
—¡Antonia! Perdona que te llame tan tarde, pero…
—No, se equivoca.
—¿Me equivoco?
—Sí.
—¿Segura?
—Y tanto, aquí no hay ninguna Antonia.
—¿Y no es posible que te hayas equivocado tú y que seas Antonia?
—¿Pero cómo me voy a equivocar yo en eso?
—Es que yo casi nunca me equivoco. La última vez fue en 2003, cuando dije que me parecía una tontería que los móviles llevaran cámara, que eso no tenía ningún sentido.
—Pues se le ha fastidiado la racha porque se equivoca de número. Y de persona.
—¿Tú no eres Antonia? ¿Mi prima Antonia?
—Qué va, me llamo Jordi.
—¿Jordi? ¿Seguro? Mira que Antonia es muy despistada.
—Sí, Jordi. De toda la vida, además.
—¿Y tus amigos y familia te llaman Jordi?
—Bueno, a veces me llaman Antonia, pero es por una broma nuestra. Una broma privada que tenemos. Se la contaría, pero no la iba a entender.
—¿Y no te parece raro, Antonia?
—Hombre, un poco sí, ahora que pienso.
—¿Y no estás casada con Ramón?
—¿Qué? No, no. Yo estoy soltero. Soltero del todo.
—Hazme un favor, Antonia. Dime, ¿ahora mismo estás en casa?
—Sí. Pero no me llame Antonia, que me pone de los nervios.
—¿Y estás sola?
—Solo. Esto solo, no sola ¡Coño! Hay un señor sentado a mi lado en el sofá.
—Pregúntale cómo se llama.
—Madre mía, dice que Ramón.
—¿Lo ves como eres Antonia? Si es que llevas un despiste encima…
—Ahora me hace dudar. De hecho, este señor está preguntando: “¿Pero qué te pasa, Antonia?”.
—¿Lo ves?
—Igual se refiere a usted.
—No, no. Yo no soy Antonia, Antonia. Yo soy Eugenia, Antonia.
—Ojo, que yo estaba convencida de que me llamaba Jordi.
—Somos dos contra uno. Me parece que está bastante claro que tú eres Antonia.
—No estoy nada de acuerdo con que algo así se pueda decidir votando.
—A ver… ¿Cómo se llama tu hijo?
—¿Lo ve? Yo no tengo ningún hijo.
—Hazme otro favor y vete al cuarto a mirar.
—¿A qué cuarto?
— Yo qué sé. A uno donde quepa una cuna.
— …
— …
—Pues es verdad, había un bebé.
—Claro.
—Aunque no sé si niño o niña.
—Niño, créeme, Antonia. O le puedes preguntar a Ramón.
—¿Y cómo sé yo que no están ustedes dos compinchados para hacerme creer que soy Antonia y no Jordi?
—¿Pero qué interés iba a tener yo en eso?
—No sé… ¿Para qué me llamaba?
—Pues para saludar.
—¿Y qué número ha marcado?
—Pues el tuyo.
—¿Y cuál es el mío?
—Pues el que he marcado.
—No, no, pero dígamelo.
—Eso da igual ahora.
—No, no da igual.
—Vale, vale, lo admito. Me he equivocado. Llamo desde el fijo y al mirar el número en el móvil me habré liado.
—Ah, ¿lo ve? Entonces yo soy Jordi, ¿verdad?
—Sí, sí, Jordi… O quien sea, yo no lo conozco de nada. Es que no soporto equivocarme y soy capaz de cualquier cosa con tal de no admitirlo.
—Menos mal. No le negaré que me había asustado. Imagine: ¿y si, por ejemplo, me hubieran implantado todos los recuerdos de Jordi hace dos minutos, borrando los de Antonia? ¿Quién sería yo en realidad, si tenemos en cuenta que la identidad es, en gran medida, producto de la memoria? ¿Soy quien recuerdo ser, quien los demás me dicen que soy, o hay algo en mi ADN que…?
—Bueno, déjelo. Que ya le he dicho que me he equivocado.
—Sí, sí, perdone.
—No, perdone usted. Es que como no me pasa casi nunca, me da mucha rabia y me enfado muchís.
— Normal, lo entiendo.
—Desde 2003. Cada vez que lo pienso…
—Oiga, ¿y con la lotería tampoco se equivoca nunca?
—Nunca. Siempre digo: “No me va a tocar”. Y no me toca.
—Increíble.
—En fin, ya le dejo.
—Una cosa: ¿qué hago con el bebé y con el señor que está en mi sofá?
—Ahora aviso a Antonia para que los recoja.
—El señor se está comiendo mi queso.
—Tendrá hambre.
—Dese prisa, por favor.