
—Hola, soy…
—¡Vegano!
—¿Qué?
—¡Eres vegano!
—¿Cómo? No, no.
—Cómo sois los veganos, todo el día que si soy vegano, que si no como carne, que si no como pescado, que si los animales sufren, que si el queso también.
—¿Pero de dónde saca eso?
—No comes carne.
—¿Qué dice?
—Porque eres vegano.
—Yo no soy vegano.
—No, qué va. Si se te nota. Que estás pálido. Que se te ve débil. Que te falta hierro. Que más que respirar, resollas. ¿Quieres un poco de pan, aunque sea? ¿El pan es vegano? No sé si os tienen que certificar que no lo miró un ternero con pena antes de comerlo.
—Oiga, que no.
—¿Que no eres vegano o que no os lo tienen que certificar?
—¡Que no soy vegano!
—Míralo, el vegano se enfada. ¿Y qué vas a hacer? ¿Pegarme? Qué bonito. Tratáis muy bien a los animales, pero no dudáis en hacer daño a las personas. Ese es el problema de los veganos: que no tenéis las prioridades claras. Si tuvierais que escoger entre vuestra madre y un atún, escogeríais al atún.
—Pero no diga tonterías.
—Si Dios no quisiera que comiéramos atún, no lo habría creado tan rico. En cambio, tu madre seguro que no sabe tan bien. Vamos, no creo, jamás la he probado. Dicho sea con el debido respeto.
—Que yo como de todo.
—Claro, todo lo que no venga de animales. Ni carne, ni huevos, la leche según. Lo de la leche es raro. ¿Solo la bebéis cuando os la da la vaca libremente? ¿En plan, “eh, me sobra esto, por si lo queréis”? ¿Es así o cómo va?
—No lo sé. Yo no soy vegano.
—¿No?
—No.
—Ah, perdona. Creí que eras vegano.
—Pues no lo soy. Llevo un buen rato intentando decírselo.
—¿Y qué eres? ¿Vegetariano? ¿Ovolácteovegetariano? ¿Flexigetariano?
—¿Pero qué dice? ¡No soy nada de eso!
—Como no comes carne.
—Sí como carne.
—¡Las setas no son carne!
—¡Como filetes!
—Sí, claro, de tofu.
—¡Que no!
—O chorizo vegano, que sabe a pipas.
—¡Jamás he probado el chorizo vegano!
—Pues las hamburguesas veganas, que son como de corn flakes.
—¡Que no!
—No saben a nada.
—¡No lo sé! ¡Jamás las he probado!
—Qué raro coméis los veganos. Con lo ricas que están las gambas.
—Me encantan las gambas.
—Pero no las comes. Porque eres vegano.
—¡Que no soy vegano!
—No comer gambas debería ser delito. Y no solo las gambas. Los langostinos. Las chirlas. El chorizo. Los pies de cerdo. El lomo. Los torreznos. Pero, claro, tú lo más parecido que comes a los torreznos son los Bocabits.
—¡No como Bocabits!
—¿Tampoco? ¿Los hacen con grasa animal o algo? ¿Le enseñan la bolsa a un cordero y te sabe mal?
—¡Que no soy vegano! ¡Que venía por otra cosa!
—Ya, pero en seguida aprovecháis para hablar de lo vuestro. Qué pesaícos sois. Le dices “hola” a un vegano y te contesta “soy vegano” sin darte ni los buenos días. ¡Pero déjame en paz! ¡Que a mí me da igual! ¡Como si lo único que comes son tus propias uñas!
—Casi mejor que vuelvo en otro momento.
—No, hombre, no. Ya que estás, acaba con el asunto. Cuéntame qué comes. Explícame lo mucho que sufren las gallinas cuando les robas un huevo.
—No venía por nada de eso.
—Pues seguro que es para otra cosa de los animales. La ropa o algo. ¿De qué es tu jersey? Seguro que no es de lana, porque preferís que la oveja se muera asfixiada antes que cortarle el pelo. Ya hay que ser maniático. ¿No te cortas tú el pelo? ¡Pues córtaselo a la oveja, que estará más cómoda! Venga, cuenta, que lo estás deseando, ¿de qué es tu jersey?
—¿Qué?
—¿De qué es tu jersey, vegano?
—¿Pero qué dice?
—¿De qué es tu jersey?
—¿Pero quiere dejar mi jersey en paz?
—¿De plástico?
—No.
—¿De hojas muertas?
—¡No!
—¿De pelo humano?
—¡Que no! ¡Es un jersey normal!
—¿De piel de bebé?
—Es de algodón, ¿vale? Y quizás tenga algo de poliéster, yo qué sé.
—Ay, vegano, que te da igual afeitar una planta, pero la oveja que se joda.
—¿Pero qué dice? Esa frase no tiene ningún sentido.
—¡Vegano!
—Oiga.
—¡Vegano!
—¿Quiere parar con eso?
—¡Ve-ga-no!
—Pero pare, por favor.
—¡Eres vegano!
—Pero…
—¡Vegano!
—Le pido por favor que…
—¡No comes animales!
—Mire, ya vale.
—¡Eres vegano!
—¡Oiga!
—¡Jajaja, coméis raro!
—¡Que le estoy diciendo que no soy vegano!
—¡Qué pesaíco, contándole a todo el mundo que eres vegano!
—¡Que no le cuento nada a nadie!
—Sí, ahora disimula. Os tengo pilladísimos a todos. Se os ve a la legua, que oléis a rúcula.
—Yo no huelo a eso.
—Que sí, hombre, que es un olor como a corcho húmedo.
—Que yo huelo a champú. Que me he duchado hace nada.
—Champú vegano, de este que se hace con gelatina de cadáveres humanos, pero sin hacer daño a ningún animal. Lo probé una vez, no hace espuma ni nada. Se te queda la piel así como tirante. En cambio, el mío normal es una maravilla. Toca, toca… Es muy suave. Toca, toca…
—Preferiría no hacerlo.
—Toca, anda, no te cortes.
—Que no.
—Toca, te digo.
—No me parece buena idea.
—Que no vas a matar a ninguna pulga, joder.
—Preferiría no tocar…
—¡Que toques! Hostia ya, con las manías de los putos veganos.
—Que no soy vegano, le digo.
—Pues toca, joder.
—¡Es que eso es su pene!
—Pues toca el brazo, ostias, hay que ver que asquerosillos sois los veganos. No coméis carne, no tocáis penes… ¡No hacéis nada! Seguro que ni barres, no sea que te lleves a una hormiga.
—¡Que no soy vegano!
—¿Cómo?
—Que no soy vegano. Que vengo por otra cosa.
—¿No eres vegano?
—¡No!
—¿En serio?
—¡Que no!
—¿Comes carne?
—¡Sí!
—¿Y pescado?
—Sí.
—¿Y leche?
—¡Que sí!
—¿Y huevos?
—También.
—¿Seguro que no eres vegano?
—Segurísimo.
—¿Ni un poco?
—¡No soy vegano! ¡Como carne! ¡Y pescado! ¡Y barro!
—¿Comes barro?
—No, que paso la escoba. Y la aspiradora. Y el mocho. Lo que haga falta.
—¿Entonces no eres vegano?
—¡Que no!¡Joder! ¡Que no sé cómo decirlo!
—Bueno, vale, pero no te enfades.
—Es que ya cansa el tema.
—Yo qué sé, haberlo dicho antes.
—Llevo diciéndolo desde que he llegado.
—Que no soy adivino.
—Ya, bueno.
—Cómo iba a saberlo.
—Ya, ya…
—Si no me lo dices…
—Sí, bueno.
—Yo no sé leer mentes.
—Sí, ya…
—Será porque como carne y eso no me deja pensar. La grasa animal me tiene taponadas las arterias que llevan sangre al cerebro. A ti seguro que no te pasa, vegano.
—Que no soy…
—Tienes todo muy suelto, las arterias y lo que no son las arterias, que debes ir al baño como cinco veces al día.
—¡Pero bueno!
—Eso no puede ser bueno. Todo el día con diarrea.
—¿Pero qué dice?
—Supongo que tendrás que comer mucho arroz para compensar.
—¡No lo sé! ¡No soy vegano!
—¿Entonces qué eres? ¿Celiaco? ¿Intolerante a la lactosa? ¿No te gusta el pescado, a excepción del salmón? ¿Abstemio? ¿Solo comes alimentos orgánicos? ¿No tomas azúcar procesado? ¿Solo compras productos de proximidad? ¿No comes nada que tenga almidón de maíz? ¿No compras nada que contenga la letra E en sus ingredientes? ¿No cocinas nada que no hayas cultivado, criado o matado con tus propias manos?
—¡No!
—Entonces eres vegano.
—¡Que no soy vegano! ¡Vengo del gas!
—¿Del gas? ¿Eres etéreo? ¿No comes nada que dé sombra?
—¡De la compañía del gas!
—¿Pero qué compañía puede dar el gas? Si no habla.
—¡De la empresa suministradora del gas! ¡Vengo a tomar nota de la lectura del contador!
—¿El contador?
—El contador del gas.
—¿El contador del gas?
—Sí, el contador del gas.
—Eso no tiene ningún sentido. ¿Cómo vas a contar el gas, si es un gas? ¿Qué cuenta un contador del gas? Pondrá “uno”. Un gas.
—El consumo del gas. La cantidad de gas que se ha consumido en este piso.
—Yo no consumo gas. Me moriría. Bueno, espera, ¿el oxígeno cuenta? ¿El oxígeno es un gas? Tú deberías saber esas cosas, que los veganos estáis muy informados.
—Sí, el oxígeno es un gas.
—¿Ves? Eso hay que reconocerlo. Si quieres saber si el oxígeno es un gas, pregúntale a un vegano, que él lo sabrá seguro.
—Yo no soy vegano.
—Qué listos sois los veganos.
—Pero que yo no soy vegano.
—Mucho sabes tú de gases para no ser vegano.
—Yo me refiero al gas que usa para cocinar.
—Huy no, yo cocino con fuego. Le doy a esas ruedecitas y sale una llama azul. Claro, tú como eres vegano y solo comes plátanos no sabes cómo funciona esto. Aquí me hago cosas como huevos, pollo a la plancha, salchichas.
—También me refiero al gas que sirve para calentar el agua.
—¡Qué tontería! El agua caliente sale cuando pongo el grifo hacia lo rojo. No sale ningún gas, ni nada parecido. Es todo mecánico. ¿Tampoco os ducháis con agua caliente? ¿El agua se calienta quemando tejones vivos? ¿Es por eso? No lo sabía. Qué curioso. Creo que mis duchas son más importantes que el bienestar de los tejones. Los tejones transmiten enfermedades, como la gripe del tejón. Pero eso a los veganos os da igual. Preferís que muramos todos, ya sea por la gripe del tejón o de frío.
—Oiga, que yo no soy vegano.
—¡Vegano! ¡Jajaja! ¡Que no te duchas!
—¿Me deja ver el contador, por favor?
—¡Que te comes la comida de mi comida!
—Deje de decir eso.
—¿No te da pena que las vacas que me como pasen hambre? ¡Pues no te comas su hierba! ¡O lo uno o lo otro!
—¡No soy vegano!
—Me llegan los filetes cada día más tristes al plato. Como te pille una vaca, te da dos hostias, por ladrón.
—¡Que yo no como hierba!
—Piensa que por la propiedad transitiva, si te comes una vaca, también te estás comiendo la hierba que se ha comido, por lo que el filete, en cierto modo, es verdura.
—¿Me quiere hacer caso?
—¡No! ¡Yo no voy a dejar de comer carne! No me malinterpretes, todo mi respeto para las decisiones ajenas. Por mí, como si te quieres limitar a lamer sal. Pero donde se ponga un buen chuletón, que se quiten esas bolsitas de hierbas para la ensalada que venden en el súper. Eso no puede ser sano.
—Que yo como normal, le digo.
—Hombre, a ver, lo de ser vegano muy normal no es.
—¡Que no soy vegano!
—En el Paleolítico comían de todo y estaban sanísimos.
—Haga el favor de dejarme hacer mi trabajo.
—No tenían ni caries. Eso lo leí el otro día. También había menos cáncer y menos miopía. Luego te pisaba un mamut y te morías, pero hasta entonces disfrutabas más. Todo el día en bolas, tirado por el monte, comiendo chuletones de hipopótamo.
—Miro el contador y me voy. Solo necesito diez segundos.
—No podían andarse con tonterías e ir a la farmacia a comprar suplementos de vitamina B12 porque les daba pena darle un garrotazo a ciervo. Tenían que comer de todo: ñús, mamuts, neandertales, diplodocus… Lo que hubiera.
—Le digo que yo como de todo.
—Ya, menos carne, leche, huevos, chocolate con leche…
—Yo como chocolate. Mire, llevo un Twix en el bolsillo.
—Lo principal es el respeto y yo respeto a todo el mundo, pero si mi religión me prohibiera comer chocolate, yo preferiría ir al infierno.
—El veganismo no es una religión.
—¿Cómo que no, si acaba en ismo?
—Ni siquiera sé si veganismo es una palabra correcta.
—Tú sabrás, que eres el vegano.
—No soy vegano.
—Pues para no ser vegano, llevas aquí un buen rato hablando del tema. Cómo sois los veganos, siempre hablando de lo que coméis y de lo que no coméis. ¡Que a mí me da igual! ¡Que hagáis lo que os dé la gana! ¡Pero no deis la tabarra!
—¡Yo no doy la tabarra!
—¡Vegano! ¡Jajaja…! ¡Déjame en paz, pesado!
—Pero si es usted el que no calla.
—No, no. Siempre con la misma excusa. Que si los demás preguntamos. Que si además hacemos preguntas muy idiotas. No, mira, tú has llegado aquí y todo el rato de cháchara. Que si coméis chocolate, que si no es una religión. ¡Y a mí que más me da! ¡No me cuentes tu vida! ¡Ni siquiera sé qué haces aquí!
—¡Que no soy vegano! ¡Que vengo del gas!
—No, mira, eso ya no. Venimos del mono. Eso es un dato científicamente demostrado. Ahora no me vengas con tonterías. De hecho, mi bisabuelo aún era un mono. Es que en mi familia somos muy lentos para hacer las cosas. Nos lo tomamos todo con mucha calma. Mira, ¿ves esa lámpara? Tengo la bombilla fundida desde febrero. El tema es que me he acostumbrado a tenerla así y nunca me acuerdo de apuntar en la lista de la compra que necesito una nueva. Y es un incordio, ojo, porque al final enciendo la luz del techo y es demasiado luz para mí porque tengo fotofobia, que es un miedo irracional a los veganos, como tú, jajaja. No, es broma. Me molesta la luz. Pero te estaba contando lo de mi bisabuelo.
—Oiga, le juro yo solo venía a mirar el contador del gas.
—Mi bisabuelo ya estaba casado y todo. Si no recuerdo mal la historia, mi bisabuela estaba embarazada. No de mi abuelo, sino de su hermana mayor, mi tía abuela Remedios, en Paz descanse. Paz, municipio de Madrid, que es donde vivía. Y donde la enterramos en 1997. Cómo gritaba, la jodida.
—Por favor, tengo que apuntar las lecturas de todos los contadores de la calle.
—¡Dejadme salir! ¡Que no estoy muerta! Tía Remedios, contestábamos, deje de darle golpes al ataúd, que está asustando a los niños. Que no estoy muerta, decía. Anda que no era cabezona. Cuando se emperraba en algo, insistía y no paraba. No se calló hasta que la incineramos.
—Puedo volver otro día.
—Total, que mi bisabuela le dijo a mi bisabuelo: “Mira, Abundio, creo que ha llegado el momento de que tú también evoluciones. Estamos esperando un hijo o, Dios no lo quiera, una hija, y creo que es mejor que su padre, que eres tú, el futuro bisabuelo de Roberto, aunque esto aún no lo sabían porque yo no había nacido, sea un hombre hecho y derecho, y no un mono. Así, cuando vayas a misa, te darán una hostia de las consagradas, y no como ahora, que te arrojan un trozo de pan cuando lo pides golpeándote la palma de la mano”.
—Le dejo este papel con el teléfono, por si prefiere llamar y dar la lectura usted mismo.
—Mi bisabuelo no quería. Principalmente porque estaba muy gracioso con sombrero. Creo que tengo una foto por aquí… Dónde estará… Aquí, mírala. Era graciosísimo. Trabajaba en Correos. No sé si has ido a Correos últimamente. Han progresado mucho: ya están en 1962. Te dan turno, te venden sellos, no puedes pagar con tarjeta de crédito. En la época de mi bisabuelo no era raro que un mono trabajara allí.
—Me parece una historia fascinante, pero no tengo tiempo, de verdad.
—También estaba el tema de que se llevaba mal con su suegro. El padre de mi bisabuela era algo racista y no le veía con buenos ojos porque era un mono, aunque el empleo fijo en Correos jugaba a su favor. “¡Eso es especismo!”, gritaba mi bisabuelo cada vez que salía el tema en una comida familiar. Luego se cagaba en su propia mano y tiraba trozos de mierda a todos los familiares, hasta que mi bisabuela le sacaba a rastras de la habitación y le tranquilizaba golpeándole con un periódico enrollado.
—Por favor…
—Cuando digo “un periódico enrollado” me refiero a que se le daba forma de cilindro, no a que fuera un periódico marchoso y divertido. Lo aclaro porque este punto ha creado confusión en ocasiones anteriores.
—Tengo que coger un autobús.
—Pero a pesar de todo, mi bisabuelo sabía que no podía quedarse atrás. Un número infinito de monos tecleando infinitas máquinas de escribir pueden componer las obras completas de Shakespeare, pero es mucho más fácil ir a la biblioteca y pedir prestado el libro, cosa que mi bisabuelo no podía hacer, al ser un mono. Sí, los tiempos han cambiado y hoy los monos pueden ir a casi cualquier parte, siempre que lleven pantalones, pero en la época de mi bisabuelo la sociedad era más estrecha de miras porque todos tenían los ojos más juntos. Por eso había tantos accidentes de tráfico. Pero me desvío del tema.
—Le ruego que me deje marcharme…
—Así pues, mi bisabuelo accedió a los más que sensatos deseos de mi bisabuela y evolucionó. Lo hizo en una sola noche, del tirón. Fue una velada movidita. A las cuatro de la mañana, mi bisabuelo inventó la rueda, solo te digo eso. No quería creer que ya estaba inventada, por mucho que se lo dijeran. Supongo que de ahí le vino la cabezonería a mi tía Remedios. De todas formas, hay que decir que la suya tenía forma de pentágono, por lo que imagino que, técnicamente, inventó la rueda pentagonal. Aún la usan las motos de Correos para los envíos urgentes.
—Hablando de urgencia, tengo muchísima prisa.
—Como evolucionó en muy poco tiempo, no le salió del todo bien. Acabó con tres brazos y con la espalda cubierta de cuernos.
—Por favor.
—Pero al menos siguió siendo omnívoro, como todos los humanos. Y no como tú, vegano, que no comes nada que tenga madre. No te gusta la carne. Ni el pescado. Solo comes brotes y bayas. Eso es antinatura. Tienes a la evolución en tu contra. Estás insultando a mi abuelo con tu veganismo.
—No soy vegano, se lo juro por mi madre.
—¿No eres vegano?
—No, no soy vegano.
—¿De verdad?
—De verdad.
—Si ahora te saco un bocadillo de salchichón, ¿te lo comerías?
—No me gusta el salchichón.
—¿Lo ves? Eres vegano.
—Que no, que me gusta todo el embutido menos el salchichón.
—Espera, ¿es posible que seas vegano y no lo sepas? Es decir, ¿que casualmente lleves una dieta vegana y que hasta este preciso instante no te hayas dado cuenta de que no comías ningún producto animal?
—No es eso, de verdad.
—Hay gente con lesiones cerebrales que no ve la parte izquierda de su cuerpo. No me refiero a que no la vea en su campo visual, sino que para su cerebro es como si no existiera. No se peinan el lado izquierdo de la cabeza, por ejemplo. O el derecho, el que sea. Ni se ponen los dos zapatos. Ni se cortan las uñas de una de las dos manos. ¿Es posible que te pase lo mismo, pero con la carne? ¿Que seas tan vegano que ni siquiera seas consciente de la existencia de los productos animales?
—Le juro que lo único que pasa es que no me gusta el salchichón.
—Bueno, sí, es otra hipótesis, pero no me acaba de convencer.
—Si me saca algo de jamón, me lo como.
—Nos ha jodido. Pues claro, y yo también. Míralo, es vegano, pero no es tonto. ¿Te saco también algo de caviar? ¿Solomillo de buey? ¿Un par de langostas? ¿Unas tostas con foie-gras? ¿Media docena de ostras? ¿Pato a la naranja? ¿Faisán con mermelada de frambuesa? ¿Fugu? ¿Sopa de nido de golondrina?
—¿Sí? No sé qué decirle ya para que me deje mirar el contador. O irme. ¿Me puedo ir?
—Ahora te da vergüenza. Como te he pillado… Si es que no se me escapa ningún vegano. Se os nota a la legua. Camináis lentos, sin apenas poder respirar, parándoos a descansar cada dos minutos. No tenéis fuerza, ni vida. Sois muy bajitos. Claro, os falta hierro.
—Soy más alto que usted.
—Eso es porque en mi familia lo dejamos todo para el final, como te he explicado hace un rato. Ya creceré cuando tenga tiempo.
—No sé ni por qué discuto con usted. No soy vegano.
—Esto es una cosa de sectas, ¿no?
—¿Cómo?
—O sea, que seguro que hay un grupo de veganos, el tuyo que, yo qué sé, no come setas porque en realidad no son plantas, y os hacéis llamar de otra forma. Honganos. Setarios. Rovellonenses.
—No, ¿qué dice?
—Veganos extremos.
—¡No!
—Seteros.
—¡Que no!
—Bueno, ¿pues cómo os llamáis?
—De ninguna forma. ¡No soy vegano y punto!
—¿Eres tan vegano que no tienes ni nombre? Ah, ya lo entiendo. Es porque el hecho de tener etiqueta hace que socialmente se os vea como la excepción, lo que se aparta de la norma, cuando en vuestra opinión deberíais ser lo convencional, la opción por defecto. Por tanto, son los demás quienes deberían llevar la etiqueta. Vosotros sois los, digamos, “normales” y los demás somos carnívoros, omnívoros, carnacas… No sé, el término que uséis.
—¡No es eso!
—¿No?
—¡No lo sé! ¡A lo mejor sí! ¡No soy vegano!
—Oye, lo de las setas iba en serio. No son plantas ni animales. Los hongos son otro orden diferente a la fauna y a la flora.
—¿Y a mí qué me importa?
—Hombre, como vegano te debería importar. Entiendo el argumento de que las plantas no tienen sistema nervioso central y por lo tanto no sufren, aunque me parece una excusa para poder comer algo que dé sombra. Pero ¿estás seguro de que los níscalos no sienten nada cuando los cortas con tu cuchillo y los metes en la cesta?
—Yo no hago eso.
—Ah, ¿entonces eres de los que solo come los frutos que caen al suelo?
—No, yo no voy a buscar setas. Las compro en el súper.
—¿Vas al súper?
—Claro que voy al súper. ¿Dónde iba a comprar comida, si no?
—Yo qué sé, no conocía a ningún vegano personalmente hasta ahora. Me rodeo de gente sana. Por cierto, ¿pasas cerca del pescado y de la carne o das un rodeo para no verlo? Porque imagino que te dará pena, ¿no?
—No, no me da pena.
—Ahora que pienso: una amiga mía no come nada de carne ni pescado. Pero no porque quiera evitar sufrimiento animal, sino porque los animales le dan asco. Ve un trozo de carne y se imagina al cerdo maloliente, babeando, gruñendo… Y se le pasa toda el hambre. ¿Eso cuenta como dieta vegetariana, o vegana, o lo que sea? ¿O solo admitís a los veganos de buen corazón?
—No soy vegano. Ya no sé cómo decirle esto, pero no soy vegano.
—O setero o lo que sea. Mi amiga sí come queso, por ejemplo. Así que vegana, lo que se dice vegana, no es.
—¿Si le digo que soy vegano, me dejará en paz?
—Pero déjame en paz tú, que estás todo el rato con tus cosas veganas. No sé ni quién eres.
—Soy el del gas.
—Hombre, no me extraña, con tanta verdura, jajaja…
—El de la compañía del gas.
—Me encantan los chistes de pedos. ¡Vegano! ¡Comes mucho brócoli!
—¡No soy vegano! ¡Y no me gusta el brócoli!
—¡Vegano! ¡Jajajaja…! ¿Comes brazo de gitano? Jajaja… Perdona, es que llevo aguantándome esta gracieta desde que me has dicho que eres vegano y ya no me aguantaba más. Tenía que soltarla, que si no se hace costra.
—Que no soy vegano, le digo. Que vengo a tomar nota de la lectura del contador.
—Los veganos os creéis mejores que los demás porque no coméis cordero lechal, pero te voy a decir una cosa: Hitler era vegetariano.
—Me importa un bledo.
—Claro. Imagino que para un vegano, no hay diferencia entre Hitler y cualquier otro vegetariano. Cualquier tipo que haga daño a un animal de cualquier forma es un criminal. Incluso si solo hablamos de mirarlos mal, en plan, ese animal no me acaba de caer bien.
—Mire, me voy.
—¿Te enfadas porque hay animales que me caen mal?
—No, no, es que me tengo que ir.
—¿Y por qué me tiene que caer bien el perro de los vecinos de arriba? Se pasa todo el día ladrando.
—Me da igual, en serio.
—No, venga, no te enfades.
—Que no, que me voy.
—Venga, que era broma.
—Suélteme el brazo.
—Si el perro es buena gente. La culpa es de los dueños, que lo tienen mimado.
—Que me da igual.
—No te volveré a llamar Hitler, de verdad.
—Que me deje.
—¿Quieres una manzana? Te invito a manzana.
—¡No quiero nada!
—Venga, te dejo mirar el contable del gas.
—¡El contador!
—Lo que sea. Pero no te enfades.
—¿De verdad puedo anotar la lectura del gas?
—Que sí, tonto.
—¿Y no seguirá con lo de los veganos?
—Que no. En serio. Ya paro.
—¿Y luego me dejará irme tranquilo?
—Sí.
—¿De verdad?
—Que sí.
—No le creo.
—Te lo juro.
—¿Seguro?
—Que sí.
—De acuerdo. ¿Dónde está el contador?
—No sé, yo creo que no tengo de eso.
—¿Me deja ver si está en la cocina o en el lavadero?
—Adelante.
—Aquí está.
—Anda, nunca me había fijado.
—Pues ya está todo.
—Qué bambas más chulas.
—¿Eh?
—Las zapatillas.
—Ah. Bueno, como me paso el día caminando, me pillé unas cómodas.
—Tú eres un runner de esos, ¿no?
—¿Qué? No, no…
—Sí, hombre, tú sales a correr.
—Que no.
—Eres de los que pone en Facebook los kilómetros que ha corrido cada día.
—No, no. Ni siquiera estoy apuntado a un gimnasio.
—Porque sales a correr.
—¡Que no! ¡Que no hago deporte!
—Qué pesados sois los runners. No sé de quién huís. ¿De la policía?
—Que no soy runner. No empecemos.
—El otro día fui al parque y creía que había un incendio. Todo el mundo corriendo como un loco.
—¡Basta!
—¿Eh?
—No volvamos a empezar.
—¿Con qué?
—Con los veganos y los runners o lo que sea.
—Pero si solo es por dar algo de conversación.
—Ni conversación ni nada.
—¿Te has enfadado otra vez?
—Sí, claro que me he enfadado.
—¿Entonces no vamos a follar?
—¡No, claro que no!
—¿Pero por qué?
—¡Porque no sabes jugar a esto!
—¿He hecho lo que me pediste!
—No, mira, así no es. Yo digo que vengo del gas y tú me dices algo así como: “¿Quieres ver algo mejor que el contador?”.
—Habérmelo dicho.
—¡Pensaba que era bastante evidente!
—No sé, yo…
—Joder con que si soy vegano, ya.
—Pero…
—Le has quitado todo el morbo al asunto.
—Yo es que sigo sin pillarle la gracia.
—La tendría si no te hubieras empeñado en hablar de veganos.
—¡Yo que sé! ¡Te dije que no servía para esto!
—Mira, que me dejes en paz un rato.
—Deberías comer más carne.
—¿Eh?
—Que deberías comer más carne.
—¿Cómo?
—La dieta vegana te pone de muy mal humor.
—¡Para ya con eso! ¡No soy vegano!
—¡Y yo que sé! ¡Tampoco trabajas para la compañía del gas! ¡Este juego es muy confuso!
—¿Y lo de los runners a qué venía?
—Esas bambas son nuevas, ¿no?
—¿Pero qué…?
—No sé, tenía curiosidad.
—¡Me voy a duchar!
—¿Sabías que el agua se calienta con gas?
—¡Necesito un poco de silencio!
—¿Crees que será por la actividad volcánica del subsuelo?
—¡No!
—¡Espera un momento!
—¿Ahora qué pasa?
—¡Yo a ti no te conozco de nada!
—¿Eh?
—¡Tú no eres mi pareja! ¡Yo no tengo pareja!
—¿No?
—¡Tú eres el del gas!
—Hostias, es verdad.
—¡Pero bueno!
—Joder, que me he liado. Perdona.
—No pasa nada.
—Ya decía yo que esta casa no me sonaba.
—No pasa nada, en serio.
—Mira, me iba a duchar en este armario.
—Ya, ya. Por eso me he dado cuenta.
—Qué lío.
—Bueno, todo el mundo se equivoca.
—Claro, tanto marearme con lo de que soy vegano.
—Y no comer carne no te ha ayudado. Seguro que tienes la sangre menos espesa y el corazón bombea con menos fuerza. No te debe llegar más que agua sucia al cerebro.
—No lo descarto. Es decir, creía que no soy vegano, pero si me he equivocado de casa y he olvidado mi profesión, creyendo que todo era un juego erótico festivo, ¿no es también posible que desconozca cuál es mi dieta?
—Además, tienes síntomas de ser vegano.
—Yo ya no sé nada.
—¿Quieres un trozo de fuet, para comprobarlo?
—No lo sé, la verdad. Tengo miedo. ¿Y si soy vegano?
—No te preocupes, eso se cura.
—No, no. Me refiero a que si soy vegano a lo mejor rompo una racha de años sin comer carne.
—Es posible.
—No sé si debo arriesgarme.
—¿Entonces qué vas a hacer?
—Creo que no voy a comer nada de carne hasta que esté seguro.
—¿Ni pescado?
—Ni pescado.
—¿Ni ningún producto de origen animal?
—Ni ningún producto de origen animal.
—¿Sabes qué significa eso?
—No, la verdad.
—Pues que técnicamente eres vegano.
—Supongo que sí.
—Por lo que entonces eres un pesado que no deja de hablar de lo que come.
—Creo que eso no es necesariamente así.
—Y que tenía razón todo el rato.
—No lo sabemos.
—Seguro que también eres runner.
—No, eso no. Me acordaría.
—Esas bambas son muy de profesional.
—Qué va, son del Decathlon. 20 euros, me costaron.
—Sí, seguro.
—Que sí.
—Serías las primeras que te compraste. Seguro que ahora tienes unas de estas que hacen a mano.
—No, no.
—¿Eres pronador o supinador?
—Pronador.
—¡Jajaja! ¿Lo ves?
—Mierda.
—¡Eres un runner!
—Joder, qué putada.
—¡Seguro que no aguantas nada! ¿Cómo te atreves a salir a correr, si no comes carne?
—¿Y ahora qué hago?
—Ahora te vas de mi casa.
—¡Pero no me deje así! ¡Necesito ayuda!
—Sí, bueno, pero en otro lado. A mí no me des la tabarra.
—¡Por favor! ¿Y si también soy celiaco? O peor, ¿y si puedo digerir la lactosa sin problema, pero solo consumo productos sin lactosa porque creo que me sientan mejor?
—A mí no me cuentes tu vida, que ya me has hecho perder toda la mañana hablando de lo poco que te gusta el sushi, so vegano.
—¡No me empuje!
—Que te largues.
—¡Me ha destrozado la vida! ¡Yo era un feliz empleado de la compañía del gas y ahora tengo que correr diez kilómetros al día y contárselo a todo el mundo!
—A mí no.
—¿Le puedo agregar a Facebook?
—Ni hablar.
—¿Sabía que los corderos sufren mucho porque… se los comen? O algo así, no estoy seguro de si es un tema que me preocupa o no.
—Ya, ya…
—A lo mejor no soy vegano. No tengo los conceptos nada claros.
—Sí, bueno, felicidades.
—¡No cierre, por favor!
—Adiós, buenas tardes.
—¡No!
—…
—Por favor.
—…
—No quiero apuntarme a ninguna maratón. Eso tiene que cansar mucho.
—…
—¡Ayúdeme!
—…
—¿Y si me ha dado por los triatlones?
—…
—¡Los cochinillos son bebés de cerdo!
—…
—Por cierto, usted llevaba seis meses sin dar la lectura del contador.
—…
—Hemos estado cobrándole la estimación, que era muy a la baja
—…
—Le va a venir una factura de unos 500 euros.
—…
—Si comiera ensalada, no consumiría tanto gas.
—…
—Hitler comía queso. Y salchichas.
—…
—Stalin comía carne y mató a más gente.
—…
—Pol Pot también comía carne.
—…
—Creo.
—…
—La verdad es que no tengo ni idea.