He venido aquí a hablar de mi libro (y otras cosas)

Los lectores de La Conspiration, textes et histoires de Jacques Blond pueden pensar (ils peuvent penser) que llevo sin hacer nada desde febrero, ya que desde entonces no se ha actualizado (quel dommage!) esta página. Pero nada más lejos de la verdad: he practicado algo de francés con Duolingo (Le Deuxlingueur).

Y aparte de eso:

1. He publicado una novela de humor con Altamarea: El informe Penkse. Está feo que yo lo diga, pero es, probablemente, la mejor novela de humor que he publicado con Altamarea. ¿De qué va? Es un informe en el que se explica por qué Jaime Rubio entregó tarde un informe. Hay entrevistas de trabajo con gatos, directores generales obsesionados con el comunismo, burocracia empresarial y viajes de comerciales con sherpas. Y, además de todo eso, es una novela de ciencia ficción.

2. He publicado algunos textos como los que solía publicar aquí en La rata chillona, la revista de La Llama School. Como ya sabéis, las redes sociales asesinaron a los blogs para traernos debates políticos y sociales inteligentes y profundos. El cambio ha sido tan positivo que en 2016 Hillary Clinton ganó las elecciones y la extrema derecha ya no existe en Europa. ¿Y os acordáis de Vox? Yo tampoco.

Aun así, me parece una buena idea que haya pequeños centros de resistencia al progreso en internet, ya sean las newsletters o proyectos como el de La rata, que viene a ser un Libro de notas humorístico, un blog grupal con textos buenísimos y, también, algunos míos:

No tengo Bizum

No, no tengo Bizum. Y no entiendo el problema: voy a sacar dinero y te pago. ¿No sabrás dónde hay un cajero por aquí? Si lo prefieres, te hago una transferencia ahora mismo. Dame tu IBAN. ¿No te sabes el IBAN de memoria? Solo son 24 números. O seis números de cuatro dígitos, que es mucho más fácil de memorizar. Claro que me sé mi IBAN de memoria, ¿no te estoy diciendo que no tengo Bizum? Léelo entero, no seas vago.

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Entrevista al campeón de debate de España

—Tenemos con nosotros al campeón de debate de España. Buenas tardes.

—SERÁN BUENAS PARA USTED, CABALLERO.

Aquí lo puedes (debes) leer entero.

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El mejor anuncio de tomates de la historia

B: Has cogido el tomate con el tenedor, te lo has acercado a la boca y has dicho “ñam, ñam”. Pero no te lo has comido.

A: Es el ruido que hago cuando mastico.

B: Pero es que no te has comido el tomate. Solo has hecho como si te lo comieras y has dicho “ñam, ñam”.

A: Claro que me lo he comido.

B: Lo estoy viendo.

A: Es otro trozo.

Sigue aquí (es verdad, sigue ahí).

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¿Te ha tocado estar en la mesa electoral? Así puedes librarte

Es posible que se hayan personado dos agentes de la policía municipal en vuestro domicilio y que hayáis intentado huir por la ventana del baño, quizás quedando encajados porque es una ventana muy pequeña, pero es la que da al árbol por el que se puede bajar hasta la calle y salir corriendo, suponiendo que no os caigáis otra vez. 

Este se ha quedado viejo, pero sigue siendo gracioso.

***

No sé nada de drogas, pero mi novela necesitaba un capítulo en el que el protagonista se drogara mucho porque así es más fácil que hagan una serie o una peli, creo

Me apoyé en la barra y pedí un whisky.

—¿Alguna marca?

—Ese del Lidl que dicen que es tan bueno.

Me lo bebí de un trago. Pero porque había muy poco. Hacía tiempo que no bebía, quizás varios años. Me acordé de mi amigo John Stuart Worthington, agente de bolsa en Wall Street, cuya compañía me vendría bien para esa noche en la que necesitaba olvidar. Le llamé.

—Hola, John. Soy Jon. Necesito tu magia.

—¿Dónde estás?

—Bar Mundial. En Aribau.

—Lo conozco.

Le esperé tomando otro whisky.

—Está muy bien. Se nota que es escocés, sabe a gaita —le comenté al camarero.

Este es mi favorito.

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Cómo saber si el Rolex que te ha regalado tu padre es falso

– No tiene número de serie o el número de serie está mal grabado y mal definido.

– Los modelos de 2002 en adelante tienen el logotipo grabado a láser en el cristal a las 6 en punto.

– Tu padre lo llama “el Rolex”, haciendo las comillas con los dedos.

Este también es muy bueno.

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La autobiografía de Jaime Rubio es un plagio

Muchos lectores nos han avisado de que Jaime Rubio no fue rey de España entre 1759 y 1788. Ese fue Carlos III. Rubio sigue manteniendo que se trata de una leyenda urbana, que III no es un apellido y, por tanto, si Carlos III existió, en realidad era un robot.

Aquí está el texto íntegro (y original).

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Carta al niño vietnamita que cosió mis pantalones

Hola, niño. Perdona que te llame niño, pero a pesar de todas las llamadas y de algún que otro viaje a las oficinas de la central en Segovia, no me han querido dar tu nombre. Lo único que he conseguido es que me den la dirección de la fábrica y que me prometan que tu jefe te hará llegar esta carta.

Y aquí la carta entera. Es una carta que envié de verdad (nota: no la envié de verdad).

La vaca no bebe vino y otras frases que he aprendido en un curso de italiano

Foto de Screenroad en Unsplash

– Yo tengo una vaca.

– La vaca es blanca y negra.

– Yo bebo leche.

– Tú bebes leche.

– La leche viene de la vaca.

– La vaca no bebe vino.

– Las vacas comen hierba.

– Mi vaca.

– Nuestra vaca.

– ¿La vaca no bebe vino?

– ¿Por qué la vaca no bebe vino?

– El granjero tiene vacas.

– Las vacas viven en la granja.

– El granjero duerme.

– Yo voy a la granja. 

– Yo doy vino a las vacas.

– Las vacas sí beben vino.

– Las vacas están borrachas.

– Yo vuelvo a la granja.

– Yo vuelvo cada noche.

– Mi mujer pregunta dónde voy.

– ¿Las vacas beben vino?

– Es un experimento científico.

– Mi mujer se va de casa.

– Yo leo el periódico.

– El periódico habla de un hombre.

– El hombre da vino a las vacas.

– La policía busca al hombre.

– ¿Quién es el hombre?

– El hombre soy yo.

– No se lo digo a nadie.

– Hace dos semanas que el hombre no va a la granja.

– El hombre es precavido.

– El hombre soy yo.

– ¿Las vacas beben vino?

– Las vacas no beben vino ahora.

– La policía pregunta.

– Yo no doy vino a las vacas.

– Yo no soy el hombre.

– La policía me cree.

– Yo vuelvo a la granja.

– La granja es grande.

– La granja es más grande que el apartamento.

– El hombre da vino a las vacas.

– Yo soy el hombre.

– Yo también bebo vino.

– Las vacas son mis amigas.

– La vaca empuja al hombre.

– El hombre está disgustado con la vaca.

– La vaca y el hombre discuten.

– La vaca y el hombre se pelean.

– La vaca es más fuerte que el hombre.

– Yo soy el hombre.

– El granjero despierta.

– El granjero nos ve a la vaca y a mí.

– La vaca y yo nos disculpamos.

– El granjero llama a la policía.

– La policía nos arresta a la vaca y a mí.

– El juez juzga.

– El juez está enfadado.

– El juez no bebe vino.

– El juez nos condena a la vaca y a mí.

– La cárcel es más grande que la granja.

– La vaca y yo compartimos habitación.

– La habitación es pequeña.

– La comida de la cárcel no nos gusta.

– En la cárcel no hay vino.

– Nosotros bebemos café.

– La vaca y yo nos tatuamos cada uno el nombre del otro.

– Los guardias de la cárcel son amables.

– Yo aprendo italiano en la cárcel.

– ¿Hablas italiano?

– Yo hablo un poco de italiano.

– La vaca no aprende italiano.

– La vaca está triste.

– La vaca compra heroína.

– La vaca es adicta a la heroína.

– La vaca muere de sobredosis.

– ¿He matado a la vaca?

– He matado a la vaca, en cierto modo.

– Cumplo mi condena.

– El hombre sabe italiano.

– El hombre estudia para el examen.

– El hombre aprueba el examen.

– Yo soy el hombre.

– Yo salgo de la cárcel.

– La cárcel está lejos.

– Yo vuelvo a casa.

– Yo busco un trabajo.

– Yo tengo un trabajo.

– Yo escribo frases para un curso de italiano.

– Los estudiantes aprenden italiano.

– Los estudiantes se quejan.

– A los estudiantes no les gustan las vacas.

– El hombre echa de menos a la vaca.

– El hombre se siente culpable.

– Yo soy el hombre.

– La historia es real.

– Es mi historia.

– Escribo mi historia en italiano.

– El jefe pide frases diferentes.

– Las frases nuevas son diferentes.

– Yo cambio la vaca por el pato.

– El pato es marrón.

– El pato no bebe vino.

– Yo voy al estanque.

– Yo le doy vino al pato.

– El jefe se da cuenta.

– ¡El pato es una vaca!

– ¡El pato no es una vaca!

– ¡Sí, el pato es una vaca!

– El jefe despide al hombre.

– El hombre no tiene trabajo.

– El hombre echa de menos a la vaca.

– Yo soy el hombre.

Nunca escriben bien mi nombre en Starbucks

Foto de Kelly Sikkema en Unsplash

—Muy bien, un latte machiatto cuádruple. ¿Su nombre?

—Jaime Rubio, ESCRITOR.

—Jaime, pues al final de la barra…

—No, no. Jaime no.

—Ah, perdón. ¿Lo he oído mal? ¿Es Javier?

—Jaime Rubio, ESCRITOR.

—Pero esto es solo para recoger su café.

—Jaime Rubio Hancock, ESCRITOR. Hancock se escribe hache a ene ce o ce ka.

—No hace falta poner todo eso.

—ESCRITOR todo en mayúsculas.

—De verdad, que esto es solo para el café.

—Jaime Rubio Hancock, ESCRITOR, autor de la novela La decadencia del ingenio y del ensayo ¿Está bien pegar a un nazi?

—No va a caber todo.

—Jaime Rubio Hancock (1977, Barcelona). ESCRITOR, autor de la novela La decadencia del ingenio y del ensayo ¿Está bien pegar a un nazi? Trabajó como periodista hasta 2022 cuando se pudo retirar gracias a la lotería. Vive en su mansión, donde se dedica a no contestar nunca al teléfono.

—Pongo Jaime, ¿vale? Cuando esté listo le avisamos.

—No, mejor: Jaime Rubio Hancock (1977, Barcelona). ESCRITOR, autor de la novela La decadencia del ingenio y del ensayo ¿Está bien pegar a un nazi? Ganador del Oscar al mejor actor secundario en 2027, con su primera actuación en una película en la que también se encargó de la peluquería.

—Me he perdido.

—Sí, tiene razón, es demasiado complicado. Ponga “Jaime Rubio Hancock, escritor, periodista y pensador”.

—Ya he puesto solo el nombre. Mi compañero le está haciendo el café.

—Vale, dejémoslo así: Jaime Rubio Hancock (1977-2025). Escritor, periodista y pensador, campeón de España de peso superwelther. No del boxeo, sino del peso, es el que mejor pesa superwelther de España.

—Un latte machiatto cuádruple para Javier.

—¿Qué?

—¿Javier? ¿Latte macchiato cuádruple?

—Yo he pedido lo mismo, pero es para Jaime Rubio Hancock, ESCRITOR. 

—No hay nadie más en la cafetería.

—Pero yo no me llamo Javier.

—Toma, Javier. Gracias.

—Gracias.

***

Por cierto, aquí hay más cosas mías:

En Ratachillona:

Cómo saber si el Rolex que te ha regalado tu padre es falso. Basado en hechos reales.

La autobiografía de Jaime Rubio es un plagio. Como dijo Jaime Rubio, «que hablen de uno, aunque sea bien».

Carta al niño vietnamita que cosió mis pantalones. Seguimos con el mismo problema, dicho sea de paso.

En Poesía Completa:

Pues claro que Dios te ha curado el cáncer. Sale Dios.

Joaquín, idea para una serie. Sale Joaquín.

En Una imagen. Cien palabras:

El reloj de bolsillo más grande del mundo. Sobre un reloj muy grande.

El futuro. Sobre el futuro.

Cuatro bicicletas. Sobre una bici.

Bienvenidos al Museo Lucus Flavius Familia Pérez Soriano

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Historia del museo

El Museo Lucus Flavius Familia Pérez Soriano abrió sus puertas en 2017 después de casi diez años de trabajos de excavación. Estos trabajos sirvieron para recuperar parte de lo que era la antigua Lucus Flavius, una pequeña ciudad romana que se descubrió en el lavabo de un piso de 90 metros cuadrados de Torrealba de la Calzada, propiedad de la familia Pérez Soriano.

El descubrimiento se hizo por casualidad. En 2007, la familia Pérez Soriano notó que la cisterna del baño principal perdía agua, por lo que el pater familias, Eugenio, llamó a un fontanero que le recomendó el vecino. El fontanero vino ya el martes, porque el resto de la semana la tenía liadísima, y al revisar la cisterna vio lo que claramente parecían los restos de un atrium o patio interior de una casa romana del siglo I.

¿Pero cómo va a haber una casa romana en mi baño?, preguntó Eugenio, si esto es un cuarto piso. Hombre, contestó el fontanero, por aquí también pasaron los romanos y a lo largo de los siglos se ha ido construyendo encima de restos y cimientos de otras civilizaciones, por eso los edificios son tan altos. ¿Pero de qué habla?, le dijo Eugenio. Mire, contestó el fontanero, yo solo sé que hay que avisar al ayuntamiento. 

Para suerte de los más de diez mil visitantes que recibe cada año este museo, el fontanero llamó a los técnicos del organismo municipal, que se personaron en el piso de la familia Pérez Soriano el miércoles siguiente porque el resto de la semana la tenían también liadísima. El nombre de este fontanero, primer descubridor de Lucus Flavius, se ha perdido porque cobraba en negro. Si querías, te hacía factura, pero era un lío y te tenía que cobrar el IVA.

No había ninguna duda: tanto la técnica del ayuntamiento como varios arqueólogos e historiadores que fueron pasando por el piso registraron lo que era un hallazgo extraordinario. Al principio se creía que solo se trataba de los restos de una domus, que de hecho es la construcción mejor conservada del museo, pero poco después se descubrió que había restos de tres casas más, de unos baños, de parte del alcantarillado y los últimos cincuenta metros de un acueducto. 

Pero por favor, dijo Eugenio, ¿cómo va a haber un acueducto en mi baño? Claro, contestó la doctora Ferrer, directora de los trabajos de excavación, el agua llegaba del río a la ciudad por aquí. Por eso se construyó su lavabo en esta localización exacta. Es herencia romana. Pero señora, dijo Eugenio, que este edificio se construyó en 1990 y además todo eso no cabe aquí dentro. Hombre, claro que cabe, explicó la doctora Ferrer, mírelo desde este ángulo y verá. Los romanos eran muy buenos aprovechando el espacio y construían mejor que ahora. Además, eran como diez centímetros más bajitos y cabían bien en todas partes. ¿Qué?, contestó Eugenio, balbuceando y al borde de su primer ataque de ansiedad.

Eugenio y su esposa, María José, interpusieron varias reclamaciones en el ayuntamiento para intentar que toda esa gente saliera de su baño. Es verdad que en casa hay otro, explicaron, pero somos cuatro, este segundo baño solo comunica con nuestro dormitorio y así no se puede vivir. Tuvo que intervenir el Ministerio de Cultura, que aseguró que el yacimiento era de mucho valor y que ahí se iba a construir un museo, no solo por la importancia histórica del descubrimiento, sino también un poco por joder al gobierno de la comunidad, que era de un partido diferente.

No, a ver, no pueden poner un museo en nuestra casa, dijo María José porque Eugenio ya no podía más y prefería dedicar sus energías a buscar otro piso. Claro que sí, le dijo alguien que ya no sabía si era del ministerio, del ayuntamiento o de la universidad. En el pasillo ponemos la taquilla y ustedes pueden seguir viviendo en el resto del piso. María José iba a decir algo, pero tuvo que dejar pasar a unos estudiantes de primero de Historia, invitados por la doctora Ferrer, y luego ya no pudo encontrar al tipo con el que estaba hablando.

La familia Pérez Soriano llevó la decisión a los tribunales, pero el juez les dijo que, en fin, es que hay una ciudad romana en su casa, no se puede volver a tapar eso solo para que ustedes se laven los dientes. Imaginen que alguien tira abajo el teatro de Mérida para hacerse un despacho. Intentaron mudarse, pero no había forma: primero necesitaban vender su piso y a ver quién compra un piso en plena crisis con un solo baño porque en el otro hay un museo, y más si encima el ayuntamiento también ha expropiado el armario empotrado del pasillo porque en algún sitio habrá que poner la tienda de regalos. 

Bueno, dijo María José, intentando ver la parte positiva, al menos le pondrán nuestro nombre al museo. ¿Tú crees que la cola llegará al comedor?, preguntó Eugenio. Y sí, llega, pero solo los fines de semana de julio y agosto, cuando hay más visitantes y recomendamos reservar la entrada con antelación en nuestra página web.

Horario:

De martes a viernes, de 11 a 19 h.

Sábados y domingos, de 10 a 20 h.

Lunes cerrado.

El museo permanecerá cerrado el 1 de enero, el 15 de agosto y los días 24, 25, 26 y 31 de diciembre.

Precio:  

6 euros.

Estudiantes, pensionistas, parados y familia Pérez Soriano, 3 euros.

Claro que puedo ganar a un león en una pelea

¿A qué animal podrías ganar en una pelea y sin armas? Encuesta de YouGov. En verde, las mujeres y en morado, los hombres

El 7% de los hombres estadounidenses y el 8% de las mujeres aseguran que podrían ganar a un león en una pelea. Es una encuesta de YouGov cuyos datos completos podemos ver aquí arriba y que demuestran, básicamente, que los americanos son unos flojos y unos cobardes que no son nada sin sus pistolitas y sus Schwarzeneggers. Cualquier español de bien puede vencer a un león, a un oso o a un cocodrilo con sus propios puños, además de alguna que otra patada y un buen cabezazo. Quizás no los milenials, porque ya tienen cuarenta años y están viejos, pero el resto sí: los más jóvenes (a partir de los ocho años, calculo), por el vigor que da la juventud, y los más viejos, por la astucia y la experiencia que se aprende colándose en el ambulatorio para largarse antes con las recetas.

Para demostrarlo, me batí en duelo con un ejemplar de cada uno de estos animales. Ni que decir tiene que salí victorioso en todas las peleas.

Rata. Fácil. Le di un pisotón. No acerté. Otro pisotón. También fallé. Me dio un mordisco. Respondí con otro pisotón fallido. Me trepó por la pernera, lo que me obligó a prenderle fuego a los pantalones. Quemaduras de tercer grado, pero la rata se rindió.

Gato doméstico. Vencí con astucia: le hice una foto, la subí a Instagram y en doce segundos tenía tres ofertas para adoptarlo. No pudo ni acercárseme: se lo llevó un tipo que se acababa de mudar a un piso que decía expresamente “prohibido mascotas”. Se fue diciendo “yo no he adoptado al gato, el gato me ha adoptado a mí, jejeje”. No todas las batallas se ganan peleando. Hay que saber cuándo golpear y cuándo confundir a tu adversario. Como dice El arte de la guerra, de SunTzu: “Impreso en Badalona. 1992”.

Ganso. Más fuerte de lo esperado. El pico me arrancó tres dedos. Pero lo agarré del cuello y le hice un nudo. Con sus plumas me cosí una chaqueta demasiado grande, unos pantalones rojos y una camisa que no quedaba bien con nada, pero que luego pude vender al triple de su valor real. Sí, esto es un chiste sobre una marca de ropa que no entiendo.

Perro. Ganar una pelea a un perro es fácil. Solo tienes que dejar que te muerda el brazo hasta que se canse. Luego lo calientas y lo encierras en un bollo.

Águila. Más fácil aún. Cogí un jetpack, la alcancé y le di un puñetazo (con el brazo bueno). Lo malo es que tuve que hacerlo dos veces porque me equivoqué de águila a la primera

—¿Pero qué hace? ¿Pero esto a qué viene?

—Defiéndete, Felipe.

—¿Qué? ¡Yo no soy Felipe!

—¿Usted no es el águila Felipe? ¿No recibió mi mail? Habíamos quedado para pelearnos.

—¡Felipe vive en la montaña de al lado!

—Ay, perdón.

—Esto es increíble.

—Lo siento, yo…

—Es la tercera vez hoy, no entiendo nada.

—Es por una encuesta de YouGov. Se ha hecho viral.

Con el lío, me quedé sin combustible y tras la segunda pelea hice lo que en la jerga jetpackera se llama “un aterrizaje sin motor y a velocidad real”. Me rompí todos los huesos del cuerpo y dejé siete a deber.

Chimpancé. Me costó más de lo que creía porque llegué a la pelea con un poco de fiebre (creo que la rata me contagió el tifus o la escarlatina, una de dos). La pelea se alargó y el chimpancé tuvo tiempo de evolucionar a homínido, pero pude dejarlo K.O. antes de que me lanzara un hacha con hoja de sílex.

Cobra. Aquí tuve mala suerte porque no era una cobra real, sino una cobra autónoma, por lo que cobró bien cobrado, pero a 90 días. Jejejejejejejejjcof cof COF COF COF cof COF… cof cof… COF… EHRM… ehrm… EHRM… COF cof cof COF COF… cof cof… Ay… Qué ataque de tos más tonto. Es el tifus.

Canguro. Es facilísimo vencer a un canguro. Recordemos que están en Australia, es decir, bocabajo. Hay que forzarles a saltar cada vez más alto (subiéndose a un árbol, por ejemplo, y retándolos desde ahí). Al final llega un punto en el que saltan tanto hacia abajo que se caen de la Tierra. Un dato curioso: hay más de 70 canguros vivos en órbita.

Lobo. El truco consiste en pelear con cualquiera de ellos las noches de luna llena y aprovechar que entonces se convierten en un novelista y trompetista de jazz francés. Basta con cogerles la trompeta y metérsela por la oreja de un solo golpe.

Cocodrilo. Apliqué el viejo confiable truco de ponerle un palo entre las mandíbulas. Pero me equivoqué y se lo puse en horizontal y no en vertical porque había aprendido el truco de Mortadelo y Filemón, y no de Tarzán. No pude correr porque el fémur izquierdo no me había soldado bien después de la pelea con el águila. Por suerte, el cocodrilo se atragantó con mi hígado y me bastó con no hacerle la maniobra heimlich.

Gorila. Tuve problemas, pero solo porque peleamos en la niebla y no le veía. Una buena forma de desorientar a un gorila es llevar ropa deportiva.

-Lo siento, pero no puedes entrar con zapatillas blancas.

-Conozco al pinchadiscos, a Thomas.

-¿Qué Thomas?

-UNA RACIÓN DE PUÑO.

Y entonces, zas, en toda la mandíbula.

Elefante. Aquí empecé a sospechar que me había equivocado en el orden porque seguía con fiebre y cojeando, además de algo fastidiado del hígado. No estaba en condiciones de enfrentarme a un paquidermo, a pesar de ser español (yo, el paquidermo era de Botswana). Pero en fin, lo agarré del rabo y lo lancé como hacen los lanzadores de martillo en las olimpiadas. Aún recuerdo lo que me gritó, ya desde el aire:

-Olimpiada es cada periodo de cuatro años, las competiciones son los juegos olímpicoooos… Y Frankenstein es el nombre del doctor, no del monstruooooo…

Los elefantes son insoportables. 

León. Ganar a un león es facilísimo. Basta con convertirse al judaísmo y dejarse crecer el pelo, para cobrar así una fuerza sobrehumana, todo gracias a Yahvé. Y ya con eso agarras al león del cuello y para él todo será crujir y rechinar de dientes. Luego lloraréis en Twitter diciendo que la religión no sirve para nada. Pues mira, sirve para entender este chiste, así que haced el favor de volver a misa los domingos.

Oso. El truco para vencer a un oso consiste en que cuando te va a dar el abrazo le dices que no, gracias, que no eres de tocar, y menos con la pandemia. Los osos son muy amistosos pero bastante brutos, por lo que no te debería extrañar que pongan mala cara y te suelten algún comentario faltón, como “huy, perdón, que al señor no se le puede tocar”. Entonces le dices: “Tócame esta”, y le das dos puñetazos en el hocico. También ayuda pelear cerca de una colmena y esperar a que su cabeza quede atrapada dentro. Ah, dulce victoria (jejeje).

Encuestador de YouGov. Preséntate en su casa y llámale “tezanitos” hasta que se ponga a llorar.

Pinball

El tercer dormitorio es perfecto para un despacho. Como pueden ver, está perfectamente iluminado, al tener dos ventanas y hacer esquina, y podría caber perfectamente un segundo escritorio. Acompáñenme y les enseñaré la cocina… ¿Qué? Sí, el escritorio, la silla y el ordenador de los años 90 también están incluidos. Sí, el señor que está jugando al pinball, también. Si me acompañan a la cocina… No, no, claro. Me he explicado mal. El señor que está jugando se irá en cuanto acabe la partida, pero tiene permiso para quedarse hasta que la termine. No creo que le quede mucho. Pero no le distraigan… 

Está bien, se lo voy a contar para que vean que no les oculto nada. Pero vayamos a la cocina, que así no molestamos.

Todo esto comenzó en 1994. El tipo que está jugando era amigo del hijo de la familia que vivía aquí. Él y otros compañeros de clase vinieron una tarde de viernes a jugar con el ordenador. Después de varias partidas y de una buena merienda con coca-cola, fanta y bocabits, llegó el turno de jugar a un videojuego de estos de pinball, seguro que los conocen. La verdad es que son distraidetes, yo tenía uno en la tablet y para el tren me venía muy bien. Se lo recomiendo, no son difíciles y… Vale, vale, me centro. El caso es que tuvo una muy buena tarde. Empezó a enlazar rampas, vueltas a la mesa, series de objetivos… No solo no se le iba ninguna bola, sino que además iba consiguiendo bolas extra. Una locura. 

La partida se alargó tanto que el resto de los amigos se fue yendo a casa: algunos, por aburrimiento; otros, porque ya anochecía. Pero este tipo, Enrique, pidió permiso a su amigo para terminar la partida, y su amigo le dijo que claro, sin problema. Qué iba a decir. Iba tan bien que tenía las tres bolas con las que uno empieza la partida y un par más, pero al final no era más que una partida de pinball, ¿cuánto podía alargarse? ¿Diez minutos? ¿Quince? ¿Media hora?

Pues bien, media hora más tarde, los padres del amigo de Enrique estaban sirviendo la cena. Pero Enrique ya había duplicado el récord anterior, así que ¿por qué no seguir un poco más? ¿Por qué no ver hasta dónde era capaz de llegar? Le preguntaron si quería comer con ellos, pero dijo que no, que se iría enseguida, ahora me matan, seguro. Siguió jugando mientras su amigo cenaba con la familia, y siguió jugando mientras los demás se sentaban en el sofá a ver la tele, y siguió jugando mientras todos dormían. Suponemos que en algún momento alguien preguntó si seguía allí y el amigo de Enrique contestaría que sí, y a lo mejor se sentaría a su lado y le diría qué tal vas, y Enrique le contestaría que muy bien, que había conseguido otra bola extra y que ya sabía qué tenía que hacer para conseguir un millón de puntos con solo un toque, aunque no siempre le salía a la primera.

Pasó toda la noche jugando, sin dormir, y siguió el sábado y el domingo. Hacía paradas, poniendo el juego en pausa para ir al baño, para comer un poco, para echar una siesta y, claro, para avisar a sus padres. Los padres de su amigo querían que se fuera, pero su amigo insistía en que le había dado permiso para terminar la partida. Ahora no le puedo decir que no. Y solo es una partida. Que sí, que os juro que es la misma. En fin, lo típico.

Los problemas llegaron el lunes: Enrique comenzó a perder clases. Sus padres le exigieron, primero por teléfono y luego en persona, que parara de jugar, aunque eso supusiera dejar que las bolas cayeran sin luchar por ellas, y le intentaron convencer de que ya había logrado un récord excepcional y que, sobre todo, no era más que un videojuego bastante tonto. Pero Enrique ya era un adolescente grandote, de casi 90 kilos, y muy tozudo, por lo que era imposible tanto convencerle con argumentos para que se levantara de la silla como intentar hacerlo a la fuerza.

Había una solución obvia: apagarle el ordenador, o desenchufarlo, o incluso cortar la luz de todo el piso un momento. Pero sus padres cometieron el error de intentar negociar con él. Enrique les pidió paciencia, mientras seguía aporreando las dos teclas que movían las paletas y, ocasionalmente, la tecla espaciadora, con la que golpeaba virtualmente la mesa del juego y evitaba, en ocasiones, que la bola se deslizara por algún hueco lateral. Les convenció de que estaba haciendo una partida excepcional, de que estaba siendo uno con el juego, de que se sentía feliz, casi por primera vez en su vida, añadió, con la clásica afectación de adolescente. Sus padres, desesperados, dejaron que jugara un rato más y se pusieron de acuerdo con los padres de su amigo para contribuir a su manutención si aquello se alargaba, que no tenía por qué, porque lo normal es que una partida dure minutos y esto ya tiene que estar a punto de terminar.

El padre de Enrique se lo comentó a un amigo, que era periodista, y este a su vez le convenció para plantarse unos días más tarde acompañado de un cámara de televisión y grabar a Enrique mientras jugaba y contestaba con monosílabos a sus preguntas. A su padre no le hacía mucha gracia, pero la excusa era que igual con la presión de tener una cámara delante, Enrique comenzaría a cometer errores o, si no era así, al verse en televisión daría el episodio por concluido y lo cerraría en alto. Sin embargo y a pesar de todas estas teorías e intenciones, el chaval no solo siguió sumando millones y bolas extra, sino que su aparición en televisión dio inicio a un nuevo capítulo, mucho más exagerado. 

La historia se emitió en esa tele autonómica, casi como una curiosidad, un pequeño chiste para cerrar el telediario, pero de ahí su historia pasó a televisiones, periódicos y radios de todo el mundo. Justo abajo, en esa esquina de la calle, se juntaban decenas de personas con carteles de apoyo a Enrique, cuyo nombre coreaban para darle ánimos en esa partida interminable. Por cierto y permítanme el inciso, ya no se reúne nadie allí, claro, pero con las ventanas dobles no se oiría nada, por mucho que gritaran. Y, además, justo enfrente hay una parada de metro. Mejor comunicado, imposible. 

Volviendo a la historia, en esa habitación se instaló una cámara que fue una de las primeras webcams que retransmitía 24 horas seguidas por internet. Yo tengo más o menos la misma edad que Enrique y recuerdo haberme metido en aquella página durante unos minutos, viendo cómo seguía jugando sin fallar ni un solo golpe. Desde luego no imaginaba que años más tarde estaría ayudando a la familia a vender este mismo piso.

Quizás fuera ese uno de los primeros momentos en los que se habló del flow en España. ¿Conocen el término? Lo propuso el psicólogo croata Mihaly Csikszentmihalyi en los años 80 y 90, y con él se refería a un estado casi de éxtasis en el que todo sale solo. De ahí la palabra, que significa flujo. Cuando estamos en pleno flow, nos sentimos conectados con el presente. Y eso se consigue haciendo algo en lo que hay una dosis justa de reto y de esfuerzo, para no aburrirnos, y a la vez, de dominio de la situación. Es lo que siente un tenista que acierta cada golpe, un par de amigos que están hablando de ciencia o un adolescente que está jugando a la perfección con el ordenador o la consola. Es un estado en el que no hay tiempo, solo un ahora casi puro. Enrique lleva más de veinte años en ese ahora, dedicándole más de veinte horas diarias. 

Un poco de envidia sí que me da. Yo estoy en el ahora, hablando con ustedes, pero también estoy pensando en el después, porque cuando salga de aquí tendré que pasar por el súper, e incluso en el ayer, porque ayer discutí con mi novio y no dejo de darle vueltas al asunto aunque no quiera. Mi trabajo me gusta, pero vender pisos rara vez me ayuda a entrar en ese estado de flujo, como ustedes comprenderán.

En fin, sigamos con la historia: la web cerró, pero Enrique seguía jugando mientras su amigo iba a la universidad y la hermana pequeña de su amigo también comenzó a ir a la universidad y los padres de su amigo se acercaban a la jubilación. La familia se mudó, pero sin vender el piso. Prefirieron meterse en otra hipoteca y alquilarlo. En ese momento parecía la opción más razonable: de momento, ingresaban el alquiler y ya lo venderían más adelante cuando Enrique perdiera y se largara de una vez. Lo alquilaban barato porque venía con un compañero de piso incluido, pero los padres de Enrique también pagaban su parte del alquiler, por lo que al final la suma total era bastante adecuada.

Durante más de diez años, pasaron compañeros de piso por la casa, la mayor parte de ellos estudiantes, cuyo nombre Enrique seguro que ni llegó a aprenderse. Algunos se iban a las pocas semanas, asustados por aquel tipo tan raro. Otros aguantaron mucho tiempo: una vez se acostumbraban a oír los ocasionales golpes de teclado, se daban cuenta de que era uno de los mejores compañeros de piso que se podía tener, ya que apenas salía de la habitación.

Desde que la familia dejó la casa, nadie vino a verle: ni sus padres, ni su amigo… Su amigo está casado y tiene su trabajo. Creo que ni siquiera vive en Barcelona. Y los padres de Enrique dieron a su hijo por perdido y decidieron centrar sus esfuerzos en sus hermanos pequeños. Es lo bueno de tener cuatro hijos, que si uno sale raro siempre puedes olvidarlo y preocuparte por los demás, que ya dan bastante trabajo.

¿Que si ha hecho trampas? No, no. Es una máquina. Ayer vino otro matrimonio —aviso, hay mucha gente interesada en este piso—, pero llegó un poco tarde. Me senté a esperarles detrás de él y no cometió ni un solo error en la casi media hora que estuve mirando. Y eso que cuando te miran por encima del hombro mientras haces algo, siempre te pones nervioso.

Sí, los que venden el piso son los padres de su amigo. En estas condiciones, solo podían alquilarlo a estudiantes, así que han decidido librarse de él y ahorrarse quebraderos de cabeza. Antes intentaron llevar a Enrique a juicio, pero el juez desestimó el caso. No solo tiene derechos adquiridos, sino que, al tratarse de un récord no ya del ordenador sino mundial, de toda la historia de los videojuegos, y al haber aparecido en prensa y demás, el juez decidió que su actividad era de interés público y prohibió que se le hiciera cualquier jugarreta, como cortar la luz o apagarle el ordenador. Lo digo por si lo están pensando: la indemnización puede ser de cuidado.

Entiendo que es un engorro comprar un piso con un señor dentro, pero por eso es tan barato. Es una casa de tres habitaciones y está al precio de una de dos, a pesar de que, como les he dicho, la habitación de Enrique es lo suficientemente grande como para servirles de despacho, colocando un segundo escritorio. 

Y Enrique no molesta. Solo sale de esa habitación para ir al baño o para bajar al súper, poniendo el juego en pausa, claro. Apenas usa la cocina: se alimenta de bollos, pan, embutidos… Y bocabits. Por la nostalgia, supongo. Sí que consume algo de luz, eso es verdad, pero no mucha. Apenas habla, no ensucia… Ni se enteró de la pandemia. Y, lo que es más importante, en algún momento se acabará su suerte. Algún día se le caerán las bolas que le quedan o se morirá el ordenador o se irá la luz en todo el barrio. Y ese día cogerá sus cosas, que son básicamente cuatro camisetas y una bolsa de plástico con ropa interior llena de agujeros, y se irá. Y ustedes tendrán un piso de 80 metros cuadrados, tres habitaciones y mucha luz, pagado al precio de uno de 70 metros y dos dormitorios.

No, eso no se lo puedo decir. No sé cuándo pasará ni si pasará alguna vez. Antes de que llegaran he mirado y aún le quedan siete bolas. Por lo que me contaron los dueños, se ha quedado con solo dos alguna vez en los últimos años, pero siempre remonta. No quiero mentirles: puede perder mañana, pero podría seguir jugando otros veinticinco años. De todas formas, yo creo que es una oportunidad. De hecho, ¿han visto la cocina? Llevamos aquí un buen rato, pero no les he comentado nada. La renovaron enterita hace solo cuatro años. Miren qué grifos.

El mejor camarero de España

Paré en Flanobrién porque me habían dicho que era donde hacían las mejores zapatiestas, un dulce típico de la zona hecho con yema de huevo, harina, azúcar y sangre de caballo. Aproveché para tomar un café en un bar de la plaza del pueblo. Era un bar como cualquier otro, con mesas de madera, su barra, su grifo de cerveza… Pero me llamó la atención su camarero. 

—Ya, ya lo sé —me dijo—. Me ha reconocido.

Intenté discuparme por haberme quedado mirándole fijamente.

—No se preocupe, si no me molesta. Al contrario, es bonito que la gente aún se acuerde de mí.

—No sabía que había montado un bar. Y menos aquí.

—Huy, no. El bar no es mío. Yo solo soy el encargado. Es como si fuera mío porque el dueño nunca viene y yo me encargo de todo. Pero al final cada mes cobro un fijo y un porcentaje de los beneficios. Lo prefiero porque a fin de cuentas es más estable y no me tengo que preocupar por si el negocio va mal.

—Claro.

—Y tampoco tuve que poner la inversión inicial para el local y los proveedores y todo lo demás.

—De todas formas… Es raro.

—¿El qué?

—Bueno, que un expresidente del gobierno se ponga a trabajar en un bar.

—¿Y por qué? No soy tan mayor.

—Ya, pero… No sé, señor González… No es muy normal.

—Después de la política, todos volvemos a nuestras profesiones. Rajoy es registrador de la propiedad, Aznar sigue atracando bancos y yo siempre he trabajado en hostelería.

—¿En serio? No lo sabía.

—Aquí donde me ve yo quedé segundo en el campeonato de cocktails de España de 1972. Fue con el Felipito, un combinado de bourbon, Soberano y Carlos III. El nombre no es en honor mío, sino del hijo de Juan Carlos I, que en ese momento era un niño. Venía con un chupito extra, lo que yo llamaba “la comisión”. Durante la dictadura, como aún no podía ser presidente del gobierno, monté varios bares de nivel, de estos que sirven las bebidas en copas de martini con parasoles de papel. Para que se haga una idea, poníamos guindas de las rojas, pero también de las verdes, ahí es nada. Luego tuve que aparcar la barra por lo de la política, pero a mí lo que me gusta es esto.

—¿Y por qué no monta una coctelería?

—A ver, no soy un anciano, pero ya no estoy para acostarme cada día a las cuatro de la mañana. A mi edad, me entra sueño ya con el telediario. Esto tiene mejores horas… 

—Eso sí.

—Así nos tenemos que ver, sustituyendo el gintonic por los cortados. Es ley de vida, supongo. Pero no me quejo, al fin y al cabo hago lo que me gusta. ¿Estaba bueno el café?

—Pues sí, la verdad.

—Antes aquí servían café torrefactado. ¡A estas alturas! Y no habían limpiado la máquina desde el siglo XIII. Ahora la limpio cada mañana. Basta con eso, café decente y un poco de cariño. Ni siquiera hace falta tener una máquina cara ni comprar cafés de países absurdos. Y así es como uno se convierte en el mejor camarero de la historia de España, después de haber sido el mejor presidente de gobierno de Europa.

—Bueno, pues me voy a ir yendo. ¿Qué le debo?

—El mejor presidente.

—Tengo que coger el coche, que me quedan un par de horitas antes de llegar a casa.

—Diga que fui el mejor presidente.

—Oiga, ¿eso es una escopeta?

—No me haga enfadar. Dígalo.

—Está bien, está bien. ¡Usted fue el mejor presidente!

—Solo lo dice por cumplir.

—No, no. Lo digo en serio.

—Y porque tengo una escopeta.

—Se lo diría igualmente, de verdad.

—¿Y por qué no me lo ha dicho antes?

—Me daba vergüenza admitirlo.

—¿Usted votó por mí?

—Creo… Creo que era demasiado joven.

—¿En qué año nació?

—En el 77.

—Pues en el 96 usted podía votar.

—Ah, sí, es verdad. Las que ganó Aznar, sí, sí. Yo voté por usted, ahora me acuerdo. Menudo disgusto.

—No me estará engañando, ¿verdad?

—No, no. Le juro que yo voté al PSOE. Y lo hice por usted. Menudo carisma tenía. Nada que ver con el subinspector de hacienda.

—Espera, que voy a hacer una llamadita. Aún me quedan amigos en el CNI… Hola, Joaquín, soy yo, Felipe… Te voy a decir un nombre y a ver si me puedes mirar a quién votó en el 96.

—¿Pero eso se puede hacer?

—Dígame su nombre.

—¿El voto no era secreto?

—Que me diga su nombre o le arranco los dientes de un disparo.

—¡Está bien! ¡Está bien! ¡Lo siento! ¡Voté por Anguita! ¡Era joven! ¡No sabía lo que hacía!

—Por Anguita… Nada, Joaquín, perdona. Te llamo luego.

—Por favor, baje la escopeta. Lo siento mucho. Votaría por usted si pudiera.

—¿De verdad?

—Sí, sí. Lo juro.

—¿Quién es más guapo? ¿Pedro Sánchez o yo?

—¡Usted!

 —No digo ahora, ¿eh? Digo en los 80. Me conservo bien, pero no estoy loco y sé que estoy mayorcete.

—¡Usted! ¡Usted era mucho más guapo!

—Yo era guapísimo. Y mucho mejor orador que Sánchez.

—Bueno, esa era fácil.

—Sí, la verdad es que sí.

Los dos reímos un buen par de minutos hasta que se nos saltaron las lagrimillas. Felipe bajó el arma.

—Ya me disculpará, es que tengo un pronto… Le invito al café, por el disgusto.

—No, por favor.

—Insisto, que menudo susto le he dado. Y además iba a disparar, se lo juro, que estaba enfadadísimo.

—Nada, nada. Si yo lo entiendo. Es bueno preocuparse por el legado que uno deja. Déjeme pagar el café, que me sabe mal.

—No, por favor. La próxima.

—Está bien.

—En serio, vuelva con tiempo, que el pueblo es bonito y hay un par de asadores estupendos.

—Lo haré.

—¿Lleva zapatiestos?

—Sí, he comprado una caja.

—Tenga, llévese uno más para el camino.

—No, por favor.

—Insisto. Son del mismo sitio donde los ha comprado. Ahí los hacen buenísimos.

—Pero déjeme pagarlo.

—No me haga sacar la escopeta otra vez, ¿eh?

—Bueno, de acuerdo. Pues muchas gracias.

—Nada. Hasta la próxima, entonces.

—Hasta la próxima.

Kant encuentra una excepción al imperativo categórico

Kant con sus amigos. Emil Doerstling

Hace unos años propuse los fundamentos para un principio categórico ético del que se derivan todas nuestras obligaciones. Se trata, como bien sabrán algunos de mis lectores, de un requisito moral que se ha de aplicar siempre. Una de sus formulaciones es la que sigue: “Obra solo según aquella máxima por la cual puedas querer que al mismo tiempo se convierta en ley universal”.

Bien, pues creo haber encontrado una excepción a mi principio categórico. Consiste en que si Johann Tropf quiere quedar contigo para cenar, le puedes decir que estás liado o que te duele la cabeza, aunque sea mentira.

Es cierto que en un texto en respuesta a Benjamin Constant argumenté que, siguiendo mi imperativo categórico, no podemos mentir nunca, ni siquiera a un asesino que pretenda matar a un amigo. Sobre todo porque cada vez que mentimos estamos degradando el valor de la palabra dada y, por tanto, perjudicando a la humanidad en su conjunto.

Pero el caso de la cena con Johann Tropf es muy diferente y mucho peor. Nada que ver, joder. Prefiero que me maten. Supongamos que mi acción se convirtiera en ley universal: “Cualquier persona podrá decirle a Johann Tropf que le duele la cabeza y no puede quedar con él para cenar”. El primer resultado sería que mucha gente se sentiría aliviada al no tener que soportar las historias de Johann Tropf, casi todas relacionadas con el servicio de Correos, ni sus teorías, que desarrolla durante horas y llegando a conclusiones sin sustento, como que no se puede comer nada crudo. ¿De dónde saca esas mierdas? En fin, veríamos un incremento notable en la felicidad de todos los habitantes de Königsberg en general y de la mía en particular.

¿Y se depreciaría el valor de la palabra dada? ¿El hecho de que todos mintamos a Johann Tropf llevaría a que no pudiéramos fiarnos de si los demás dicen o no la verdad? No, si dejamos claro que no se puede mentir en otros asuntos que no sean las excusas que le damos a Johann Tropf cuando quiere quedar para cenar. Esta es la única excepción al imperativo categórico, solo esa, y creo que todos podríamos ponernos de acuerdo. Ya lo tenemos bastante hablado porque no soy el único que sufre a Johann Tropf. 

Quizás algunos de mis lectores se estén preguntando por qué no puedo decirle la verdad a Johann Tropf, y simplemente contestarle que no deseo verle. Eso es porque no conocen a Johann Tropf. Si yo le dijera la verdad a Johann Tropf, esto es, si le dijera que no me apetece cenar con él, Johann Tropf se presentaría en mi casa igualmente, aduciendo que “pasaba por el barrio” o que no le habían llegado mis cartas. Cosa que ya ha hecho en más de una ocasión, a pesar de que sé que es mentira porque, conociéndole, siempre aviso al mensajero de que se cerciore de que Johann Tropf lee mi nota en su presencia. Pero, nada, el muy hijo de puta se hace el loco y cuando te das cuenta se ha abierto una botella de vino y está explicándote por qué China en realidad no existe.

Alguien podría decir que Johann Tropf podría presentarse igualmente en mi casa aun después de decirle que estoy enfermo. Pero todo el mundo sabe que Johann Tropf es hipocondriaco, además del cabrón más pesado del continente, y que no se acercaría a menos de seis leguas de alguien que dijera encontrarse con dolores o fiebres, así que es evidente que no habría consecuencias negativas como las que acabamos de mencionar.

Un momento, diría otro, igual de pesado que los anteriores, ¿y qué hay del pobre Johann Tropf? No es mala persona, ni mucho menos, y le estamos privando del placer de una velada en buena compañía. Dejando al margen mi opinión personal sobre él y sobre su madre, mi respuesta es sencilla: Johann Tropf está casado. Su esposa tiene obligaciones especiales con él que no tenemos los que ni siquiera recordamos cómo lo conocimos, cosa que probablemente ocurrió porque alguien nos lo presentó para librarse de él un rato. Las malas lenguas dicen que es ella quien le anima a salir casi cada noche a sembrar el terror entre sus conocidos porque tampoco lo soporta. Sin embargo, no podemos olvidar que fue ella quien se casó con Johann Tropf contra el deseo expreso de su familia, que prefería al teniente Müller para su hija, así que es ella quien debe hacerse cargo de su marido y no yo, joder, en serio, ¿qué culpa tengo yo? 

Hágase cargo de su obligación especial, señora Tropf, se lo ruego. Johann Tropf me tuvo despierto anoche hasta las dos de la mañana intentando convencerme de que Rusia es parte de Prusia, como su propio nombre indica. ¡Y hoy se lo he dicho en clase a mis alumnos! ¡Estaba tan dormido que he explicado por qué Rusia es parte de Prusia! ¡Y la respuesta es que su propio nombre lo indica! ¡Señora Tropf, por el amor de Dios, nadie la obligó a casarse con el señor Tropf! ¡Ya sé que el teniente Müller, ahora coronel Müller, es encantador y no ha engordado un gramo desde que tenía 25 años, pero eso no tiene nada que ver conmigo! ¿Usted decide casarse con Johann Tropf hace tres décadas y por culpa de ese error yo tengo que apagar todas las luces de casa porque Johann Tropf está aporreando la puerta y no quiero que me vea? ¡Pasé dos horas a oscuras hasta que Johann Tropf se cansó y se fue! ¡Hágase cargo! ¡Joder! ¡Estoy hasta los cojones ya de Johann Tropf! ¡No solo yo, media ciudad de Königsberg vive con miedo a que Johann Tropf se presente en casa para hablar de economía! ¡Hostia, qué pesado! ¡No se calla nunca el hijo de la gran puta! ¡Es que empieza a hablar y ya tengo ganas de golpearle la cabeza con mi bastón! ¡Ojo, que es buen tío! ¡No tiene un gramo de maldad en el cuerpo! ¡Pero ojalá ese cuerpo estuviera en las Indias! ¡Al menos la lengua! ¡Que alguien le corte la lengua y la envíe al Pacífico, por Dios! ¡Ya no aguanto más, joder!

En definitiva, queda así demostrada la excepción al imperativo categórico, cuya formulación es la siguiente: “Obra solo según aquella máxima por la cual puedas querer que al mismo tiempo se convierta en ley universal, o en ley particular si se refiere a la hora de poner excusas para no quedar con Johann Tropf, como decirle que te duele la cabeza o que llevas toda la noche con diarrea”.

Así se hará constar en las sucesivas ediciones de mi Fundamentación de la metafísica de las costumbres y de mi Crítica de la razón práctica.

Las elecciones son el martes, señor presidente

—¿Tengo algo importante en la agenda de la semana? Espero que no, voy muy retrasado con mis series.

—Pero, señor Trump, las elecciones…

—¿Qué elecciones?

—Las elecciones son el martes, señor presidente.

—¿Las mías?

—Sí, señor.

—¿No te habrás liado? Mira bien, a ver si son las del senado o algo así. Jaja, el senado, qué ridículo. ¿Qué somos? ¿Romanos? ¿Van con toga, los senadores?

—Lo siento, señor, pero las elecciones del martes son las presidenciales.

—¿Pero por qué nadie me avisa de esto?

—Bueno, ehm… Yo creo que se lo dijimos… Y, en fin, está en todos los periódicos.

—¡No deis nada por supuesto! ¡He estado enfermo! ¡Con covid! ¡No estaba para leer periódicos! En fin, supongo que aún se podrá hacer algo. ¿Qué dicen las encuestas?

—Pues Biden tiene algo de ventaja.

—¿Biden? ¡Biden no se puede presentar! ¡Ya fue presidente!

—Sí puede, señor. Fue vicepresidente.

—¡Pues que se presente a vicepresidente! ¿Qué quiere? ¿Serlo todo? Que se presente también a Papa de Roma, hostia ya.

—¿Eh?

—Esto es injustísimo, ¡nadie me avisó! Llama a Biden y pregúntale si le importa que lo dejemos para dentro de dos martes.

—No puede ser, señor presidente. La campaña ya está en marcha.

—Solo estoy hablando de un pequeño retraso. Tengo que pensar bien en mi programa. Estuve leyendo sobre una cosa llamada “marxismo-leninismo” y creo que podríamos adoptar algunas de estas ideas.

—¿Marxismo-leninismo? Pero, señor, eso es comunismo.

—No, hombre, no. Comunismo es subir un poco los impuestos. Aquí hablamos de nacionalizar empresas y que sean propiedad del Estado, es decir, del presidente.

—Creo que no va así la cosa.

—¿Sabes lo que es la plusvalía? Es lo que ganan otros empresarios por no hacer nada. Yo quiero algo de eso, también.

—Pero, señor…

—Estoy en la ruina… O implantamos el marxismo-leninismo y consigo algo de plusvalía, o tendré que vender mis hoteles. Volviendo al tema: llama a Biden y pregúntale lo de retrasar las elecciones. Es majete, no creo que le importe.

—Es que siempre son el primer martes de noviembre.

—Mira, no. No.

—¿No?

—Eso es algo que siempre he odiado.

—¿El qué, señor presidente?

—Lo de “siempre se ha hecho así”. Si en una de mis empresas me venía alguien diciendo eso, lo despedía. Hay que ser flexibles y estar atentos a las innovaciones que nos faciliten el trabajo. Por ejemplo, todo el mundo decía que era imposible que los ascensores funcionaran sin cables y llevaran cohetes. Era imposible, pero primero lo probamos porque si no lo pruebas, ¿cómo lo sabes? Además, solo murieron dos personas, nunca entendí por qué hizo falta llegar a juicio. Por cierto, lo he pensado y quiero que los senadores vayan con toga. Llama a Biden, anda.

—Yo le llamo, pero no va a querer.

—Mira, hoy estás insoportable. Ya lo llamo yo. A ver, creo que tengo su número guardado en el móvil. Sí, aquí… Me envió un meme hace poco: se me veía a mí cruzándome con el virus de la covid y el virus salía con mascarilla… Qué cabrón… ¡José! ¡Soy yo! ¡Donaldo! (Nos hablamos con nuestro nombre en español, es una broma nuestra). ¿Qué tal? Oye, ¿sabías lo de las elecciones? ¿Sí? A mí no me habían dicho nada. Te llamaba por si lo pudiéramos retrasar. Quince días. O una semana. Joder, tío. Pero es que no lo sabía. Claro que aceptaría si estuviera en tu lugar. Porque yo soy un caballero y no una rata traidora. No te estoy llamando rata traidora, solo estoy diciendo que yo no lo soy. Si te das por aludido es tu problema, Joe. No, no te pienso llamar José porque ahora estoy enfadado. Me da igual. Venga, hasta luego. Sí, mañana partidita de Carcassone. Dice que no.

—Lo siento, señor presidente. Quizás deberíamos seguir con la campaña.

—¿Seguir? ¿Cuál es mi eslogan?

—Mantengamos América grande.

—¿Todavía estamos con eso? ¿Cuánto hemos hecho crecer América estos cuatro años?

—¿Qué?

—¿Cuántos kilómetros cuadrados? ¿Fue con diques, ganando terreno al mar? ¿O finalmente compramos Groenlandia?

—Creo que el país mide más o menos lo mismo, señor.

—Entonces necesitamos algo nuevo. ¿Qué tal “Biden es un resentido y no me deja retrasar las elecciones”?

—Creo que no se entiende bien, presidente.

—”Blancos, negros, chinos: os quiero a todos”.

—¿Qué?

—¿No dicen que soy racista? Pues algo así, para convencerles de que no lo soy. Me da igual que seas chino o moro, yo estoy abierto a todas las razas. Tuve una novia de Dakota y Dakota es un nombre siux.

—Señor, no puede decir eso.

—¿Qué parte?

—Ninguna.

—Bueno, mira, déjame un rato y ya hablaremos en otro momento, que hoy me estás diciendo que no a todo.

—Lo siento, señor.

—Cuando yo digo algo, no quiero que me respondas que no se puede, sino que me digas cómo hacerlo.

—Perdón, señor.

—Y que lo hagas.

—Lo intento, señor.

—Vete.

—Sí, señor.

—Espera, antes de irte cepíllame el pelo.

—Voy, señor.

—Y suave, que siempre me das tirones.

—Iré con cuidado, señor.

¿Quieres una tote bag? Toma una tote bag

La primera tote bag me la dieron cuando compré el pan. Hoy las estamos regalando, me dijo la panadera, rodeada de montañas de bolsas. Pagué, di las gracias, metí la barra en la bolsa de tela y fui al kiosco, donde me dieron otra tote bag con el periódico. Te irá bien, me dijo el kiosquero, que los sábados el diario pesa casi tanto como el domingo. Me regalaron otra tote bag con el vermut, una más cuando pedí unas patatas y otra por la calle, cuando salí del bar. Había un tipo repartiéndolas, como si fueran flyers. Es publicidad de una cafetería que acabamos de abrir, me dijo. Intenté poner orden en todas mis tote bags, pero no me aclaraba, así que entré en una tienda de tote bags y compré una tote bag para meter todas mis tote bags. Casi había logrado ordenar todas aquellas bolsas cuando la dueña me dio una tote bag de regalo por haber comprado una tote bag. Salí de la tienda intentando meter bolsas en otras bolsas y pensando en todos los recados que me quedaban por hacer y en todas las bolsas que podían regalarme, cuando oí la voz de un niño. ¡Señor, señor! ¡Se le ha caído la tote bag! Le di las gracias a ese desgraciado mientras recogía mi tote bag. Un momento, dije, esta tote bag no es de las mías, yo no he ido a cortarme el pelo. Pero el niño ya había desaparecido y no veía a nadie a mi alrededor buscando ninguna tote bag. Abrumado por todas las tote bags, decidí tirar esta última a la papelera cuando me llamó la atención un guardia. Oiga, qué hace, cómo tira eso. Es que no es mía. Pero quédesela, hombre, que siempre vienen bien. Ya tengo muchas. ¿Ha pensado en comprar una tote bag para guardar las tote bags? Precisamente vengo de… Ande, llévesela, que luego esto con suerte y como mucho se recicla para hacer más tote bags, así que no tiene mucho sentido tirarla. Bueno, en fin… Y tenga, una tote bag de regalo, que en el Ayuntamiento las estamos repartiendo entre los vecinos. Me dieron otra tote bag en la óptica, una más en la frutería, otra en la tienda de vinos y una en la zapatería, donde solo me había parado a mirar el escaparate. Hui a casa, tropezando con mis propias tote bags. En uno de estos tropiezos se me cayeron al suelo y estoy casi convencido de que la señora que me ayudó a recogerlas deslizó tres o cuatro tote bags suyas para que me las llevara yo. Volví caminando por el parque porque pensaba que corría menos peligro de que me regalaran una tote bag, pero justo ese día habían organizado un pequeño mercadillo de tote bags artesanales y me regalaron una al entrar y otra al salir. Por entre el montón de tote bags que acarreaba pude ver en el estanque a dos patos peleándose por una tote bag. Creo que era una maniobra de distracción porque una paloma aprovechó para dejar una tote bag a mis pies y alguien (no pude ver si hombre, mujer o ardilla) la recogió y me la puso en la cabeza. Tenga, tenga, que se le ha caído. Musité un “no es mía”, pero ya se había marchado, probablemente corriendo a toda prisa. Mientras estaba parado, intentado localizar a ese tipo, como media docena de personas arrojaron sus tote bags sobre mí. Intenté explicar que no estaba recogiendo tote bags, pero me di cuenta de que con eso solo atraía a más gente que quería librarse de sus tote bags, así que eché a correr para salir de allí lo antes posible. Cuando llegué a casa estaba empapado en sudor. Me costó encontrar las llaves (estaban en una tote bag), pero casi mejor no haberlo hecho. En el buzón había seis tote bags más, a pesar de que los vecinos habíamos puesto un cartel avisando de que no queríamos tote bags. Subiendo por las escaleras, la vecina del primero salió al rellano y me dio una tote bag de su club de lectura. La llamé hija de la gran puta, pero creo que entendió muchas gracias. Abrí la puerta y me desplomé en el recibidor. Oí la voz de mi novia, que me decía que le habían dado un par de tote bags y que las había dejado en la mesa. Las guardo, le dije, ya las guardo. Abrí el armario del recibidor. Ahí ya no cabían: había tres chaquetas y un montón de tote bags. Tampoco había sitio en ningún mueble de la cocina ni en el dormitorio. Me senté un momento en el sofá, que en realidad era un montón de tote bags. Mi novia se sentó a mi lado y preguntó por las tote bags que había dejado tiradas en la entrada. No sé, dije, igual hay que quemarlas. No, hombre, no; guárdalas, que siempre vienen bien. Pero dónde. ¿Debajo de la cama? No, porque la cama era otro montón de tote bags y no había ningún “debajo”. ¿En el balcón? Había tantas que no entraba luz en casa. ¿En el despacho? Hacía meses que la puerta no se abría por culpa de todas las tote bags acumuladas. Tampoco podía venderlas por wallapop porque wallapop ya solo era una web para librarse de tote bags, con los dueños pagando más de doscientos euros por deshacerse de una de esas bolsas de tela. Quizás podía salir a la calle y regalarlas, pero corría el peligro de que me regalaran a mí aún más tote bags. ¿Has traído el periódico?, me preguntó mi novia. Sí. ¿Dónde está? La miré, con lágrimas en los ojos. En una tote bag, le dije. En una tote bag.