
La ayudó a deshacerse del sostén con sus experimentadas y masculinas manos, las mismas con las que comenzó a acariciar sus sonrosados pechos.
—¿Quién está ahí?
—Oiga, ¿qué hace?
¿Yo? Nada, soy el narrador. Sigan, sigan.
—¿Cómo que el narrador? Salga del dormitorio ahora mismo.
—¿Y qué quiere decir con “sonrosados pechos”? ¿Qué significa eso?
No se preocupen por mí. Yo me quedo aquí de pie, narrando y sin molestar.
—¿Quiere dejar de escribir en esa libreta? Le estoy hablando.
—¿Pero qué clase de pervertido se pone a narrar en un dormitorio ajeno?
No soy ningún pervertido. Solo estoy escribiendo su escena de sexo.
—No necesitamos que nadie escriba nuestra escena de sexo. Y mis pechos no son sonrosados. Ni siquiera sé qué quiere decir con eso.
¿Frescos como naranjas?
—¿Qué?
—¿Qué dice?
Eso es lo de menos, puedo corregir la descripción más tarde.
—No, ni más tarde ni nunca. Salga de aquí.
Pero es que necesito narrar la escena.
—No necesita narrar nada, tío guarro.
—¿Naranjas? ¿Pero usted ha visto una naranja en su vida?
La novela necesita una escena de sexo, me lo ha dicho el editor.
—Me da igual lo que necesite la novela, me niego a que usted se quede aquí de pie con una libreta y menos aún para decir que mis pechos están sonrosados o que parecen naranjas.
En serio, ni se van a enterar que estoy aquí.
—Mire, tiene que irse.
—O llamaremos a la policía.
Pero la escena…
—Haga una elipsis.
—Si va a ser lo mejor para todos. Mucho más sensual y enigmático. Y así no tiene que comparar mis pechos con nada.
Les aseguro que no se trata de ninguna perversión. A mí esto no me resulta placentero. Es un trabajo como cualquier otro. Es como si describiera una pared o como si explicara los mecanismos psicológicos detrás de la decisión de cualquiera de los personajes.
—Venga, fuera de aquí. Le recuerdo que, según usted mismo ha escrito, soy exboxeador.
Arruinó su carrera por culpa del alcohol.
—Sí, pero le suelto una bofetada con la mano abierta y no se acuerda de su nombre en tres semanas.
Ya, eso también es verdad.
—Espere en el sofá tranquilamente y ya seguirá narrando luego.
Bueno. Vale. Pues nada.
En fin.
Una elipsis, dicen.
No me convence.
Y el editor fue muy claro: el sexo vende.
A ver qué puedo hacer.
Desde la cocina, donde el narrador había ido a beber un vaso de agua, apenas se oían los sensuales gemidos de ella, que probablemente se mordía el labio inferior mientras él acariciaba sus pechos que en nada se parecían a ninguna fruta. ¿Quizás a alguna hortaliza? Ahora mismo no lo tengo muy claro.
—¡Eh! ¡Le estamos oyendo narrar! ¡Y no me estoy mordiendo nada!
—Yo así no puedo.
—¡Y deje de hablar de mis pechos!
—He perdido todas las ganas.
—No me extraña.
El alcohol y los remordimientos le impidieron estar a la altura de las circunstancias.
—¿Pero qué dice? ¿Qué alcohol, si ha sido usted?
Con su hombría herida, se levantó de la cama y se encerró en el lavabo, donde escondía una botella de ron.
—¿Tú te puedes creer lo que dice este impresentable?
—Voy a echarlo de casa.
Ella se levantó y fue a la cocina, para que él no la viera llorar.
—No estoy llorando, estoy enfadadísima. Y ahora me muerdo el labio, pero por no arrancarle las orejas. Fuera de mi casa.
Pero la novela…
—Me da igual la novela. Ya está bien por hoy. Nos va a dejar en paz un ratito, que además es tardísimo y mañana madrugamos.
No, no, qué va. Mañana él se levantará con resaca a mediodía e irá a ver a la viuda, que le dará una pista que lo pondrá tras el verdadero asesino del senador.
—¿Pero qué dice? Él mañana tiene que ir a la oficina, como todos los lunes. Y yo voy a dar clase en la facultad.
¿Oficina? Él es detective privado y usted una exmodelo drogadicta y retirada.
—Esto es increíble, ¿pero qué problema tiene conmigo?
Yo ninguno, pero es que la novela…
—Largo de aquí. Pero qué asco de tío. Llamarme drogadicta.
Lo hago por ustedes, quiero que sean inmortales.
—Que se pire a narrar a su abuela.
Yo…
—Fuera. No lo pienso decir más veces.
El narrador salió al descansillo y llamó al ascensor. Ella se lo quedó mirando con la puerta abierta, para asegurarse de que se iba y no se quedaba por ahí cerca, narrando más cosas.
Salió a la calle. Era una noche de marzo aún fría. Notó sus propios pezones endurecidos contra la camiseta. Se preguntó con qué fruta podría comparar sus pechos de narrador. ¿Quizás unos paraguayos? ¿Para qué? Para hacer una comparación.
Su móvil sonó. Era él.
—Que pare de narrar, le digo, que no podemos dormir. Si sigue narrando, voy a llamar a la policía.
Colgó el teléfono. Tocaba reescribir y corregir.