Llego tarde

Landscape
David Falconer, The US National Archives

Otra vez voy tarde y otra vez no sé por qué. Me he despertado a la hora habitual y con eso debería tener tiempo de sobra, pero siempre pasa algo. A lo mejor ha sido por el café. Me lo he tomado demasiado tranquilo y a partir de entonces he ido acumulando minutos de retraso. Pero tampoco quería quemarme la lengua.

Quizás tendría que haberme levantado diez minutos antes. Con eso habría tenido tiempo para desayunar con calma y no habría tenido que apresurarme para todo lo demás: afeitarme, porque hoy toca afeitarse, lavarme el pelo e incluso secármelo antes de salir, que ya veo que no me va a dar tiempo y aún me voy a resfriar.

Tampoco he tenido en cuenta que hoy tenía que ponerme el traje y, claro, me falta práctica con la corbata. Me he tenido que hacer el nudo tres veces hasta que, finalmente, la parte estrecha no sobresalía por debajo de la ancha. Sí, con la chaqueta no se ve, pero da igual, habría sabido que estaba mal puesta y no hubiera podido quitarme la tontería de la cabeza en todo el día.

Me llega un mensaje de mi mujer: “¿Por dónde vas?”, me pregunta. “Subiendo al coche”. Es mentira, claro, me estoy poniendo los zapatos y aún tengo que coger las llaves, que están en la otra chaqueta, creo, pero ya voy tarde y no quiero que se preocupe. Luego le diré que me he encontrado más tráfico del que esperaba. Es posible que ni siquiera sea mentira.

Llamo al ascensor, pero tarda tanto que bajo por las escaleras antes de que llegue. Me doy cuenta de que acabo de hacer una tontería y me he llevado lo peor de las dos opciones: he esperado para luego bajar andando, por lo que es imposible que haya tardado menos que quedándome hasta que llegara el ascensor. Claro que quizás algún vecino lo tenía parado arriba, cargando y descargando cajas, por ejemplo, o se ha dejado la puerta abierta sin querer o, peor aún, queriendo, solo por fastidiar. Pero da lo mismo, el caso es que cuando uno va con el tiempo justo, siempre pasa algo.

Bajo al parking y, ya en el coche, me doy cuenta de que hay muchos pasos intermedios antes de salir a la carretera. Nunca había caído en que no es solo arrancar y salir, sino que hay que ponerse el cinturón, girar la llave, encender la radio, ajustar el volumen, maniobrar para salir de la plaza, subir dos plantas porque por ahorrarme veinte euros aparco prácticamente donde termina la corteza terrestre, accionar el mando para abrir la puerta del garaje, cambiar de emisora mientras se abre la puerta, salir con cuidado, no vaya a ser que haya peatones pasando. Hay peatones por todas partes, es increíble. En las aceras, en la calzada, en sus casas. No hay sitio en el que no haya gente y no hay sitio en el que la gente no moleste.

Nada más salir, me llega un mensaje de mi hermano. “¿No estarás llegando tarde?”. No contesto, pero me llama por teléfono y sé que sabe que tengo el manos libres y va a seguir llamando hasta que lo coja, así que descuelgo.

—¿Llegas o no?
—Ya voy, estoy de camino.
—¿Cómo que de camino? Aquí ya está todo el mundo.
—¿Ya? Pero si es prontísimo.
—Dijimos a partir de las nueve y son las nueve y veinte.
—Es sábado. Pensaba que nadie llegaría hasta las diez y eso como muy pronto.
—Pues solo faltas tú, así que ya me dirás.
—Estoy a un cuarto de hora.
—O sea, a media hora.
—No, no tardaré tanto. No creo que haya problemas de tráfico — aquella respuesta me podía traer problemas: ya he mencionado mi plan era decirle a mi mujer que sí los había y así justificar que había tardado más de lo previsto a pesar de que hacía ya veinte minutos que le había dicho que estaba en el coche — . Mira, no me despistes, que voy conduciendo. No tardo.
—Voy a avisar al resto, para que estén tranquilos.

Por supuesto, pillo todos los semáforos en rojo. Y en la autopista hay más tráfico del que pensaba. Suena el teléfono. Es mi mujer.

—Hay más tráfico del que pensaba — digo, contento porque no he tenido que mentir.
—A tu hermano le has dicho que no lo había.
—Le he mentido para que se callara.
—Siempre haces lo mismo. Vas con el tiempo justo y luego pasa lo que pasa. Nunca dejas margen para imprevistos. Menos mal que he venido por mi cuenta.
—Dejad de meterme prisa. Llego en diez minutos.
—O sea, en media hora.
—Que no, que nos estamos moviendo.
—No tardes.
—Ni siquiera me apetece ir.
—Pues haberlo pensado antes.

Es verdad que nos movemos, pero muy poco. Busco en la radio alguna emisora en la que den información del tráfico, por si ha habido algún accidente. No la encuentro, pero sí me llegan dos mensajes. Uno de mi hermano: “Ya ha pasado el cuarto de hora”. Y otro de una amiga: “¿Dónde estás?”. La llamo.

—Hola, Eva.
—¿Llegas o qué?
—Estoy en un atasco. Pero no se lo digas a Nuria. Ni a mi hermano.
—¿Cuánto te queda? Hay mucha gente aquí.
—No lo sé. Mírame en el móvil cómo va la A2. Quiero saber si ha habido un accidente o solo es un atasco.
—¿No tienes GPS?
—¿Tú qué crees?
—Mira, no te pongas borde. Encima.
—Va, míralo.
—Hay un atasco, pero no pone nada de accidentes. Según esto, desde tu casa tienes casi media hora.
—O sea que me quedan unos veinte minutos.
—Bueno, sin contar que tienes que aparcar, bajarte del coche, venir hacia aquí…
—Joder, no me metas prisa tú también.
—Es que siempre haces lo mismo. Vas con el tiempo justo y…
—Te tengo que dejar, que hay lío.
—Es una excusa para colgarme el teléfono.
—Así es.

Cuelgo. Paso unos diez minutos casi parado, sin superar los treinta kilómetros por hora. Pasada no recuerdo qué salida, el tráfico se hace más fluido y acelero. El tráfico va tan bien que comienza a preocuparme más la idea de llegar que la de llegar tarde. Es verdad lo que le he dicho a Nuria. No me apetece nada ir. Casi preferiría pinchar y quedarme tirado en el arcén, cambiando la rueda o esperando a la grúa.

Aunque tampoco hace falta ponerse en lo peor. Podría meterme en un bar y tomarme un par de cafés mientras leo el periódico. Un café tras otro, quiero decir, no los dos a la vez. Podría enviarle a Nuria un mensaje desde allí: “Lo siento, el coche me ha dejado tirado. Comenzad sin mí”. Total, no se me dan bien estos actos sociales. Me quedo plantado sin saber qué decir, bebo más de la cuenta, acabo con la corbata en el bolsillo de la chaqueta, a veces en el bolsillo de la chaqueta de otra persona. Aún no he recuperado la verde que llevé a la boda de Javi.

—Eva, estoy pensando en no ir.
—¿Para eso me llamas?
—No se lo digas a Nuria. Ni a mi hermano.
—Ahora no puedes faltar.
—Pero es que no me apetece nada.
—Eso es porque vas con la prisa en el cuerpo. Si hubieras salido con tiempo, te habrías ahorrado todo el disgusto.
—No es eso. Es que no me apetece.
—A nadie le apetece, pero estamos todos esperándote.
—Empezad sin mí. Y acabad sin mí, también.
—No podemos empezar sin ti.
—Tampoco hago tanta falta.
—Hombre, un poco sí. No mucha, eso es verdad, pero tienes que estar.
—No sé qué decir ni qué hacer.
—¿Pero de qué hablas? Nadie espera que digas nada. Y, por favor, no hagas nada.
—Me voy a meter en un bar y me voy a tomar un par de cafés mientras leo el periódico. Llamaré a Nuria y le diré que no llego a tiempo, que el coche me ha dejado tirado.
—¿Dónde estás?
—En el parking.
—¿El de tu casa?
—No, no. Acabo de llegar. Estoy fuera.
—¿Quieres que vaya a buscarte?
—Depende. ¿Te vendrías conmigo a tomar un par de cafés mientras leemos el periódico? Así podría pedir los dos cafés a la vez y no de forma consecutiva.
—¿Pero qué dices?
—Déjalo. No hace falta que vengas.
—Ha venido Santi. Hacía años que no le veía.
—Yo le vi el mes pasado.
—Bueno, pues ahora le verás otra vez.
—No me cae tan bien.
—Mira, o sales del coche ahora mismo o le digo a Nuria que has aparcado fuera.
—¿Serías capaz?
—Claro que sí. Deja de comportarte como un niño pequeño y ven de una vez.
—Serías capaz.

Cuelgo. Abro la puerta del coche, suspirando. Miro el reloj. Son las diez pasadas. Tampoco será tan duro, me digo. Hay que aguantar hasta la noche, que no será tanto, contando con que habrá una pausa para comer. Y la mañana del domingo. Esto también. Pero peor es trabajar.

Entro en el edificio y a mi izquierda veo una cafetería. Me siento tentado de entrar, pero oigo la voz de mi hermano.

—Hombre, ya era hora —me agarra del brazo y me arrastra por el pasillo—. Están todos esperándote.
—Yo no les pedí que vinieran.
—Pues no haberte muerto.
—Sí, claro, la culpa es mía.
—Hombre, al fin —es mi mujer—. Llevas la corbata torcida.
—Qué más dará.
—Espera, estáte quieto. Ya. Mucho mejor.
—Dame un beso, ¿no?
—No sé, me da cosa.
—Bueno, vale, pues no me beses.
—Ha venido Santi. ¿Cuánto tiempo hacía que no le veíamos?
—Yo quedé con él hace cosa de un mes.
—Anda. ¿Y eso?
—Es médico. Quería una segunda opinión.
—¿Y qué te dijo?
—Pues lo mismo. Ya sabes cómo son los médicos: se protegen unos a otros.
—No le costaba nada decirte otra cosa. Aunque fuera mentira.
—Eso digo yo. ¿Qué voy a hacer? ¿Demandarle?

En el pasillo y en la sala hay como una veintena de personas, no más. No era necesario correr tanto, vaya, está claro que aún falta gente. O eso espero. Eva me saluda. Está hablando con Santi. Me pararía a decirles algo, pero mi hermano y mi mujer tiran de mí hacia el ataúd.
—Ya va, ya va.

Me subo y me tumbo.

—¿Dejo abierto? —Pregunta mi mujer.
—Sí, así está bien.
Cierro los ojos. Oigo cómo comienza a llorar. Pues nada, ya empezamos.

Autor: Jaime Rubio Hancock

Yo soy el mono de tres cabezas