Es posible que mucha gente no sepa que yo estuve a esto de ser piloto de Fórmula 1. Para quienes me lean y no me vean dictarle el texto a uno de mis chimpancés-secretario, debo aclarar que al mismo tiempo que decía la palabra «esto», acercaba los dedos índice y pulgar de mi mano derecha, dejando entre ellos espacio para apenas dejar pasar el cerebro de un periodista del corazón.
El caso es que los capos –ja, ja, capos, como son italianos… Es una broma mía– de Ferrari me ofrecieron la posibilidad de hacer unas pruebas con ellos, dada mi pericia al volante y tras los sorprendentes tiempos que había conseguido en unas sesiones con Minardi, equipo que aún existía por aquel entonces.
Creo que no es necesario decir que acepté encantado. Así que no lo diré. Mono, borra, la frase. ¿Pero qué escribes? ¿QUIERES DEJAR DE ANOTAR? ¿PERO QUÉ HACES? ¡TRAEDME A OTRO MONO QUE NO SEA RETRASADO!
(Gritos. Forcejeos. Latigazos).
Disculpad. Prosigamos con la historia.
Acudí al circuito italiano de Mugello, donde recibí la calurosa bienvenida de los mecánicos de la escudería, que por algún motivo me confundieron con el técnico de la máquina de café. Movido por mi espíritu de equipo, deseoso de mostrar mis habilidades técnicas y como además soy muy tímido, intenté arreglar la máquina.
Sólo recuerdo una explosión, gritos y sangre.
Dos días más tarde salí del hospital y volví al circuito, donde me recibió Luca di Montezemolo, que me dio su tarjeta. Al ver que su segundo nombre era Cordero, me entró un ataque de risa que le hizo llorar un poco.
Me sentí poco menos que cumpliendo un sueño cuando me puse el mono rojo sobre los hombros. Claro que aquello fue una broma de los mecánicos. Ja, ja. Me habían cambiado el mono por otro mono: un babuino rabioso que me mordió el ojo izquierdo tras confundirlo con una nuez. Ja, ja. Ahí nació mi amor por los monos.
El caso es que ya convenientemente equipado, me metí en el coche y di las últimas instrucciones a mi equipo. «Me lo llenas de súper y echa un vistazo a ver qué tal está el aceite. Y pon estas pegatinas de llamas en los alerones, que así seguro que va más rápido”. Sin duda, los mecánicos quedaron impresionados con mis conocimientos. No quedaba duda de que sería de gran ayuda para poner el coche a punto.
Apreté el acelerador y salí a todo gas del box. Me llevé por delante a la jefa de prensa de Fernando Alonso e incrusté el coche en el muro. Le intenté echar la culpa al mono y el babuino se enfadó y me mordió la oreja. Reconozco que con razón: el pobre bicho estaba tan tranquilo con sus cosas, sentado en el alerón delantero, y no había tenido nada que ver con el accidente.
Como Cordero (yo ya le llamaba así) estaba convencido de mis posibilidades, me dio una segunda oportunidad. Una vez se hubieron apartado todos los mecánicos, salí con algo más de tranquilidad y logré meter el coche en pista. Cuatro horas y diecisiete minutos más tarde completaba mi primera vuelta. El ingeniero de pista me preguntó si todo iba bien. Le dije que sí, sólo que no tenía muy claro cómo cambiar de marcha. No encontraba la palanca.
Todo fue más fácil después de que me explicara que las marchas se cambiaban con unas palanquitas que había en el propio volante. Mejoré mucho mis tiempos una vez supe eso. Seis o siete segundos. Eso fue lo que tardé en salirme de pista a doscientos noventa kilómetros por hora e incrustar el bólido en la ambulancia que se llevaba (muy lentamente) a la jefa de prensa a la que había atropellado antes.
Una vez me sacaron del coche con una grúa, mantequilla y una espátula, tuve una charla con Cordero, que quería saber cómo era posible que hubiera conseguido unos tiempos tan buenos con Minardi. Le expliqué que los nervios me habían traicionado y que lo único que tenían que hacer era sustituir el volante por un mando de la Play Station. “Es que me cambiáis los botones de sitio y me lío. Y ponédmelo en modo automático, que lo de cambiar las marchas es un rollo”.
Finalmente no me contrataron, imagino que por no haber podido llegar a un acuerdo con mis patrocinadores (Vermutería Los Mundiales), así que después de recibir una paliza de unos amiguetes de Cordero, Ferrari y yo dimos por concluida nuestra relación profesional.
Guardo un recuerdo muy grato de aquella experiencia. Sí, es el mono. Jamás aprendió a teclear, así que me lo comí. Uso su cráneo para beber té.