo de cumpleaños.

-Entiendo que la gente no me tome en serio -le confesó una vez a un vecino con el que de vez en cuando jugaba a las cartas-. Pero es que ahorrar es muy difícil hoy en día. Y los billetes suben de precio cada año.

-Qué me vas a contar. Yo siempre he querido una guitarra eléctrica. Pero hemos tenido que comprarle un ordenador al niño. Se ve que lo necesita para el colegio, pero yo le veo todo el día jugando.

-La informática es el futuro.

-Eso es verdad, pero yo quiero una guitarra.

-¿Sabes tocar?

-¿Cómo voy a saber tocar, si no he podido comprarme ninguna?

Un día llegó a casa muy contento.

-¡Cariño! ¡Lo tengo!

Su mujer no sabía de qué hablaba.

-¡El billete! ¡Al fin puedo volver a casa!

Ella creía que seguía de broma, hasta que le vio hacerse la maleta.

-Vas a arrugar las camisas con la tontería.

-Que no, que me voy de verdad. Solo me llevaré esto. En mi ciudad hace mucho frío y no necesitaré toda esta ropa.

-¿Pero estás hablando en serio?

-Claro.

-¿Y todos estos años juntos?

-Te dije que estaba ahorrando.

-¿Pero y yo qué?

Se la quedó mirando sin saber de qué hablaba. Se encogió de hombros y musitó que, en fin, la había avisado desde siempre, vaya, desde el primer día le había dicho que, bueno, que estaba ahorrando para, esto, volver a casa.

-Pensaba que no lo decías en serio, que solo era una forma de hablar.

Se volvió a encoger de hombros y repitió de nuevo, más o menos, todo lo que le había dicho, es decir, que, vaya, que nunca la había engañado.

-Entiendo que los clientes del bar no me crean, pero tú eres mi mujer. Esperaba algo más de ti.

Los hijos estudiaban fuera y no hubieran llegado a tiempo para verle e intentar convencerle de que se quedara, pero sí que le llamaron por teléfono después de que su madre les explicara sus intenciones, llorando, pero de rabia. “Vuestro padre es tonto. Decidle algo, porque su vuelo sale mañana y el muy idiota es capaz de irse”.

-Papá, no puedes irte ahora.

-Llevo más de veinte años ahorrando.

-Tienes una familia.

-¡Os avisé de que estaba ahorrando! ¿Por qué no me escucháis? Nunca me hacéis caso.

-Pero allí no te queda nadie. Y no has vuelto en todo este tiempo.

-¡Porque no había conseguido ahorrar!

-¿Y nosotros, qué? ¿Y mamá? No puedes dejar a mamá sola.

-¡No es mi problema! ¡Estaba ahorrando! ¡Os lo dije miles de veces!

A la mañana siguiente se fue a la parada de autobús, muy enfadado, dejando en casa a su mujer, que estaba aún más enfadada.

-¿Pero en serio te vas? -Le preguntó un cliente habitual, al cruzárselo por el camino.

-Llevo veinticuatro años diciéndolo. Veinticuatro.

-Por eso mismo. Pensábamos que era broma.

-Nadie me hace caso nunca.

-¿Y el bar?

-¡El bar es una ruina! ¡Solo funciona uno de los fogones! ¡Hay que cambiar la cocina entera!

Se puso a hablar de la mala idea que había sido la compra del bar. Lo había tenido que cambiar de arriba a abajo. Nada funcionaba bien. Y encima, solo había hecho apaños, ni siquiera había conseguido dejarlo como a él le hubiera gustado.

-Bueno, eso ya da igual. Vuelvo a casa.

Pero con tanto hablar, perdió el autobús. Llamó a un taxi, pero tardó en llegar y, por mucho que le pidió al conductor que se saltara los límites de velocidad -cosa que por otro lado no hizo-, no consiguió llegar a la puerta de embarque a tiempo.

-¿Y ahora qué hago? -Le preguntó a una empleada de su aerolínea.

-La tarifa del billete no admite cambios. Tendrá que comprar otro.

-No pude ahorrar nada más.

Volvió al bar en autoestop y sin pasar por casa. Su mujer ya había abierto.

-Ya sabía yo que no hablabas en serio.

-Vengo del aeropuerto.

-Claro, claro.

Los primeros clientes de la mañana le saludaron con la broma habitual, pero ahora ya renovada.

-¿Pero no te ibas?

-He perdido el avión.

-Vaya, qué mala suerte.

-¡Es verdad!

-¿Y qué vas a hacer?

-Pues ahorrar para volver a comprarme otro, vaya pregunta más estúpida.

Se oyeron un par de carcajadas. Apretó los labios y retorció el trapo que tenía entre las manos.

(Fuente de la imagen)

Odio el café tibio

14793642463_4f72eaa3ca_o

No hay cosa que odie más que el café tibio. Quizás Friends. Por eso siempre pido el café con la leche caliente. El café tibio sabe a ropa interior sucia. A sábanas que hay que cambiar desde hace días. A esa caja de cartón que nunca te acuerdas de bajar a la basura.

Y por eso me reventó tanto darme cuenta esta mañana de que mi café estaba tibio. Era el segundo café del día, que es el mejor. El primero es por pura necesidad. Solo y sin azúcar. En casa. El segundo me lo subo de la cafetería al trabajo y ya es con leche porque no me fío del café ajeno. Aun así, es el que más disfruto: me consuela al inicio de mi jornada laboral. Vale, tengo que trabajar. Estoy encendiendo el ordenador. Seguro que cuando abra el correo me encuentro con algo horrible. Pero al menos estoy tomando café.

Como estaba tibio, preferí no seguir bebiendo. Al cabo de unos minutos ya estaba frío. Poco después empezaron a formarse los primeros cristales de hielo. En apenas un rato, el café se había congelado del todo: era un bloque marrón helado.

El café se enfría, pero ya sabemos lo que ocurre con el hielo: se derrite. Tardó un poco, pero al cabo de un rato ya era de nuevo un líquido frío. Poco después se quedó tibio. Qué asco. Pero tras unos minutos se había calentado lo suficiente como para bebérmelo.

Lo malo es que me quemé la lengua.

(Imagen: Flickr Commons)

Google me quiere matar

Man and woman shown working with IBM type 704 electronic data processing machine used for making computations for aeronautical research.
Entendería perfectamente que no me creyera. Pero es pura lógica: si todo está en Google, ¿cómo no iba a estar yo? ¿Cómo no va a estar usted? Está todo y estamos todos. Para eso sirve.

El algoritmo de Google aprende: sabe qué páginas visitas y dónde pasas más tiempo. En qué ciudades estás. Dónde te compras la ropa. Qué te gusta beber y comer. Cuanto más buscas, más nota toma. Al final, tu perfil del buscador es una copia casi exacta de ti. Google te conoce mejor que tu madre. A ella, por ejemplo, jamás le confesarías el porno que te gusta.

Llega un punto en el que el buscador te ofrece opciones casi a medida. Buscamos restaurantes japoneses y los primeros que salen ya son los mejores para ti. Solo hay que comparar y escoger. Lo cual puede ser en ocasiones lo más difícil. Estos dos restaurantes tienen cuatro estrellas en Tripadvisor, por ejemplo. Uno parece que tiene mejor comida, pero el servicio es peor. ¿Qué hago? ¿Voy, a riesgo de esperar demasiado entre plato y plato o de que me traigan algo que no he pedido? ¿O apuesto por pasar una velada agradable con comida simplemente correcta?

Me venían dudas parecidas con muchas de las búsquedas que hacía: ¿voy por esta ruta que es más larga, pero más agradable? ¿Leo el libro bueno pero demasiado corto, el bueno pero demasiado largo o el que dicen que acaba regular? Esta peluquería tiene mejores críticas, pero esta otra está más cerca.

No tardé en darme cuenta de que la forma más sencilla de resolver estas dudas era preguntar a Google. “¿Pero a dónde voy -tecleaba-, a Kenji o a San Shimi?”. El buscador no te contesta de forma clara, no te dice: “Pues a Kenji, que te gustará más”. No es tu amigo, es un algoritmo. Lo sabe todo, o casi todo, pero se expresa con torpeza.

Sin embargo, interpretarlo suele ser más fácil de lo que parece: el primer resultado es Kenji, por ejemplo. O te recomienda un artículo sobre los diez mejores japoneses de Barcelona y San Shimi sale el cuarto, mientras que Kenji está séptimo.

En este caso concreto, acertó. Acabé yendo a los dos y el primero me gustó más, bastante más que el segundo. Pero también debería decirle que fueron noches diferentes, con personas diferentes y con un estado de ánimo también muy diferente.

A la primera la dejé poco después, tras seguir el consejo de Google. Solo llevábamos unas semanas saliendo y tenía dudas. Fuimos a ese restaurante una de las primeras noches, antes de esas dudas, y todo fue bien.

Fue unos días más tarde cuando le pregunté a Google: “Oye, ¿y qué hago con Natalia? Me gusta, pero no sé si lo suficiente como para comprometerme con ella largo plazo. Lo que no quiero es seguir por inercia, simplemente porque estoy bien, y dentro de unos meses darme cuenta de que no estoy enamorado”.

La respuesta de Google fue larga: para interpretarla correctamente tuve que llegar a la tercera página de resultados. “No te veo muy convencido. Te lo noto”. Entre los resultados salía un horóscopo, un texto motivacional, una película romántica… Todo acababa mal.

Al segundo restaurante fui con una compañera de trabajo. Lo propuso ella y le dije, espera que lo miro, y pregunté a Google si era buena idea ir de cena apenas unos días después de una ruptura. El sí era bastante claro, así que acepté.

En el restaurante y cuando la conversación comenzó a animarse, me comentó que le había parecido raro que tecleara algo en el móvil antes de aceptar su propuesta. ¿Estaba consultando la agenda? ¿Me había entrado un mensaje importante que debía contestar? ¿Era una broma que no había entendido?

No, le dije, consulto a Google. Al principio pensó que era un chiste y simplemente se rió. Pero cuando vio que lo usaba para elegir el postre (dudaba entre el coulant y la tarta de manzana), se dio cuenta de que iba en serio. Tecleé otra pregunta. Vaya, le dije al ver los resultados de la búsqueda, veo que esto no te hace mucha gracia.

No volvimos a quedar.

Me di cuenta de que debería haberle preguntado a Google si debía comentarle a ella o no que usaba Google para tomar decisiones. Me habría podido advertir.

Aprendí la lección y comencé a preguntarle todo al buscador: le consultaba qué ropa debía comprarme, qué película debía ver, a qué hora debía acostarme y cada paso que daba en el trabajo. Incluso me llevaba la tablet a las reuniones, con la excusa de que allí tenía datos que necesitaba. Lo cual, en cierto modo, era cierto.

Le aseguro que me fue bien. Rechacé una oferta de trabajo en una empresa que cerró seis meses después. También me hice budista, lo cual me trajo mucha paz. Y maté a todos aquellos gatos. Ahora el barrio está mucho más limpio.

Ha habido momentos difíciles, como cuando cambié de compañía de internet y de móvil a la vez. Por culpa de un error administrativo me pasé cuatro días sin conexión ni en casa ni en el teléfono. La primera e inesperada tarde sin Google la pasé tumbado en el sofá, con la luz apagada y completamente tapado con una manta. No me atreví ni a encender la televisión.

Al día siguiente me programé bien la tarde antes de salir de la oficina: qué hacer, si planchar o descansar, qué cenar, con qué distraerme y a qué hora acostarme.

Al final, en Google se enteraron de lo que estaba haciendo. Si todo está en Google y yo estoy en Google, la forma en la que uso Google también está en Google.

Vinieron una chica y un chico a verme desde San Francisco. Me gustaron las gafas de ella, pero a él le faltaba una barba. “No puedes venir de San Francisco sin barba. Entiendo que no lleves gorro de lana, porque en Barcelona hace calor, pero necesitas una barba. Y a los dos os faltan unos latte para llevar en vaso de cartón”.

Me explicaron que estaban muy contentos con el uso que había descubierto para su buscador y querían hablar conmigo para ver cómo podían convertir esta práctica en una app para el móvil. Tendría una interfaz más sencilla y sabría interpretar los resultados y dar una respuesta en forma de frase, simplificando todo el proceso.

Les hice una demostración. Unas cuantas preguntas que lo dejaban claro. Por ejemplo, qué podíamos hacer el resto de la tarde. Según Google, no había duda: el chico tenía que esperar en la salita mientras ella y yo íbamos al dormitorio. Se rieron hasta que se dieron cuenta de que yo nunca bromeo con Google. Decidieron probar con sus móviles. A ella le recomendaba que no me hiciera ningún caso y que yo no era su tipo, mientras que a él le proponía que nos fuéramos los tres a la cama.

Me encogí de hombros: cada perfil de Google es un mundo, les dije. Es un consejero personal, que se adapta a las preferencias y necesidades de cada uno sin tener en cuenta las de los demás, así que es normal que haya diferencias y conflictos.

La app salió casi medio año más tarde y ese día fue la aplicación de pago más descargada. Un éxito considerable teniendo en cuenta que era una idea revolucionaria. Literalmente, porque causó la guerra civil en Estonia. Les envié un mail a los dos chicos que me visitaron para que no se sintieran mal, recordándoles los consejos erótico festivos de aquella tarde: Google decía lo más adecuado para cada persona, pero eso no era necesariamente lo mejor para todo el mundo. Ni para toda Estonia.

Por supuesto, yo también me bajé la app y aunque al principio la usaba todo el rato, contento porque era muy cómoda, me acabé sintiendo estafado, como usted comprenderá.

Le pregunté si no sería justo que yo recibiera parte de los 0,99 euros que costaba. “No, qué va, todos los datos son de Google. Por no hablar del desarrollo. Tú no has tecleado ni una sola línea del código”, respondió la app.

Pero la idea había sido mía, era yo quien se había dado cuenta de las posibilidades del buscador. “Las ideas surgen al cristalizar el zeitgeist de un momento determinado -me contestó Google-. La sociedad genera un caldo de cultivo para que surjan respuestas a las necesidades que se plantean. La teoría de la evolución la desarrollaron de forma independiente Wallace y Darwin. Lo mismo pasó con el teléfono: Meucci y Bell”.

Pero qué cojones dices. “No sueltes tacos”.

Lo peor comenzó cuando pensé en demandar. La app me aconsejó que no lo hiciera. Eso lo entiendo. Google no es tonta. Lo grave fue que lo hizo sin que le preguntara. Una mañana, mientras trabajaba, vi que se encendía la pantalla y aparecía una notificación: “Sé lo que estás pensando. Pero no es buena idea. Primero porque no tienes razón y segundo porque gastarías todos tus ahorros en un pleito que se alargaría años y que terminarías por perder”.

Cómo has sabido que pensaba en eso, tecleé. “Hombre, llevas un par de días sin preguntarme nada y un buen tiempo mosqueado con el tema.

Eso me convenció. Si se esforzaba tanto en que desistiera, tenía que ser porque la app tenía algo de miedo y yo, algo de razón.

Intenté buscar abogados, pero Google me ocultaba los resultados. Me salían series como The Good Wife y los libros de John Grisham. Tuve que usar el ordenador de un compañero de trabajo para encontrar y anotar (en papel, por si acaso) varios números de teléfono.

Este es el primer despacho que visito y espero que acepte el caso, porque no tengo muchas ganas de seguir buscando. Más que nada porque Google intenta matarme. No sé si soy una molestia o un peligro. Pero me quiere quitar de en medio.

Me quedó claro cuando consulté en Maps la ruta para llegar hasta aquí. Ya, ya lo sé. Podría haber mirado en cualquier otra aplicación. O en una guía de papel. Pero, no sé, la costumbre, la comodidad. Además, no escribí que quería venir a este bufete, sino que di una dirección que está un par de cruces más abajo.

Cogí el coche y seguí la ruta indicada. Me llevó por una carretera en obras que daba a una zanja. Al final no fue más que un susto, pero pasé tres días en el hospital y aún llevo el tobillo vendado.

Me enfadé tanto que teclée unos cuantos insultos. Google se hizo el loco: “Qué zanja ni qué zanja”. Me desinstalé la aplicación, pero volvió a instalarse sola. “No seas así”, me dijo. Tiré el móvil a una papelera.

Llegar hasta aquí no fue fácil. Creí que ir a pie sería más seguro, pero nada más salir a la calle un tipo me comenzó a pegar en la cabeza con un paraguas mientras gritaba “lo siento, lo siento”.

Nos separó un policía. “Verá -se explicó, avergonzado-, estaba buscando en la nueva app de Google el nombre de la actriz cómica esta, la rubia que… La de la peli esta… Bueno, no lo sé aún, porque lo único que me ha dicho es que pegue al primer tipo con el que me cruzara por la calle”.

De acuerdo, podría ser un error de la aplicación que no tuviera nada que ver conmigo, pero recuerde que Google me conocía tan bien que sabía que estaba pensando en demandar sin que le dijera nada. Al fin y al cabo, todo está en Google. Y si todo está en Google, ¿cómo no iba a estar también la ruta que seguiría para venir a visitarla?

Quise volver a casa a cambiarme la camisa, que estaba rota, pero al acercarme al portal vi que me esperaba el portero con una escopeta de caza. En cuanto me vio, cerró el ojo derecho y se acercó la culata a la oreja. Me metí por un callejón y oí un disparo y varios gritos. No sé si le dio a alguien.

He venido corriendo hasta aquí, cambiando de acera cada vez que veía a alguien mirando el teléfono. Es decir, todo el rato. Una furgoneta me ha intentado atropellar. Creo que le ha dado a un perro.

Y este es mi caso. Sé que enfrentarse a Google es una tarea dura, casi imposible. Pero me parece justo que me den lo que me deben. O al menos, que no me maten.

No sé si me cree, insisto. Y lo entiendo. Es probable que usted también tenga la aplicación bajada y que esté pensando en consultar si debe o no representarme. Eso en realidad podría ser bueno para mí: con independencia de la respuesta, el hecho de que usted consulte la aplicación sería una muestra de que cree que se trata de un programa útil y, por tanto, es posible que esté de acuerdo en que merezco alguna compensación por haber tenido la idea.

Pero, claro, lo más probable es que la aplicación no le conteste que sí. Ni que no. Puede que ni siquiera se limite a llamarme loco. Probablemente le aconsejará coger ese pisapapeles y golpearme en la cabeza con él.

No lo sé.

A saber lo que piensa Google.

Preguntémosle.

Me ha llegado esta carta del banco

Landscape
Apreciado señor Rubio:

Nos ponemos en contacto con usted porque después de revisar de forma detenida nuestra base de datos, hemos constatado con sorpresa y también con una profunda tristeza, que usted no es cliente nuestro.

El presidente de la entidad, don Ezequiel Redondo, llamó a la directora de la oficina de su barrio, doña Sofía Piñol, y ambos comentaron esta lamentable situación durante casi dos horas. No le engañaremos: la conversación fue tensa y la señora Piñol estuvo a punto de ser despedida y, algo más tarde, de dimitir. Don Ezequiel pudo evitar ambas situaciones primero con sangre fría y después con su proverbial calidez humana.

Si en alguna ocasión ha visto los carteles publicitarios de nuestra entidad ya sabrá que no somos solo un banco, sino también una gran familia. Por este motivo nos hemos tomado tan en serio la ausencia de su nombre en la lista de nuestros clientes y hemos llegado a una solución que esperamos sea satisfactoria para todos. A partir del próximo día 20, le enviaremos a su actual banco una orden de cobro de 15 euros cada mes, con la que nos compensará, aunque solo sea parcialmente, por el negocio que estamos perdiendo por el hecho de que haya preferido los servicios de otra entidad bancaria.

Esta decisión se enmarca en una ambiciosa operación que estamos llevando a cabo en toda España y que más adelante ampliaremos a los 17 países en los que tenemos oficinas, con el objetivo de dar un mejor servicio no solo a nuestros clientes, sino también a los que aún no lo son.

Piense que en España hay, aproximadamente, 45 millones de personas que no son clientes de nuestra empresa, por lo que estamos dejando de ingresar varios millones de euros en concepto de intereses de todo tipo. Consideramos imprescindible que estas personas nos compensen por el perjuicio económico que nos están causando al haber optado por otras entidades.

Se trata de una iniciativa pionera que hemos puesto en marcha junto a otros bancos europeos para compensar lo que, en cierto modo, podríamos llamar robo, ya que si usted no recurre a nuestros servicios, nos está quitando lo que de otra forma sería nuestro. Así lo han entendido tanto el Banco Central Europeo como la Comisión Europea, que han acogido con los brazos abiertos esta iniciativa y han aprobado la creación del Canon de Compensación Bancario Jaime Rubio, así llamado porque fue su situación la que nos empujó a sacar adelante esta propuesta.

El perjuicio no es solo económico, ni mucho menos. Hemos visto su nómina y no es que nos vaya a dar muchas alegrías. El problema principal es que usted está hiriendo nuestros sentimientos con su fría indiferencia.

Nuestro presidente pasa noches en vela pensando qué está fallando, por qué usted y otros tantos como usted están obviando las ventajas, por ejemplo, de nuestro depósito Redondo, llamado así en su honor de don Ezequiel, a quien se le ocurrió la idea en un sueño: usted nos deja su dinero, no lo puede tocar en cinco años y, transcurrido el periodo, lo recupera tal cual, sin haber perdido ni un solo céntimo (¡ni uno!). Por no hablar nuestra hipoteca con dación en pago. Si usted no puede devolver el dinero, solo tiene que darnos su casa, medio millón de euros, tres vacas y todos contentos.

Deseamos con todo nuestro corazón no cobrarle este canon, a pesar de que consideramos que es justo. Porque lo que realmente queremos es que se una a nuestra entidad y pase así a formar parte de nuestra gran familia. La directora de la sucursal de su zona, doña Sofía, estará encantada de recibirle cuando usted quiera (el próximo jueves a las 10:30 h.) y de ofrecerle una solución que, como mínimo, le ahorrará 20 euros al mes.

El día del fin del mundo

2179202098_9e70cdecb8_o

Ya te dije que vendría a terminar unas cosillas. Aquí, mucho cachondeo con que el mundo se acaba, pero si no contabilizo los gastos y ordeno las transferencias, la semana que viene los tengo a todos en la puerta del despacho preguntándome qué pasa con los 17 euros del taxi o los 78 de la cena.

Pero sí, es verdad que estoy solo en la oficina. Al final, soy el único pringado, para variar. Le pedí a Sonia que viniera a echarme una mano, pero se puso hablar de lo único de lo que habláis todos, de los dichosos meteoritos, y me colgó.

Menos mal que puedo venir caminando a la oficina, porque el metro estaba cerrado y no he visto pasar ningún autobús. Hacía calor con el traje, pero bueno, me he quitado la corbata. Sé que no es lo correcto, pero bah, entre que es viernes y que el cielo está en llamas, no creo que me llamen la atención. Es impresionante, lo del cielo. Da incluso un poco de miedo. Suerte que ya nos han dicho que son varias decenas de meteoritos que se estrellarán sobre Europa y África durante las próximas horas, porque si no, estaría acojonado.

Ojo, que entiendo lo que me decías esta mañana. Y lo que me has repetido por whatsapp. Y lo que has escrito en el mail. Admito que no habría pasado nada por pillarme el día libre y pasarlo contigo y con los niños, pero es que estos días en los que la oficina está vacía son los mejores para avanzar faena. No me ha llamado nadie en toda la mañana y solo me ha interrumpido el ladrillazo de un saqueador que ha atravesado la ventana. Se ha equivocado: quería darle a la tienda de electrodomésticos de abajo.

La única pega es que el bar está cerrado y he tenido que tomarme el café de la máquina, que está malísimo y me da acidez. Es raro, lo del bar, porque el tío abre de lunes a domingos y siempre está ahí. No le he visto cogerse un día libre nunca. Es verdad que hoy no le habría salido a cuenta abrir: se habría gastado más en luz de lo que hubiera ingresado en cafés. Pero en fin, me jode que la gente sea tan vaga.

También agobia un poco el calor. No va el aire acondicionado y si abres la ventana parece que respires fuego. Estoy sudando como un pollo. Menos mal que guardo una camisa limpia en uno de los armarios.

Se está tan tranquilo que hasta he puesto la radio un rato. Pero la he apagado en seguida. A la octava vez que oyes el mensaje de emergencia pidiéndole a todo el mundo que se quede en su casa o a cubierto, ya te aburres.

Sí que he visto en un blog lo que me decías de los búnkeres para políticos y millonarios. El jefe creo que se fue a uno de estos. Al final siempre pringamos los mismos. Pero claro, para mandar, hace falta dinero. Y para tener dinero, hay que trabajar, digo yo. Así que ya me dirás tú con qué excusa me voy a pillar el día libre hoy, en septiembre, si solo hace cuatro días que volví de vacaciones. El jefe me habría mirado como si estuviera loco. Ya me parece oírle: “Usted sabrá lo que hace. Con la que está cayendo. Tanto económica como astronómicamente hablando”. Él no ha venido, claro. Siempre hace lo mismo.

Además, te digo una cosa: me da igual lo que hagan los demás. Uno tiene que ser responsable y atender a sus obligaciones. Todos estos que se han quedado en casa luego irán a un bar y querrán tomarse unas cañas. Imagina que el camarero les dice: “No, mire, ahora no puedo atenderles porque unos meteoritos se dirigen a la Tierra y vamos a morir todos”. Me gustaría ver sus caras. Todos indignados, seguro. O cada uno hace su parte o acabamos en el caos.

Además, al final seguro que la Nasa exagera. Es cierto que cada vez hace más calor y el cielo está más rojo, pero me imagino que los meteoritos se desintegrarán antes de llegar al suelo o caerán al mar. Al final siempre caen al mar. No hay motivo para quedarse en casa haciendo el vago y menos con el lío que tenemos aquí, que cada uno entrega la hoja de gastos con los datos que le da la gana. O la fecha está mal, o falta poner el concepto, o no la firman. Siempre lo mismo. Ya no sé cómo decírselo. Pero luego, yo tengo que hacerlo todo perfecto porque si me retraso en los pagos, me linchan.

Saldré a mi hora, eso sí. Igual hasta salgo antes. Como no hay nadie, puedo irme pronto sin tener que soportar miraditas. También he podido avanzar faena mucho más rápido. Ni los jefes preguntan chorradas ni los compañeros molestan con tonterías. Ahora me comeré el tupper y en un par de horitas lo termino todo. Casi seguro que llego a casa antes de las siete y veintitrés, la hora a la que decían las noticias que se acabará el mundo. Así lo vemos juntos.

Ya verás, el lunes tocará madrugar igualmente.

No te puedes quejar

2163954308_2024af20f7_o

Disculpa, pero te he oído mientras hablabas por teléfono. Decías que odias madrugar y que odias tu trabajo. Me parece increíble que te quejes por tener un cómodo empleo de oficina que te permite pagarte la cerveza que te estás tomando y el móvil de última generación por el que estabas hablando. Levantarte a las siete de la mañana para ir a tu oficina a aguantar al imbécil de tu jefe es una suerte, un privilegio, y más con la que está cayendo. No te puedes quejar.

Piensa si no en el treintañero que se ha quedado sin trabajo y tiene que aceptar un puesto en una cadena de comida rápida, sirviendo refrescos aguados y patatas aceitosas a adolescentes cuya porquería tendrá que limpiar. Este chico no trabajará de nueve a cinco en una cómoda mesa, contestando a correos electrónicos mientras escucha música. No, a él le esperan turnos de doce horas durante noches y fines de semana a cambio de una cuarta parte de tu sueldo.

Pero es que él tampoco se puede quejar. Al menos tiene un empleo. ¿Tú sabes la suerte que tenemos los que podemos ir a trabajar cada mañana y dedicar las mejores horas de nuestras vidas a cumplir los sueños del presidente del consejo de administración de nuestra empresa? Piensa en ese matrimonio con dos hijos que lleva más de tres años en paro y que ha perdido su casa. Los cuatro han tenido que ir a vivir con el padre de él y todos subsisten a duras penas con su pensión, que no llega a los 700 euros.

Y tampoco se pueden quejar. Tienen una casa en la que vivir. Agua, luz, algo en la nevera y los niños van a la escuela, donde al menos tienen una comida caliente al día. Hay gente que vive en la calle, durmiendo entre cartones o en cajeros, y pidiendo limosna para gastársela en vino.

Pero ellos tampoco pueden quejarse. Viven en occidente: tienen albergues, pueden recurrir a Cáritas, cuentan con hospitales y, trabajando duro, podrían recuperar la vida que muchas veces han perdido porque les daba la gana, que al fin y al cabo nadie les obligaba a ser alcohólicos o pobres.

Más difícil lo tienen quienes vienen de países africanos en guerra y se juegan la vida en pateras para llegar a nuestro país y buscarse la vida trabajando sin papeles, y eso si tienen suerte y no acaban de vendedores ambulantes o en la cárcel.

Ojo, que estos son los afortunados, los que al menos han podido huir. En su país se han quedado chavales de diecisiete años que tienen que empuñar un rifle y cortarles las manos a sus enemigos con un machete, que lo he leído en el periódico. Imagina. Eso sí que es jodido. Hay muchos tendones en las muñecas. Es mucho trabajo.

Pero ellos tampoco tienen derecho a quejarse. Siguen vivos, ¿qué más quieren? Y no como ese enemigo que está tumbado bocabajo, con varios agujeros en el torso y sin manos. Él sí que lo tiene mal.

Y tampoco se puede quejar.

Ya me dirás cómo.

Amazon

18871272354_7d4ed3b7ed_b

Este es el mejor amigo que tengo. 21 euros en Amazon. Es un Sánchez, buena marca. Se venden muchos porque salen bien. Son fiables. Tenía tres estrellas y media, que no es mucho, pero es lo que buscaba. Para el uso que le doy está bien. De sobras. En plan, cervecita y enviarnos chistes por whatsapp. Y los cumpleaños, claro. Pero poco más. Los hay más completos, de los que aguantan hasta las seis de la mañana cada viernes y sábado, y te piden que seas el padrino de su boda, pero esos son más caros y yo quería probar primero. Quizás más adelante, si este sale bien.

Lo único malo de este modelo es que algunos fallan y se enamoran de tu mujer y tu mujer de él y planean tu asesinato para cobrar el dinero del seguro, y acabas muriendo envenenado o de un golpe de pala en la cabeza, y entierran tu cadáver en un descampado. Lo leí en varios comentarios. Son los que bajaban la media. Pero vamos, por 21 euros tampoco puedes pedir mucho más.

Resulta que soy la persona más importante del mundo

5052124921_e9459ecb77_o

— Tú ganas, Jaime. Tú ganas — me dijo el secretario general de las Naciones Unidas, Ban Ki-moon — . Por cierto, estas galletas están buenísimas.

— Gracias, las compro en el súper de abajo. ¿Más café? Aún queda un poco.

— Sí, por favor.

— Aquí tienes. ¿Qué era eso que decías? ¿Qué es lo que gano? Perdona, pero es que todavía estoy algo sorprendido.

— Ya, lo entiendo, no creas.

— Me has pillado en pijama, en casa… No te esperaba.

— Nadie espera al secretario general de las Naciones Unidas. Pero en fin, será una de las pocas cosas que no te esperabas.

— ¿Cómo?

— Empezamos a sospechar que sospechabas hace ya unos cuantos años. Fue… Deja que consulte mis notas, en 1991, saliendo de un examen. Dijiste: “Justo ha caído lo único que no me había mirado”.

— No lo recuerdo.

— Fue en un examen de historia. Sacaste un 5,5.

— ¿Cómo sabes eso?

— Analizamos por qué dijiste aquella frase, pero lo acabamos atribuyendo a la casualidad. Sin embargo y a partir de entonces, tus quejas se repitieron. Por ejemplo, dos años más tarde alquilaste una bicicleta y pinchaste las dos ruedas, por lo que te preguntaste: “¿Por qué me pasa todo lo malo a mí?”. Este incidente se estudió con más detenimiento. ¿Era posible que supieras que llevábamos trabajando en el pinchazo de tus dos ruedas a la vez desde 1796?

— ¿Cómo?

— Ahora no te hagas el tonto. A estas alturas ya sabrás que Napoleón y Josefina se casaron en 1796, cuando un amigo de la infancia de la emperatriz aún seguía enamorado de ella. Se hizo para que este hombre accediera finalmente a viajar a América, donde se dedicó a exportar caucho. Uno de sus socios volvería a Europa un par de décadas más tarde, donde fundaría una empresa de ruedas y neumáticos. Este socio diseñó para nosotros un tipo de rueda de bicicleta que bajo tu peso exacto hacía varias veces más probable un reventón, sobre todo con las temperaturas previstas para el 4 de junio de 1993.

— ¿Para nosotros? ¿Quiénes sois vosotros?

— Por favor, no hace falta que sigas disimulando. Ya nos advirtió Churchill sobre tu astucia.

— ¿Churchill? Pero si murió años antes de que yo naciera.

— Pero entró en guerra con Alemania porque sabía que varios países con su horario, el de Greenwich, cambiarían la hora por la continental en caso de conflicto global, para hacer más fácil la coordinación con sus aliados, tanto de un bando como del otro. También quedó de acuerdo con Franco en que una vez acabara el conflicto, España no volvería al horario que le corresponde por su posición geográfica.

— ¿Y eso que tiene que ver conmigo?

— Cinco de los últimos siete veranos has dicho en al menos dos ocasiones: “¡Las diez de la noche y todavía es de día! ¡Parece que lo hagan sólo por joderme!”. Efectivamente, nos has descubierto: lo hacíamos sólo por joderte.

— No acabo de entender lo que me estás contando.

— Te cuento que tus sospechas son todas ciertas: el mundo entero conspira contra ti desde tiempos inmemoriales. Todo con tal de hacerte la vida imposible. ¿Recuerdas por ejemplo cuando tuviste que volver a tráfico porque te faltaba un impreso?

— Sí.

— Sabíamos que lo olvidarías porque ese impreso era de color rosado y los papeles de ese color siempre te han parecido copias.

— Es verdad, como las de los recibos.

— Pues eso fue idea de Juntoku.

— ¿De quién?

— Juntoku, emperador de Japón entre 1210 y 1221. Tuvo a varias docenas de acuarelistas trabajando durante meses para dar con el tono de rosa indicado. Al final usamos otro, pero la idea sigue siendo suya.

— Pero cualquiera de esas cosas podría haber fallado.

— Oh, sólo te estoy poniendo los ejemplos más extravagantes. No todos han salido bien. Por ejemplo, hace dos semanas conseguiste llegar a la gasolinera en reserva.

— Sí…

— Eso fue un error de Henry Ford, que calculó mal la capacidad de los depósitos de sus Focus.

— No tengo un Focus.

— Fue un error muy grave.

— Odio los Focus.

— Henry le puso empeño, pero le perdió el orgullo.

— ¿Cómo podía saber él que habría un coche llamado Focus?

— Todo lo que te afecta existe porque te iba a afectar o te podría afectar en cualquier momento. Y lo que no te afecta existe para que lo que te afecta pueda existir. Por ejemplo, Ikea. La organización optó por crear esta empresa ya en el siglo IX, cuando supimos que serías muy malo montando cosas, por simples que fueran. Aunque en ese momento sólo era una idea que se fue concretando poco a poco. En ese momento se hablaba de un ebanista cuyo oficio debías concluir, o algo así.

— ¿Pero cómo podía saber alguien del siglo IX que yo iba a nacer en 1977 y que sería malo montando cosas?

— Por simples que fueran.

— Sí, por simples que fueran.

— No, es que eres muy torpe.

— Bueno, ya vale.

— La pregunta que me haces es razonable. Hay textos egipcios, tallados en sus pirámides, que ya profetizan tu llegada: “Aquel al que gastaremos la gran broma”. Probablemente se basan en leyendas sumerias. Durante siglos, superstición y ciencia se mezclan. Aristóteles ve pruebas de tu llegada en el hecho de que los líquidos tengan tendencia a derramarse, por ejemplo.

— ¿Derramarse?

— Sí, vamos, que eres muy torpe. Hay referencias a ti en el Apocalipsis, aunque se les ha dado otra interpretación, para que no te dieras cuenta. Por ejemplo, en el capítulo 12 se habla de un dragón que con su cola arrastró la tercera parte de los astros del cielo y los arrojó a la tierra.

— ¿Ese soy yo?

— ¿Recuerdas cuando de niño, comiendo con tus padres en un restaurante, conseguiste tirar todos los postres de tu mesa y una lámpara?

— Sí…

— ¿Ves cómo eres torpe? En fin, poco a poco, la ciencia fue confirmando todas estas creencias. Por ejemplo, la teoría de la relatividad y todo lo que se refiere a la elasticidad del tiempo en realidad explica lo mucho que te aburres cuando estás esperando a alguien.

— Odio esperar.

— Lo sé, lo sé.

— Y hoy en día no hay excusa para llegar tarde.

— Claro.

— Pero aún hay cosas que no entiendo.

— Dime.

— ¿Todo el mundo estaba metido en esto?

— Sí, claro. Si no, hubiera sido imposible. Tus padres ya sabían que eras el elegido, por ejemplo. Ha sido un trabajo en equipo muy complejo. Piensa por ejemplo en la llegada al hombre a la Luna en 1969. Se llegó de verdad, ojo, pero todo se preparó de tal modo que fuera creíble que muchos pensaran que fue un montaje. El objetivo: que tú perdieras media tarde del 5 de septiembre de 2012 discutiendo en Twitter con un conspiranoico.

— ¿El conspiranoico ese era un actor?

— Sí, Reptiliano88. Aunque no nos gusta la palabra actor. Ojo, también ha habido gente que estaba en contra de todo esto. Esta fue la verdadera causa de las Cruzadas: unos no creían que fueras el elegido y otros, aun creyéndolo, no querían dedicar su vida a esta noble causa.

— ¿Y por qué me lo decís ahora?

— Oh, vamos, no intentes hacernos sentir bien. Nos has pillado.

— ¿Seguro?

— Ayer mismo dijiste: “¿Es que me tiene que pasar todo a mí o qué?”, cuando el autobús se te fue en los morros.

— ¿Eso también fue cosa vuestra?

— Claro. El horario de los autobuses y el hecho de que de vez en cuando se retrasen está pensado para que te confíes y creas que tienes más tiempo del que realmente tienes. Pero vamos, no es el único ejemplo. Llevas años diciendo cosas como: “Siempre pillo los semáforos en rojo” (tenemos a gente con mandos a distancia); “todo el mundo está en mi contra” (cuando no ganaste el certamen de poesía de segundo de BUP); “¿por qué siempre me quemo con el café?” (que tostamos de forma que la infusión necesite alcanzar la temperatura exacta para que te confíes con el primer trago); “¿por qué tardan tanto en atenderme en Correos?” (Correos no es necesario desde que se inventó el telégrafo, lo mantenemos por ti); “siempre me toca la cola más lenta del súper” (efectivamente, la cajera y el resto de clientes están compinchados)… Poco a poco nos has descubierto. Contábamos con que acabaría pasando, claro. De hecho, Schrödinger hace referencia a esta posibilidad con una metáfora muy bonita, la del gato encerrado en una caja. El gato está vivo y muerto a la vez, del mismo modo que hay un momento en el que no sabemos si nos has descubierto o no y la broma es graciosa y no lo es al mismo tiempo. Aunque la verdad era que confiábamos en poder seguir unos añitos más.

— Pero todo esto, ¿por qué?

— Ah, claro. La gran pregunta. Pues era una broma. La gran broma cósmica. Nos pareció divertido.

— No lo pillo.

— Era muy gracioso verte montando una mesa de Ikea.

— ¿Verme?

— Bueno, no te veíamos. Nos hubieras descubierto incluso antes. Pero siempre había alguien que estaba presente y luego lo contaba. Como aquella vez que te caíste por la calle por ir mirando el móvil. Jajaja… El socavón en la acera fue idea mía. Sabíamos que los domingos siempre pasabas por ahí de camino a casa de tus padres. Era sólo cuestión de tiempo.

— ¿Todo por reíros de mí?

— No, de ti, no. Contigo. Pero sí, cuando la gente queda para tomar algo, siempre comenta algo de lo que te hemos hecho. Qué risa, la verdad. Pero sin maldad, ¿eh?

— Claro.

— Es humor blanco.

— Sí, sí.

— La idea era que nos riéramos todos al contártelo.

— Bien.

— No te ríes.

— Aún no.

— Supongo que tienes que asimilarlo.

— Sí, igual sí.

— Pero luego nos reiremos todos.

— Y… ¿Y ahora? ¿Ahora qué?

— Pues ahora ya está. Nos has descubierto. Nos hemos reído mucho, pero ya se acabó. ¿Amigos? — Ban Ki-moon me tendió la mano en nombre de toda la humanidad.

— Sí… Supongo… — Se la estreché, tímidamente.

— Bueno, pues te tengo que dejar. Hay que ir preparándolo todo.

— ¿Todo? ¿El qué?

— Como comprenderás, ahora que te hemos gastado la gran broma cósmica, la humanidad ya no tiene razón de ser. Voy a llamar a las grandes potencias nucleares y nos vamos a suicidar todos.

— ¿Qué?

— Voy a llamar a las grandes pot…

— No, si te he oído. La pregunta era por la sorpresa.

— No sé qué te sorprende. Es lo normal.

— ¿No será otra broma?

— Qué va. No tendría gracia. Te darías cuenta en seguida.

— ¿Pero por qué vamos a suicidarnos?

— ¿Qué otra cosa podríamos hacer?

— ¿Y si seguimos como hasta ahora, pero sin bromas?

— Sí, hombre, me voy a levantar yo cada día a las siete de la mañana para nada.

— Hombre, para nada. Que estamos hablando de las Naciones Unidas. Hay guerras, hambrunas, calentamiento global…

— Sí, pero todo eso lo hacíamos para ti. Por ejemplo, lo del calentamiento global también era para que discutieras por internet. La energía solar se tiene completamente dominada desde 1910, pero no podíamos desaprovechar la oportunidad de que escribieras aquellas entradas en tu blog sin tener ni puta idea.

— ¡El calentamiento global existe!

— Ya, pero sigues sin tener ni puta idea.

— Oye, no me cambies de tema. Decía que no hace falta que nos suicidemos todos.

— Sí, claro, dile a siete mil millones de personas que se busquen algo para pasar el rato. Y eso por no hablar de los otros miles de millones que han muerto a lo largo de la historia de la humanidad.

— ¡Pero hay un mundo lleno de cosas maravillosas detrás de esta gran broma cósmica!

— ¿Cómo qué?

— No sé. Los libros de Tolstoi.

— No sabes el cabreo que pilló cuando le pidieron que alargara Guerra y Paz. Le dijeron que con sólo 120 páginas no te iba a gustar. Mira que eres pedante.

— ¡La naturaleza! ¡El cañón del Colorado! ¡Los mares del sur!

— Los mares del sur en concreto no existen. Como no eres de playa, nadie se preocupó de hacerlos. Pero vamos, da igual, el resto de cosas seguirá aquí cuando nos vayamos. Bueno, lo que aguante de pie.

— ¿Y qué hay del amor entre las personas?

— Pero qué dices. Hasta ahora nos aguantábamos porque nos reíamos de ti. Pero sin ningún objetivo en común, ya sólo queda el resentimiento natural que surge entre las personas que trabajan juntas.

— ¿Y si les dices que yo no sabía nada?

— ¿Cómo?

— Sí: dile a todo el mundo que en realidad yo no sabía nada de la broma y que todo eran frases hechas. De hecho, te tengo que confesar que eso es exactamente lo que ocurría.

— ¿En serio?

— No tenía ni idea.

— Jajaja, qué bocazas soy. Pero la culpa es de Putin, que lleva años en un plan catastrofista que no hay quien lo soporte. “Míralo, se ha dado cuenta”. Cada puto día. De todas formas, no sé si es muy creíble. Es decir, soy Ban Ki-moon, el secretario general de las Naciones Unidas. Y he venido a tu casa.

— Te he tenido que preguntar tres veces quién eras.

— Eso es cierto.

— Y te he buscado en Google mientras hacía el café.

— ¿Y qué quieres que diga?

— Que me pusiste a prueba antes de explicármelo todo, diciendo que venías a venderme unos seguros.

— Hm, no sé.

— Por cierto, ¿aprendiste español sólo por la broma?

— Ah sí, eso es buenísimo. Sólo existe el español. El resto de idiomas son inventados. Ruidos inconexos. En serio. Nos pareció gracioso oírte decir tonterías sobre la importancia de saber idiomas. Además de verte sufrir en el extranjero. Tus vacaciones en Berlín fueron divertidísimas. Cuando no mirabas, todos hablaban castellano.

— ¡Pero el alemán existe! ¡Yo estudié alemán!

— ¿Y por qué te crees que después de tantos años no aprendiste casi nada? Porque íbamos añadiendo normas cada mes. Lo de meter un Konjunktiv II después de que aprendieras a duras penas el Konjunktiv I fue la hostia. Qué risa. Tendrías que haberte visto la cara cuando la profesora escribió eso en la pizarra. Y fue todo improvisado.

— Ya, sí, buenísimo.

— ¿Lo ves? Te estoy viendo la cara ahora y me descojono vivo.

— Volviendo al tema. ¿Les vas a decir que yo no sabía nada?

— No sé. Nadie deja pasar a casa a un vendedor de seguros.

— Pues pensemos otra cosa.

— No, mira… Me sabría fatal que toda esa gente siguiera madrugando y simulando que trabaja porque cree que seguimos con la broma.

— Podría ser nuestra broma privada. Les estaríamos gastando una broma a los demás.

— Eso no tendría gracia.

— Sí, una metabroma. Luego se lo diríamos y nos reiríamos un montón viendo su cara.

— No sé. Creo que es mejor seguir con el plan del suicidio. Si me pillaran, me caería una bronca del quince.

— Ban, por favor. Al menos, piénsalo.

— Me tengo que ir yendo, ya. Muchas gracias por el café. Aunque esta vez no te has quemado la lengua, jajaja… Si no fuera por estos momentos.

— Por favor.

— Me alegro de que te lo hayas tomado bien.

— No nos mates a todos.

— Aún tienes unas horitas, por si quieres repasar alemán. Jajaja…

Se fue. Cogí una galleta y la mordisqueé. La volví a dejar en el plato. Encendí la tele, a ver si hablaban de mí.

 

(Imagen: NASA).

Instrucciones de uso

2178436075_b6bf69e052_o

1. Utilice el producto.

2. Mire alrededor con desconfianza.

3. Frunza el ceño.

4. Diga: “Creo que esto no funciona”.

5. Vuelva a utilizarlo.

6. Una vez más, con rabia.

7. Diga muy enfadado: “Creo que nos han timado”.

8. Vuelva a probar.

9. Espere dos horas, a ver si se arregla solo, refunfuñando: “Hemos sido víctimas de una estafa”.

10. Busque en Google si le ha pasado a alguien más.

11. Sugiera que “las empresas pagan por ocultar ciertos resultados en las búsquedas, eso lo sabe todo el mundo”.

12. Utilícelo una vez más.

13. Pregunte: “¿Tú cómo lo ves? Yo lo veo igual. ¿Tú lo ves igual?”.

14. Con independencia de la respuesta que reciba, diga: “Pues yo lo veo igual”.

15. Baje a la tienda con intención de cambiarlo.

16. Explíquele al tendero que no funciona.

17. Conteste con un: “¡Pues claro que lo he abierto! ¡Tenía que probarlo!”.

18. Añada: “¡Pues claro que está medio vacío! ¡Tenía que probarlo!”.

19. Siga con: “¡Pues claro que está abollado! ¡Como no funcionaba, me he enfadado mucho y lo he tirado contra la pared!”.

20. Vuelva a casa con el producto bajo el brazo.

21. Diga: “Te dije que no funcionaría”.

22. Añada: “Ya sé que fue idea mía, pero yo te dije que no funcionaría”.

23. Llame al servicio de atención al cliente.

24. Espere diez minutos, mientras suena una de Mozart.

25. Ponga el altavoz y pregunte: “Esto es de Mozart, ¿no?”.

26. Añada: “Bueno, perdona, yo cómo iba a saber que estabas durmiendo”.

27. Piense si merece la pena colgar y probar más tarde o mejor seguir esperando porque, total, ya lleva diez minutos y tarde o temprano se lo tendrán que coger.

28. Espere tres minutos más.

29. Póngase de pie.

30. Orine con el teléfono en la oreja.

31. Dude si tirar o no de la cadena porque justo le acaban de contestar y a lo mejor se oye y quedaría raro.

32. Explíquele el problema al teleoperador.

33. Explíquele otra vez el problema al teleoperador.

34. Amenace al teleoperador.

35. Exija que le pasen con el encargado.

36. Explíquele el problema al encargado.

37. Se corta.

38. Vuelva al punto 25.

39. Amenace al encargado.

40. Exija que le pasen con el presidente.

41. Diga: “Se ha vuelto a cortar, me van a oír”.

42. Tuitee su problema muy enfadado, nombrando la cuenta de la empresa.

43. Escriba una carta al director de La Vanguardia, denunciando la estafa.

44. Llame a Consumo.

45. Explíquele el problema a Consumo.

46. Rellene un formulario en la web para que le llegue a Consumo.

47. Llame a La Vanguardia para preguntar por qué no han publicado su carta.

48. ¿Se ha cortado?

49. Llame a su amigo abogado.

50. ¿Se ha cortado?

51. Abra un blog sobre su lucha y titúlelo: “Mi lucha”.

52. Haga caso a sus amigos y cámbiele el nombre al blog.

53. Entienda el porqué de esos comentarios con frases en alemán.

54. Discúlpese con tus veintitrés seguidores en Twitter por haber escogido un nombre poco adecuado para su blog.

55. Diecisiete seguidores.

56. Nueve.

57. Vaya a un bufete de abogados porque cada vez que llama a su amigo se corta. Debería comprarse otro móvil.

58. Firme los papeles de la demanda.

59. Tuitee que ha vuelto a DEMANDAR a la empresa.

60. Espere pacientemente el juicio, actualizando su blog a diario (rebautizado como “Mis fatigas”).

61. Contrate a un experto en SEO para que su blog salga en la primera página de búsquedas cuando alguien busque el nombre de la empresa.

62. Declare en el juicio, poniéndose de pie varias veces y señalando a los acusados, a pesar de las advertencias del juez, que insiste en que “haga el favor de comportarse”.

63. Pague la multa por desacato.

64. Jure con un puño alzado y frente a los juzgados que recurrirá la sentencia que ha absuelto a la empresa.

65. Llegue a casa y descubra que su esposa ha cambiado la cerradura.

66. Note con cierta preocupación que no le han ingresado la nómina.

67. Vaya a la oficina a pedir explicaciones.

68. Compruebe que le han despedido porque lleva ocho meses sin pasar por ahí.

69. Explíquele la situación al director general.

70. Descubra que su empresa es la que fabrica el producto que, en su opinión, no funciona.

71. Momento de carcajadas entre el director y usted al darse cuenta del divertido equívoco.

72. Pregunte: “Entonces no estoy despedido, ¿verdad?”.

73. Constate con horror que el director general contesta: “Sí, claro que lo estás. Cómo no vas a estarlo”.

74. Salga de la oficina entre lágrimas y arrastrado por tres agentes de seguridad.

75. Vuelva a casa de sus padres.

76. Aproveche su crisis existencial para apuntarse a clases de pintura.

77. Pinte al óleo el producto que en tu opinión no funciona.

78. Una y otra vez.

79. Deje que un galerista que da clases en la academia se fije en su obra.

80. Inaugure una exposición con sus pinturas del producto.

81. Venda sus cuadros por decenas de miles de euros.

82. Utilice ese dinero para recurrir, finalmente, la sentencia.

83. Vuelva a perder el juicio.

84. Llegue a casa y descubra que sus padres han cambiado la cerradura.

85. Siéntese en las escaleras y llore con las cabeza entre las manos.

86. Dése cuenta de que se ha equivocado de piso.

87. Baje las escaleras.

88. Abra la puerta.

89. Pregunte qué hay de cena.

90. Fríase un huevo, refunfuñando.