
A veces pasa: estás en el ascensor y otro vecino entra en el portal. En estos casos se considera de buena educación esperar con la puerta abierta. El problema es que esto puede ser contraproducente porque genera una ansiedad innecesaria: por un lado, el vecino se ve obligado a avanzar el paso, casi trotando, por mucho que musitemos que no hay prisa, que no hace falta correr; por otro lado y aunque ninguno de los dos lo confiese, tanto el vecino que espera como el que acaba de llegar preferirían subir solos. A pesar de las convenciones sociales, ninguno de los dos quiere pasar unas decenas de segundos recluido en un armario con alguien que en realidad es un desconocido, por lo que, en realidad, el recién llegado agradecería que el vecino que sostiene la puerta la cerrara y no mirara atrás durante esos escasos, pero incómodos instantes que el ascensor tarda en arrancar. Ese recién llegado tendrá que esperar a que el vecino llegue a su piso antes de poder llamar él al ascensor, pero a cambio podrá viajar solo y, por tanto, más relajado, siempre y cuando no aparezca un tercer vecino en el portal mientras aguarda.
Teniendo en cuenta todo esto, hace unos meses opté por no esperar cuando estaba subiendo al ascensor y aparecía un vecino en el portal. Aunque me hubiese visto. Sabía que los dos estaríamos más cómodos así y que nadie se quejaría, ya que, bajo la apariencia superficial de mala educación en realidad estaba siendo amable.
Pero poco después me asaltó una duda: aunque esto parecía una buena solución para la mayoría, siempre cabía la posibilidad de que alguien, quizás con prisa, prefiriera que yo esperara. Para algunos vecinos podría ser mejor ganar unos segundos a ahorrarse la incomodidad de ir con alguien en el ascensor. Imaginemos un caso extremo, una emergencia: alguien que había respondido a una llamada telefónica en la que se le pedía con urgencia y miedo que fuera a casa lo antes posible. Unos segundos esperando al ascensor no cambiarían gran cosa, pero al menos ayudarían a reducir el nerviosismo durante los últimos instantes del viaje, con independencia de si lo hacían a solas o en compañía.
Ante esa disyuntiva y con el objetivo de que tanto unos (los que preferían ir solos) como otros (los que tenían prisa) se sintieran a gusto, opté por no subir al ascensor cuando aparecía un vecino e irme por las escaleras, en ocasiones para volver a esperar y llamar al ascensor dos o tres pisos más arriba, una vez que el otro vecino hubiera llegado a su destino.
El único problema era que resultaba raro que abandonara el ascensor, cuya puerta en ocasiones ya tenía abierta, a veces con uno de los pies en la cabina, y decidiera de repente subir por las escaleras. Sobre todo porque algunos de mis vecinos me conocía, aunque solo fuera de vista, y sabía que yo vivía en un sexto.
No podía explicar que les estaba haciendo un favor. Aunque resulte paradójico, se considera de mejor educación simular que no nos importa subir con alguien y que nos resulta indiferente estar recluido en un espacio de uno o dos metros cuadrados, dependiendo de la cabina, sin saber adónde mirar ni qué decir, que ceder ese espacio para que lo disfrute la otra persona. Porque esto último, subir solo o dejar que el vecino suba a solas y hacer explícito que se prefiere así, tiene una connotación de rechazo cuya sospecha no se disiparía ni siquiera en caso de decir “no es que no quiera subir contigo, no tengo nada contra ti, es que no quiero subir con nadie”.
Y es que, aunque todos o casi todos pensemos lo mismo, existe la convención de que no deberíamos pensar así. “Prefiero estar solo en el ascensor, no quiero pasarme treinta segundos mirando las llaves” es una frase que no debemos pronunciar en voz alta, ya que la misantropía, incluso en estos episodios anecdóticos, es un sentimiento que la mayoría considera negativo, y no sin una gran parte de razón. Como mucho, podemos admitir que nos sentimos incómodos viajando con otra persona en un ascensor en un contexto de total confianza o hablando en abstracto: quizás en un bar, con amigos y sin ningún trayecto en ascensor previsto para las próximas horas, o por escrito, poniendo distancia entre el emisor y el receptor, de modo que nadie pueda sentirse ofendido.
Es decir, a pesar de que ningún vecino me dijo nada al respecto, probablemente por educación, era inevitable imaginar o, mejor dicho, suponer que pensaban o incluso comentaban que aquel comportamiento era extraño. “¿Por qué ese vecino no quería ir conmigo en el ascensor hasta el punto de preferir salir de él y subir seis pisos a pie?”, preguntaría alguno. A lo que otro respondería “creo que no tiene ningún problema contigo, que le pasa con todos, porque a mí también me lo ha hecho”. “Peor me lo pones”, añadiría el primero.
Cabía la posibilidad, admito que extrema, de que alguien se hubiera sentido ofendido o dolido por mi actitud. No creo que tanto como para llegar a enfadarse o llorar, pero sí quizás para darle vueltas a mi gesto durante unas cuantas horas, con un sentimiento de despecho quiero pensar que cada vez más apagado. ¿Cómo decirle (y, sobre todo, a quién) que no era una cuestión suya, sino mía?
Pensé en enviar un correo electrónico a la lista de la comunidad para explicar que soy claustrofóbico, pero aquello no serviría: ¿solo era claustrofóbico cuando me tocaba subir con otra persona en el ascensor? Medité la posibilidad de inventarme alguna otra fobia o quizás algún tipo extraño de alergia. No puedo entrar en contacto con células de piel muerta ajena en suspensión. La colonia me irrita la pituitaria. El médico me ha prohibido respirar el aire que han expulsado otras personas. Necesito hacer ejercicio y en ocasiones solo me acuerdo cuando ya estoy dentro del ascensor.
También sopesé la opción de casarme y tener hijos. En el ascensor de mi finca solo cabían unas cuatro personas, así que si iba con mi esposa y dos niños, o incluso con un bebé y el carro, solo compartiría ese espacio con gente a la que en principio no me importaría tener cerca. Aunque quién sabe si con los años mi mujer y yo nos distanciaríamos, por no hablar de lo difícil que en ocasiones resultan las relaciones con los hijos adolescentes. Por desgracia, el escollo de este plan era evidente: tardaría mucho tiempo en encontrar pareja y más aún en tener descendencia. Y este asunto me generaba ansiedad cada día, no se trataba de un problema que pudiera posponer.
En realidad solo tenía una opción: mudarme. Si me marchaba, no tendría que dar ninguna explicación a nadie y podría solucionar todos mis problemas futuros en lo que se refería a los ascensores. Porque, claro, la idea era irme a una finca sin ascensor.
Había pensado también en la posibilidad de ampliar la búsqueda a un piso bajo: un primero, un segundo como mucho. Pero no era tan buena idea como parecía: ¿y si venía cargado con la compra o simplemente cansado y caía en la tentación de coger el ascensor? Bien podía ocurrir que justo en alguno de esos momentos de flaqueza apareciera un vecino en el portal. No solo eso: ¿y si era yo el vecino que aparecía en el portal cuando otro sostenía la puerta y me invitaba a subir? Este problema era en apariencia menor, bastaba con decir “no, gracias” y señalar las escaleras, pero se trataba de una escena que quería evitar, sobre todo en caso de que apareciera cargado con la ya mencionada compra. El vecino podría insistir o tomar nota de mi extraño comportamiento: “¿Viene con tres bolsas y prefiere las escaleras? ¿Qué le pasa? ¿Por qué me odia? ¿O es que no soporta a nadie? Vaya un vecino…”.
Tampoco podía irme a una casa: las casas son grandes y caras. Viviendo solo, pagar el alquiler sería complicado y tenerla limpia y ordenada, un engorro. Por no mencionar que con toda probabilidad eso supondría tener que vivir fuera de la ciudad, con lo que tardaría mucho más tiempo en llegar y volver del trabajo, además de que haría más complicadas las cenas con mis amigos los fines de semana.
Tenía que ser, por tanto, una finca sin ascensor. Tardé casi cuatro meses en encontrar una que me gustara y se ajustara a mi presupuesto. La segunda parte fue fácil: los edificios sin ascensor suelen tener un precio más asequible. La primera, no tanto: también suelen ser pisos viejos y oscuros, en barrios con callejuelas estrechas en las que huele a orina y uno teme toparse de un momento a otro con una cucaracha que huye de alguna cocina en la que alguien ha encendido la luz.
Esas semanas de búsqueda y espera fueron algo llevaderas, gracias a la esperanza que tenía de mudarme en breve. También desarrollé nuevas técnicas para evitar esos momentos tan problemáticos. Opté por ralentizar el paso cuando veía a un vecino llegando al portal poco antes que yo, dando otra vuelta a la manzana, por ejemplo, para no coincidir con él o ella en el portal. Algunos viernes y lunes llevaba una maleta (vacía) para poder subir y llenar el ascensor yo solo o para decir “ya lo cojo luego” si era yo el que llegaba segundo. Era engorroso y tuve que dar explicaciones un tanto absurdas en la oficina, pero me fue útil en un par de ocasiones. Otras veces cogí las escaleras casi sin saludar. “¿No subes?”, me preguntó un vecino en una única ocasión. “No, el médico, la dieta, el gimnasio…”, musité sin ni siquiera detenerme y sin terminar la frase. Que pensaran lo que quisieran, yo ya me iba.
Cuando terminé con la mudanza, me tomé un día libre y dormí casi veinte horas. No tanto por el esfuerzo del traslado como por la tensión que había acumulado durante los últimos meses.
Además de todo eso, la mudanza había supuesto un gasto extra que no tenía contemplado. No solo por el coste del traslado, sino porque también había tenido que comprar algunos muebles nuevos: un sofá, otra cama, un par de librerías, alguna lámpara. Confiaba en recuperar ese dinero poco a poco, gracias al menor importe del alquiler mensual. Se trataba de una cantidad muy pequeña, de apenas dos cifras, pero que al cabo del año sumaba un número medianamente atractivo.
Toda esa tensión se fue disipando en pocas semanas. Llegaba del trabajo y subía por las escaleras sin preocuparme por nada más. Saludaba a los vecinos. Les sonreía. Incluso charlaba con ellos. Aprendí el nombre de al menos tres.
Al cabo de un tiempo, se celebró una reunión de propietarios. Al estar de alquiler, preferí saltármela. Que los demás decidieran de qué color tenían que ser las persianas o si había llegado el momento de contratar a otra persona para que se encargara de la limpieza de la escalera. Como ni siquiera podía votar, no quería aburrir a mis vecinos con opiniones que solo servirían para que todo el mundo perdiera el tiempo.
La tarde siguiente vi un folio pegado con celo en el interior del portal. Se me hizo un nudo en la garganta. Se me llenaron los ojos de lágrimas. Se me cayeron las llaves.
— ¿Qué ocurre? — Era Nuria, que también vivía en el tercero. Dentista. Le gustaban las escaleras, decía en broma, porque así hacía algo de deporte. “No tengo tiempo para más”, añadía, antes de forzar una carcajada. Señalé el folio — . Ah, eso. Pero tú estás de alquiler, ¿no? Entonces tranquilo, que la derrama no te afecta, la tendrá que pagar el propietario. Ya era hora de que tuviéramos ascensor. Hay espacio para instalarlo y hay mucha gente mayor en esta finca. Lo malo serán las obras, eso sí.
Recogí las llaves y comencé a subir las escaleras sin esperar a mi vecina, que seguía hablando, creo, aunque probablemente se interrumpió a media frase al ver que me iba sin responder. Sí, un gesto feo por mi parte, más incluso que coger el ascensor sin esperar, pero, mira, en fin, yo qué sé, nadie se muere por eso y necesitaba estar solo.