La ley de la gravedad

NewtonsPrincipia
Andrew Dunn / Wikimedia

—Pues he inventado la gravedad.

—¿Eso no estaba ya inventado, señor Newton? ¿Cómo distinguimos las notas unas de otras, si no?

—No, no. Me refiero a la fuerza de la gravedad.

—¿Y para qué sirve esta fuerza, señor Newton?

—Empuja las cosas hacia abajo.

—Ah.

—Creo que no lo estás entendiendo. Acompáñame.

—Sí, señor Newton.

—Mira, en esta habitación tengo encendida la fuerza de la gravedad. Ahora tiraré esta naranja. ¿Lo ves? Se cae al suelo.

—Parece que le ha hecho daño. Al rebotar era como si intentara escaparse. No parecía agradable.

—No digas tonterías, que he arrojado una naranja, no un toro.

—¿Y esto de la gravedad para qué sirve?

—Hombre, pues para que no se desperdiguen las cosas. ¿Recuerdas el otro día cuando perdí las gafas? Tienen que estar ya por Saturno. Con este nuevo invento sabré dónde mirar: en el suelo.

—Pero se van a romper.

—Bueno, no siempre, no seas cenizo.

—¿Y la gente también se caerá?

—Solo los torpes.

—No sé, no lo veo claro.

—Prueba, prueba. Pasa dentro y me cuentas. Espera, espera, pon los pies abajo y agárrate a la silla.

—¡Uoh! ¡Esto es raro! ¿Cómo lo hago para moverme?

—Tienes que caminar.

—¿Cami qué?

—Mueve la pierna derecha hacia adelante. Muy bien. Y ahora la izquierda.

—Esto es muy raro.

—Hay que acostumbrarse. Pero solo es cuestión de práctica.

—¿Y si tenemos prisa?

—Pues lo mismo, pero más rápido. Lo llamo prisaminar.

—Sigo sin verle las ventajas a esto.

—Pues mira, de entrada podemos estar charlando sin tener que estar con una mano agarrándonos a una columna y con la otra sujetando la cerveza.

—Bueno, sí, pero esto es agotador.

—Hombre, pero deja de caminar.

—¡Me caeré!

—No, no. Mira, prueba a sentarte. No hacen falta ni sillas: en el suelo.

—¿Cómo me voy a sentar aquí? ¡Moriré aplastado por su estúpida gravedad, señor Newton!

—Mira, lo voy a hacer yo.

—¡Cuidado! ¡No!

—¿Lo ves? Ya está. Ahora tú.

—Ay… Pues sí. La verdad es que sentarse cuando hay gravedad no está mal del todo.

—Esto se lo voy a vender primero a los bares. Van a ser mucho más fáciles de limpiar: solo tendrán que fregar el suelo.

—Me sigue costando pensar que la gente vaya a pagar por esto.

—Todo el mundo querrá tener gravedad en su casa.

—No lo sé… Piense en los niños. ¿Es que nadie piensa en los niños?

—¿Qué les pasa?

—¡Se van a caer! No creo que puedan caminar al menos hasta que sus cuerpos se formen a los 22 o 23 años.

—Con agarrarlos bien basta.

—Aquí las cosas pesan mucho. Como para sostener a un adolescente.

—Lo que nos cuesta a los genios convencer al vulgo, ¿eh? Hay que ver, qué poco os gustan los avances.

—Esto no es un avance, señor. Esto es un peligro.

—Peligro es que no haya gravedad. La semana pasada me quedé dormido debajo de un manzano y desperté en Bristol.

—Pero con la gravedad se le habrían caído todas las manzanas encima mientras estaba dormido.

—No exageres…

—Hablando de caer. ¿No se caerá la Luna sobre la Tierra?

—La gravedad no es tan fuerte. La Luna está lejísimos: ¿no ves que apenas es un puntito blanco en el cielo, un poco más grande que cualquier otra estrella?

—Sigo sin verlo claro.

—Si todo el mundo se lo toma como tú, voy a tener que presionar al Parlamento para que la gravedad sea una ley.

—¿Una ley de la gravedad? Señor Newton, eso es ridículo. No puede hacerlo. Iría en contra de todas las libertades.

—Solo al principio, hasta que la gente la pruebe y se dé cuenta de las ventajas.

—Pero señor Newton…

—No sería en todas partes. Podríamos empezar con los parques.

—No puede obligar a la gente a caminar por un parque.

—No se escaparían tantos perros flotando.

—¡No, claro! ¡Se caerían y se matarían!

—¿Cómo se van a caer si no pueden ni siquiera comenzar a volar? Razona un poco, por favor. ¿Esto es lo que va a pasar a partir de ahora? ¿Voy a tener que responder a objeciones ridículas? ¡Todo el mundo tiene una opinión. O quince opiniones. ¡No me interesa saberlas! ¡No pienso hablar con nadie que no tenga conocimientos mínimos de física o de alquimia!

—¿Pero no se da cuenta de que…? No puedo ni hablar. Voy a salir… Estoy agotado.

—Te falta práctica, pero solo es cuestión de pasar unas pocas horas aquí cada día.

—No… No puedo…

—A mí me va muy bien para escribir. ¡La tinta se queda en el frasco!

—Me voy…

—Bueno, pues nada, vete. Pero que sepas que mañana voy a poner gravedad en toda la casa.

—Señor, por favor. No me haga esto. Que luego me toca a mí recogerlo todo.

—La decisión está tomada. Pensé que me apoyarías, la verdad, pero me da lo mismo. Esta es mi casa y se hace lo que yo digo. Si no promuevo mis propias invenciones, ¿cómo voy a convencer a los demás de que las usen?

—¿Es que la ciencia no conoce límites?

—Precisamente lo que hace la gravedad es poner límites. ¡El suelo!

—Señor, lo siento mucho, pero si pone gravedad en toda la casa, voy a tener que buscarme otro empleo.

—¡Me da lo mismo! ¡No te necesito para nada! ¡Exceptuando comer y vestirme y todas esas tonterías!

—Otro asunto, si me permite…

—Dime.

—Gravedad es un nombre malísimo. La gente va a pensar que habla de música.

—Pues por eso. La música es bonita. ¿Quién no quiere tener algo grave? No la voy a llamar fuerza de la agudeza. Aún creerán que les quiero clavar algo.

—Le ruego lo reconsidere.

—¿El nombre?

—Todo.

—Anda, sal ya de la habitación, que te va a dar algo.

—No puedo… No sé ponerme de pie.

—Arrástrate. Como si fueras una lagartija. Eso es. Muy bien. Ya casi está. ¿Lo ves? Todo ventajas. Pero muévete. De verdad, yo es que así no puedo. Siempre en contra del progreso. Así no vamos a ningún lado. Ni la humanidad ni tú: mueve los brazos. No, si aún tendré que cogerte en brazos. Pero haz fuerza. No, así no. Primero un brazo y luego el otro. Así, muy bien. Un poco más. Ya casi lo tienes.

Autor: Jaime Rubio Hancock

Yo soy el mono de tres cabezas