Un día en la vida de Jaime Rubio

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De entre los cientos de correos electrónicos que me llegan cada día con elogios y declaraciones de amor, rescato este simpático mensaje que recibí la semana pasada:

JAIME CABRÓN DEJA DE AMARGARNOS LA VIDA NO SABES ESCRIBIR DEDÍCATE A OTRA COSA PUTO GORDO.

Querido piscis, me alegra que quieras saber a qué dedico el resto del día, cuando no estoy revolucionando las letras hispánicas con mi blog, en Twitter o con mis novelas. Y aunque soy una persona discreta y reservada (todos los genios lo somos), no tengo inconveniente en explicar un día en la vida de Jaime Rubio cuando no está escribiendo.

Un día en la vida de Jaime Rubio (cuando no está escribiendo)
Hay que comenzar explicando que por desgracia me veo obligado a trabajar. La literatura no me da para vivir, ya que soy negro y el racismo imperante en la sociedad actual impide que mis libros se vendan todo lo que se deberían vender.

Desde aquí hago un llamamiento a que vivamos en un mundo en el que el color de la piel no tenga importancia y seamos todos hermanos, después de haber matado a los cerdos blancos y a sus repugnantes aliados amarillos.

Dicho lo cual, me levanto cada día muy temprano, a eso de las diez de la mañana, ya que entro en la oficina a las ocho. Salgo de casa tropezando por las escaleras mientras acabo la primera taza de café, taza que dejo en el buzón para recogerla cuando vuelva por la tarde.

Llego a la oficina con una segunda taza de café en la mano, que pido para llevar en el bar de la esquina, donde ya me conocen y me sirven sin que haga falta casi ni saludar, mientras otros dos camareros bloquean la puerta para impedir que me marche corriendo y sin haber pagado.

Una vez en la oficina, leo el correo electrónico y me quejo en voz muy alta, para que los compañeros crean que tengo mucho trabajo y me dejen tranquilo, cosa a la que ayuda el hecho de que sólo me duche los sábados, técnica que aprendí de los más avispados emprendedores.

Después de servirme una taza de café de la máquina, me organizo la mañana, apuntando las tareas pendientes, para acabar golpeando la mesa varias veces con el puño mientras grito NO ES EL CAFÉ, SON ESTOS HIJOS DE PUTA QUE QUIEREN QUE TRABAJE. Entonces abro la ventana y asomo el torso descamisado, con la esperanza de pillar una gripe y tres días de baja. Los vecinos acostumbran a gritarme lo que yo interpreto como elogios y que en ocasiones la policía acaba aclarando que son gritos de terror, para después recordarme lo que dijo el juez al respecto.

A media mañana tomo otro café y me escondo en el baño a llorar. Luego me escondo otro rato debajo de la mesa, a leer el Hola hasta que me encuentra el jefe. Intento negociar la posibilidad de trabajar desde casa, alegando que el aire de la oficina me reseca los codos, pero mi superior se mantiene ridículamente aferrado a los convencionalismos. Ni siquiera consigo que me deje venir en pijama a la oficina. Claro, lo importante es aparentar. Pero del trabajo de verdad NADIE DICE NADA.

Entonces suelo mirar el reloj, para darme cuenta con alegría de que ya han pasado los primeros siete minutos de la jornada laboral, lo que me lleva a intentar cortarme las venas con una regla que por desgracia no está lo suficientemente afilada.

Entro en Twitter y explico lo mal que lo paso y lo poco que me afecta el café. Me doy ánimos con mis otras doce cuentas, pero el resto de seguidores (los nueve que no son bots) SE RÍE DE MÍ, tomándose a broma mi sufrimiento, BURLÁNDOSE CON CRUELDAD. Esto me suele provocar un ataque de ira que me lleva a agarrar el monitor y arrojarlo por la ventana.

El monitor cae sobre una señora mayor, reventándole la cabeza, así que cojo mi camisa (por lo general, aún no me la he puesto) y me voy al aeropuerto en taxi, donde compro un billete para Laos. Allí ingreso como monje en un templo budista, donde paso tres años quejándome de lo malo que es el café. Me echan porque finalmente entienden que las palabras españolas «sí que estaba gordo, el Buda este; pues con la mierda de arroz que nos dan no lo entiendo», no son la traducción de ningún rezo tradicional.

Es entonces cuando intento viajar a China, con el objetivo de demostrar que en este país sólo vive una persona muy nerviosa. Por eso los chinos nos parecen iguales: porque en realidad son el mismo, que se mueve mucho. Es más, es un chino de Cádiz, pero habla muy rápido y por eso no se le entiende.

Por desgracia, en la frontera me apresa la interpol y me extradita a España, donde soy juzgado por homicidio. Me defiendo a mí mismo y alego que la mujer ya estaba mayor y que no nos vamos a pelear por uno o dos años más que le podían quedar a la señora. Como soy negro, el juez me condena a prisión, donde paso seis años que aprovecho para estudiar Derecho porque me han robado la silla.

(Ruido de grillos. Toses. Prosigo.)

Al salir en libertad, voy a casa, por lo general dando un paseo. Me siento en el sofá, con una copa de vino blanco y un buen libro. Estoy cansado, pero también orgulloso y satisfecho por una jornada laboral productiva que, una vez más, me ha hecho sentirme útil.

(Fuente de la imagen).

Huérfano

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Hay historias que a uno le conmueven y la de Víctor Roure es una de ellas. Me la han explicado esta tarde y me he pasado dos horas y diecisiete minutos llorando, haciendo uso nada menos que de treinta y nueve pañuelos de papel. Treinta y nueve. Casi cuatro paquetes. Con la que está cayendo.

Víctor Roure era un pobre huérfano al que adoptó hace un año un matrimonio barcelonés que no puede tener hijos, al ser ambos zurdos. La historia de Roure es la que me interesa, ya que eso de que sean zurdos no me da ninguna pena: es por puro vicio.

Roure nació en 1947 en el seno de una acomodada familia de la zona alta barcelonesa. A los 18 años entró en la Universidad de Derecho, donde conoció a la que sería su esposa, Teresa Fabregat. Se casaron cuando él aprobó las oposiciones a notario y aunque al principio le tocó plaza en Lleida, al cabo de pocos años y gracias a los contactos de su padre, pudo volver a Barcelona, donde tuvieron a sus tres hijos.

Su vida era razonablemente feliz y no sólo por las facilidades económicas que le permitían, por ejemplo, disfrutar de un bonito dúplex en Barcelona, además de una casa en la Costa Brava. El buen ánimo de Roure, su tranquilidad y su saber disfrutar los pequeños placeres, le ayudaron sin duda a encarar la vida con optimismo y alegría.

Pero, ay, la desgracia se cernía sobre aquella vida tan alegre, casi cumpliendo esos temores populares en realidad injustificados según los cuales tanto bien ha de verse compensado por algún mal en un momento u otro. En 2009, el padre de Roure murió de un infarto. Menos de un año más tarde y sin duda de pena, ya que hasta entonces gozaba de buena salud, fue su madre la que falleció.

El pobre Roure, viéndose huérfano, metió algunas de sus posesiones en una pequeña maleta y, despidiéndose de su mujer y de sus hijos, se fue a un humilde pero bien cuidado orfanato, donde unas monjas le trataron lo mejor que pudieron, sacando el máximo provecho a sus escasos medios.

Es duro quedarse huérfano a los 63 años. Comprensiblemente, las familias prefieren adoptar bebés recién nacidos, aunque eso suponga inagotables trámites en países extranjeros.

Roure veía cómo de vez en cuando, menos de lo deseado, algunas parejas acudían al orfanato y miraban a los niños, con pena y tristeza. Sobre todo cuando alguno de ellos, como el propio Roure confiesa avergonzado que hizo en alguna ocasión, se acercaba a ellos y les preguntaba si querían ser sus papás.

Nuestro protagonista tuvo suerte: fue adoptado hace un año, como he dicho, y su adaptación ha sido razonablemente buena, teniendo en cuenta que estas situaciones nunca son fáciles y siempre hay pequeños roces. Por ejemplo, a Roure le costó mucho adaptarse a la guardería y no acaba de entender por qué no puede ir de paseo solo con su esposa o a ver a sus hijos. Pero poco a poco y entre los tres van creando una nueva familia que sabrá darle a este huerfanito un presente lleno de amor y un futuro repleto de esperanza.

(Fuente de la imagen).

Las preguntas que todos nos hacemos sobre el cónclave

cardenal

Poca gente sabe que soy cardenal elector en los escasos ratos libres que me deja mi trabajo como columnista ocasional del Periódico DIAGONAL. Dado mi conocimiento sobre lo que está pasando en el Vaticano, ofrezco las respuestas a algunas de las preguntas que posiblemente se estén haciendo los lectores de esta publicación (a pesar de su fama de ateos).

(Nota: este artículo se iba a titular «Al cónclave con clave», pero se me han adelantado 953 graciosillos en Twitter).

¿Cuánto dura el cónclave?
No hay fijado ningún límite en cuanto a la duración, y nosotros los cardenales podemos deliberar todo el tiempo que haga falta. De hecho, aquí estamos a gastos pagados y se come muy bien, por lo que mi objetivo es alargar mi estancia lo más posible.

¿Cuántos cardenales participan?
En este cónclave somos 115, pero el número puede variar de una elección de Papa a otra.

¿Existe un límite de edad para los cardenales?
80 años. Que son unos cuantos. Con 80 años habrá más de uno que esté ya un poco perjudicado. No sé yo si está en condiciones de… Un momento, no sigáis haciendo preguntas, que estoy aquí en la puerta discutiendo con la guardia suiza. Se ve que mi nombre no está en la lista.

¿Quién los ha elegido?
¡Un momento, que estoy aquí liado con la documentación!

¿Siempre se ha celebrado en la Capilla Sixtina?
Sí, a ver, llama a Ratzinger, que es colega… ¡Parad con las preguntas! Que se ve que no puedo entrar.

¿Qué tipo de mayoría es necesaria para la elección?
¡Socorro! ¡Me están llevando a un calabozo! ¡Llamad a mi abogado!

¿De dónde son los cardenales electores?
Esto es extrañísimo, me acusan de hacerme pasar por cardenal. ¡A mí! ¡Al próximo Papa! Eso es que tienen miedo de mis ideas innovadoras, como sustituir los números romanos por números de verdad. Lo de seguir usando números romanos me parece una chorrada del XV. ¡La iglesia siempre ha temido la renovación! ¿Pero cómo saldré elegido Papa, si estoy encerrado en un calabozo? Esta es una terrible papadoja.

Si el jefe de la Iglesia es el Papa, ¿los cardenales no deberían ser los Titos?
¿Seguís ahí? ¿Qué dice mi abogado? ¿Le habéis llamado? Un momento, me llaman por teléfono. Sois vosotros, preguntando por mi abogado. Ah sí, no lo recordaba, me represento a mí mismo.

¿De dónde viene la tradición de la fumata blanca y la fumata negra?
Con ese nombre, de los años ’80, seguro. Me imagino a los cardenatas decidiendo que el próximo Papa será dabuten y esto del cónclave es demassié pal body.

¿Quiénes son los cardenales favoritos para ser elegidos Papa?
Pues pensaba que yo, pero lo comienzo a dudar. Precisamente creo que todo esto es una estrategia de mis enemigos para dar al traste con mi nuevo papado. ¡Con lo bien que me sientan a mí los vestidos blancos! Tendríais que haberme visto el día de mi boda.

¿Qué corrientes dominan hoy en día en la Iglesia?
La Iglesia cada vez es más abierta y… Ah, mirad, parece que ya se ha aclarado el malentendido. Vienen a sacarme dos guardias suizos con sus discretos uniformes… Qué raro, me están atando las manos a la espalda. Pero bueno, me llevan a la calle. Supongo que será el procedimiento. Como cuando te sacan de un hospital en silla de ruedas, aunque ya estés perfectamente. Es por temas del seguro. Imagina que estás saliendo del edificio, te caes por las escaleras y te matas. Claro, al principio todo son risas, pero luego te tienes que pagar el funeral.

Ojo, que creo que me han elegido Papa. Al menos me están llevando a una plaza llena de gente que está gritando mi nombre. Hay algún ateo comunista insultándome, pero estoy acostumbrado a las controversias. Qué bien, me llevan a un escenario. Hubiera preferido el tradicional balcón, pero esto tampoco está mal. Estoy más cerca de los feligreses. Qué raro: no sólo no me desatan las manos, sino que me han atado a un palo. ¿Y que es toda esta leña seca que tengo a los pies?

Una vez se anuncia el nombre del nuevo Papa, ¿qué es lo primero que tiene que hacer?
Pero… Un momento… ¿Qué? ¡SOCORRO! ¡ESTÁN ENCENDIENDO UN FUEGO! ¡ME QUIEREN QUEMAR VIVO! ¡SOCORRO!

¿De dónde viene la tradición de que el Papa cambie de nombre?
¿¡Pero queréis parar con las preguntas!? ¡Llamad a la policía o a la embajada! ¡HACED ALGO, QUE ME QUEMAN VIVO! ¡DUELE! ¡MALDITA SEA! ¡DUELE MUCHO! ¡SOCORRO!

¿Qué nombres de Papa son los más comunes?
(…)

¿Cuál es tu favorito para ser escogido Papa?
(…)

¿Hola?
(…)

¿Todo bien?
(…)

Publicado originalmente en el Periódico Diagonal.

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La bolsa de Nueva York entra en un bucle

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La bolsa de Nueva York ha recuperado los niveles del 9 de octubre de 2007. De hecho, cuando uno entra en la bolsa de Nueva York está todavía en 2007. Por ejemplo, George W. Bush todavía es presidente, dado que a Obama aún le quedan unas tres semanas para ganar las elecciones. Y Mariano Rajoy seguiría recibiendo sobres de Bárcenas un año más.

De momento, la policía ha rodeado la zona y no deja entrar a nadie, ya que se conoce el alcance de este efecto y si podría expandirse o no al resto de la ciudad. El bucle temporal es muy brusco: dos operadores de bolsa han salido del edificio, desoyendo las advertencias de la policía, y han envejecido cinco años de golpe. Uno de ellos sólo se volvió algo más arrugado y canoso, además de perder algo de vista en el ojo izquierdo, pero el segundo falleció el 4 de agosto de 2011, de un infarto, antes de poder volver a entrar en el edificio.

Las comunicaciones con el interior son confusas. Los operadores y empleados se hayan algo desorientados y no acaban de comprender qué está pasando. No se trata sólo de que hayan viajado en el tiempo, sino que además no recuerdan nada de lo que ocurrirá entre 2007 y 2012.

De hecho, la mayoría se muestra escéptica y cree que se trata de alguna broma de un canal de televisión, ya que consideran imposible que haya una crisis económica. «Todos los indicadores apuntan a un crecimiento sólido del mercado de valores. La Fed sólo tiene que vigilar la inflación», afirma uno. «Es cierto que hay signos de debilidad, pero lo peor ha pasado. No irá más allá de una corrección en el mercado inmobiliario», ha explicado otro. «¿Qué dice de Lehman Brothers? No sólo sus números son más que buenos, sino que además, ese banco es demasiado grande para caer».

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Godzilla y el debate sobre el estado de la nación

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El debate sobre el estado de la nación se saldó con tres muertos y diecisiete heridos, cifras similares a las de hace dos años, cuando murieron dos diputados y resultaron heridos veintiuno.

La jornada comenzó con el discurso de Mariano Rajoy, que exigió a gritos y de forma muy contundente, “la dimisión en pleno tanto del presidente como de los ministros de este gobierno, que nos ha dejado seis millones de parados y un nuevo disco de Extremoduro. ¿Hasta cuándo tendremos que soportar esto?”.

Una vez se dio cuenta de que Soraya Sáenz de Santamaría le tiraba de la chaqueta y después de que la ministra le recordara que él era el presidente, Rajoy carraspeó, reordenó los papeles, le preguntó a Sáenz de Santamaría “¿segura?” y “¿desde cuando?”, y prosiguió con su discurso, explicando que seis millones de parados no son tantos, “al fin y al cabo, todavía hay una mayoría de la población con empleo”.

Rubalcaba increpó a Rajoy apelando a los sentimientos y le recordó que “ya no me contestas a los whatsapps… Veo que te conectaste y que el mensaje tiene doble clic… ¿Es que ya no me quieres?”. En su contrarréplica, Rajoy explicó que necesitaba su espacio y que por favor no le atosigara. “Y hoy he quedado con mis amigos para ver el fútbol, te aviso porque luego no quiero discusiones tontas”.

Llegó el turno de los partidos pequeños y todos nos fuimos al bar a tomar unas cañas. La anécdota del día llegó cuando el portavoz de Izquierda Plural tuvo que salir corriendo, croquetita en mano, a dar su discurso. Además, Duran i Lleida hizo su intervención desde la suite del hotel, mientras le hacían la pedicura.

Al día siguiente, fue muy aplaudida la intervención de Tony Soprano, sobre todo en lo que hacía referencia al caso Bárcenas: “¿Bárcenas? No sé de qué me está hablando. Yo no conozco a ningún Bárcenas. Y tú tampoco. ¿Verdad que no? ¿A que nos hemos confundido? Eso me parecía. Buen chico”.

Más conflictivo fue el discurso de Godzilla, causante una vez más de los muertos y heridos. Antes de soltar fuego por la boca y devorar a los ministros Cristóbal Montoro y Alberto Ruiz-Gallardón, además de a la diputada Rosa Díez, Godzilla expuso las ideas económicas básicas de su partido: recortar los impuestos a las pymes, ofrecer ayudas a los empresarios que contraten a jóvenes, incrementar los impuestos a los más ricos y destruir la ciudad de Tokio.

El teniente coronel de la guardia civil Antonio Tejero cerró la ronda de intervenciones soltando tacos y disparando al aire.

Mariano Rajoy respondió brevemente a los portavoces de los grupos parlamentarios por orden: “Sí, sí, no, quizás, no, no, no, a veces, no, mi color favorito es el rojo, no, sí, no, gracias, no, bueno, sí, no sé, no entiendo mi letra, y no me extiendo más, que tengo una partida de Apalabrados a medias”. Al oírlo, Rubalcaba no pudo evitar gritar: “¡Claro, tienes tiempo para jugar al Apalabrados, pero no para contestar a mis mensajes!”

Touché.

El árbitro señaló el final del partido cuando el marcador recogía un resultado de 6 a J, favorable a la banca. El personal de limpieza despertó a los diputados, muchos de los cuales llevaban durmiendo desde la mañana del jueves (el jueves 18 de octubre de 2012). No hubo declaraciones a la salida, a excepción de dos rugidos de Godzilla, que tenía hambre.

(Publicado originalmente en Periódico Diagonal).

En mi época con dos mil pesetas

euros

En mi época con dos mil pesetas, que son unos doce euros, te ibas al cine con tu novia, pagabas las dos entradas y comprabas palomitas y coca-colas. Además, te sobraba para pagarte la gasolina y el parking, así que la llevabas en coche al restaurante. Sí, a cenar, porque algo sencillo también lo podías pagar con el cambio de las dos mil pesetas, incluida una botella de vino. Después cogías el coche y la llevabas a su casa, y tú con el vino ibas medio regular y ella además te iba hablando, hasta que de repente soltaba un grito, frenabas bruscamente y decía: «Creo que le hemos dado a alguien, Jaime, creo que le hemos dado a alguien». Y salías del coche consciente de que sí, de que habías oído un ruido seco, quizás era un perro, hasta que veías a una señora muerta a los pies del parachoques. Después del susto inicial, te atrevías a buscarle el pulso, luego mirabas alrededor y le decías a tu novia: «Sal, ayúdame. Tú cógela de las piernas y yo de los hombros». Y ella te preguntaba: «Pero qué quieres hacer, llama a una ambulancia, por Dios». Y tú le contestabas: «Ni hablar, que vendrá la policía y yo he bebido». Y ella: «Pero esta mujer…» Y cortabas: «¡Esta zorra esta muerta y ya le da lo mismo! ¡Tengo que pensar en mi carrera política! ¡La prensa me destrozará!» Entre sollozos, ella la agarraba por los tobillos y entre los dos la llevabais hasta el maletero, que tú abrías mientras con el brazo izquierdo seguías sosteniendo a duras penas a la mujer. La metíais dentro y con el cambio aún tenías dinero suficiente para comprarte una pala en una gasolinera e ir a un descampado, porque antes de la burbuja inmobiliaria en Barcelona había descampados. Allí, iluminándote con los faros del coche y mientras tu novia lloraba en el asiento del acompañante, cavabas un agujero lo suficientemente hondo como para enterrar el cuerpo de la mujer. Después, sudado y manchado de tierra, llevabas a tu novia a su casa y tú te ibas a intentar dormir un poco, aunque ya sabías que no pegarías ojo en toda la noche.

Veías a tu novia quizás dos o tres veces más. Ella no sacaba el tema, pero los silencios se hacían cada vez más largos hasta que finalmente, tomando un cortado, ella decía que no podía seguir así: «No tengo valor para ir a la policía, pero cada vez que te veo me acuerdo de aquella noche. No puedo seguir contigo». Se iba y te dejaba solo y tú te cabreabas porque había sido ella la que había querido ir a cenar, y no vas a cenar con agua, y también había sido ella la que estaba hablando mientras tú conducías. Si se hubiera estado calladita, hubieras ido mirando la carretera y no hubiera pasado nada. Encima te quería hacer sentir culpable. Es increíble. Las mujeres. No hay quien las entienda.

Pero bueno, lo importante: ese cortado, ese último cortado, ojo, aún lo pagabas con el cambio de las dos mil pesetas con las que habías ido al cine.

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Instrucciones para enfundar un nórdico

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Cambiar la funda de un nórdico sin ayuda de dos o tres personas y una grúa es una tarea difícil. Todos creemos conocer algún sistema infalible que hemos visto en Youtube, pero al final acabamos sentados en el suelo, sudando, llorando de rabia, con ganas de olvidarlo todo y de dormir siempre en el sofá.

La teoría es sencilla: hay que hacer coincidir los dos extremos superiores del nórdico con los dos de la funda, y luego extenderla. Para hacerlo de forma rápida y sin lesiones musculares, lo mejor es seguir estas indicaciones:

-Extiende tus brazos dentro de la funda, sosteniendo los dos extremos del nórdico. Sobre todo (importante), mete medio cuerpo dentro.

-Comienza a caminar en dirección al sur. Consulta la brújula.

Haz descansos e hidrátate bien. Sigue las indicaciones de tus dos sherpas. Ellos conocen el territorio mucho mejor que tú y han seguido la misma ruta en muchas ocasiones.

-Escribe una entrada en tu diario: “Después de trece jornadas de viaje, nos acercamos al extremo izquierdo. Cada vez hace más frío y nos estamos quedando sin víveres. Nos hemos tenido que comer a la mula. No sé quién ha traído esta lata de piña en almíbar, que no le gusta a nadie”.

-La situación es tan difícil que tienes que comenzar a racionar el whisky y ya pasas la mayor parte del día sobrio.

-Llegas a un territorio en el que habita una manada de tejones mutantes, que como todo el mundo sabe, crían en las camas cuando no cambias las sábanas con la periodicidad adecuada. Saca el rifle y dispárale a uno: será un buen almuerzo.

-Oyes un grito. Como no sabes disparar, le has dado a uno de los sherpas en la pierna.

-Ese sherpa te quita el rifle mientras masculla insultos en su idioma y se encarga de cazar el tejón. Prepáralo siguiendo una receta de tu abuela (paella de tejón; buenísima).

-Dos días más de viaje y llegas a la primera esquina de la funda, donde dejas con cuidado una de las puntas del nórdico (qué descanso en el brazo izquierdo, ¿eh? Ahora ya no parece que bailes sardanas).

-Coméntales a tus sherpas que esa noche descansaréis allí y que al día siguiente partiréis hacia el otro extremo. Asustados, hablan entre sí en su idioma. Pregúntales qué ocurre: te contestarán que la esquina derecha está MALDITA. Diles que eso es una estupidez y ríete de sus costumbres entre carcajadas.

-Al día siguiente, los sherpas habrán huido, dejándote la lata de piña en almíbar, dos pares de calcetines, el rifle y algo de munición.

-Tras dos días de camino, darás con un poblado. Los nativos te acogen saludándote en su idioma (OLA K ASE) y celebran una fiesta en tu honor.

-Durante la fiesta, fíjate en la hija del jefe, que no está nada mal, e invítala a una copa de una especie de ponche que han preparado.

-Se te acercarán unos cuantos hombres de la tribu y te pedirán que vayas con ellos un momento. Como eres el invitado de honor, no te puedes negar, claro. Dile a la chica que vuelves en seguida.

-Sigue las tradiciones de ese antiguo pueblo y las indicaciones de los lugareños, para acabar atado a un palo que da vueltas encima de una hoguera.

-Sospecha que igual esa fiesta no es tan divertida como creías.

-Se te caerá la lata de piña en almíbar en la fogata. Con el calor, reventará y los nativos huirán asustados. Aprovecha para desatarte justo cuando tu espalda empiece a oler a cochinillo asado.

-Huye, no sin dejarle una nota a la chica con tu número de teléfono. Nunca se sabe.

-Resguárdate de una tormenta en una cueva. Está oscuro, enciende una linterna. Suelta un grito al ver un esqueleto vestido también con ropa de montañista. Abre su mochila y lee su diario. Sí, murió de hambre y frío hace doce años, cambiando la funda de su nórdico. Róbale el reloj, que parece bueno.

-Llegarás a la esquina derecha, que está custodiada por El Guardián de la Esquina Derecha. Te pondrá un acertijo. Es uno de estos en plan “si Juan tiene el doble de la edad de su hermano, cuántos años tendrá si dentro de seis años, etcétera”. La solución al acertijo es darle de garrotazos con el fusil al guardián hasta que te deje pasar.

-Coloca con cuidado el segundo extremo del nórdico.

-Por el camino de vuelta ve asegurándote de que el edredón queda plano y ajustado a la funda.

-Sal de la funda. Estás de vuelta en tu dormitorio. Mira el móvil. 27 de mayo. Saca el nórdico de la funda, dóblalo todo bien y guárdalo en el armario hasta el año que viene.

-Qué barba más chula de moderno llevas.

-Dúchate.

(Publicado originalmente en GQ.com).

Daltonia

semaforos

Nuestro viaje más divertido fue el que hicimos a Daltonia. Aún recuerdo lo que nos sorprendió la gran cantidad de peliverdes que había y qué bonitos eran aquellos jardines con el césped color remolacha. Allí te dio un ataque de risa porque yo llevaba una camiseta verde y con ese césped de fondo parecía que mi cabeza flotara.

También recuerdo aquella botella del vino verde local, que bebimos en ese restaurante que sólo servía carne roja y que insistía en que era vegetariano. Y qué raro el postre, ese helado de fresa que sabía a sorbete de melón.

Volvimos al hotel dando un paseo mientras anochecía y el cielo se teñía de color esmeralda. Pasamos además por un pequeño estanque, en medio de una plaza, en el que había conejos que, según cómo los miraras, parecían patos. Como llegamos además en campaña electoral, por la noche pudimos ver en la tele un confuso debate entre ecologistas y comunistas, que a mí me dio dolor de cabeza.

Y qué decir de la visita al museo de Daltonia, con cuadros como Labatalla de Daltonia y el realismo de esas heridas verdes y brillantes. La batalla de Daltonia es un episodio muy importante para el país. Tuvo lugar en 1752, cuando durante unos ejercicios de caballería, el general Dalton avistó un regimiento con la bandera enemiga, verde y roja.

Después de movilizar a todas las tropas y tras seis días de sangrientos combates con muchos e inexplicables cambios de alianzas, el lugarteniente de Dalton se dio cuenta de que en realidad aquel otro ejército no llevaba una bandera verde y roja, sino roja y verde, la bandera nacional daltona, y que por tanto habían iniciado una batalla contra el regimiento de otro cuartel.

Desde entonces y para evitar confusiones, la bandera daltona es la única que lleva escrito el nombre del país.

La única pega: cruzar la calle era un peligro. Leí en la guía que durante una época cambiaron el verde (o el rojo) por el azul, por lo que los semáforos pasaron a ser verdes (o rojos), ámbar y azules. Pero la gente no sabía que hacer cuando el semáforo se ponía en azul y seguía sin saber si el verde era verde o en cambio rojo. Los accidentes se incrementaron en un 17% hasta que se cambiaron de nuevo los semáforos y se usó una luz blanca, una ámbar y una azul.

Los daltones, completamente confundidos, decidieron dejar de hacer caso a las luces y conducir como los italianos: al azar.

Además, casi nadie usa el metro porque sólo hay dos líneas: la 1 que es roja (o verde) y la 2, que es verde (o roja).

Fue un viaje muy bonito, eso sí. Aún tengo sobre el escritorio el souvenir que me compré: un pisapapeles en el que pone I (corazón) Daltonia. Por algún motivo, el corazón es amarillo.

Fuente de la imagen.