Sostengo la puerta para que entre otro tipo al que he visto justo antes de apretar el botón del noveno.
-¿A qué piso va?
-Al séptimo.
No puedo evitar observarlo algo sorprendido: vaya pintas trae. Y viene a trabajar, porque es un edificio de oficinas. Ojo, que a mí me da lo mismo, pero reconozco que me llama la atención: los pantalones están hechos harapos, sucios y con la parte inferior quemada, dejando al aire unas pantorrillas tiznadas y llenas de ampollas y heridas. La camisa también está hecha jirones, aunque aquí las manchas son de sangre. De hecho, en uno de los costados parece que hay una herida de bala. Digo parece porque si lo es, se trata de la primera que veo. Tiene la cara también ensangrentada, sobre todo la nariz y la boca. Le falta media oreja izquierda y uno de sus ojos está amarillo, casi naranja. En los brazos sostiene a un bebé que, por el tono de piel casi grisáceo, diría que está muerto.
-Parece que hace más frío -le digo, para intentar suavizar el hecho de que le estoy mirando mucho.
-Sí, bueno, estamos en invierno.
-Es lo que toca, ¿eh?
-Es lo que toca -intenta sonreír, pero le resbala sangre de la comisura de los labios y se le cae un diente. Se intenta limpiar con el dorso de la mano. Desvío la mirada, para que no se sienta violento. Más aún, imagino. Es que yo también. Qué maleducado soy a veces. Y todavía estamos en el segundo.
Ahora no puedo apartar la mirada del bebé. Qué estará pensando el pobre hombre de mí. Seguro que tiene una explicación para todo y duda si dármela porque igual es peor. En plan, no me importa contárselo, es una tontería, pero a lo mejor ni siquiera le interesa o quizás si se lo cuento parece que le doy más importancia de la que tiene.
Me gustaría decirle que no pasa nada, que me da igual, que no me pienso meter en la vida de nadie. Bastante tengo con la mía. Pero claro, tampoco voy a sacar el tema yo, que parecerá que estoy ahí fijándome, cuando no es que me haya fijado, es que lo he visto. Estamos en un ascensor: peor hubiera sido cerrar los ojos.
-Al menos no llueve.
-¿Qué? -Pregunto, levantando la mirada del suelo.
-Que al menos no llueve. Eso ya… -intenta disimular un rictus de dolor. Veo que del costado le sale un hilillo de sangre oscura de la herida de bala. O de lo que sea.
-Sí, la lluvia…
-Ya…
-Mejor que no.
Además, es que ni le conozco. Nunca habíamos coincidido. Quizás no trabaja aquí y sólo viene de visita. Es normal. Son oficinas. Entran y salen clientes y socios y proveedores todo el día. O a lo mejor ha tenido un accidente y por eso llega tarde. O pronto. No sé. Que no me importa, vaya. Igual no lo vuelvo a ver nunca. O igual viene mañana y tan normal, limpito y con un bebé vivo.
-Mañana viernes -le digo, viendo que nos acercamos al séptimo.
-Qué ganas, sí.
-Aunque hoy la siesta no me la quita nadie.
-No soy muy de siestas, yo.
-Ah.
-Ya.
-Sí.
-Je.
Un siete en la puerta. Por fin. Le abro porque entre el niño y la herida del costado no se apaña. Baja. Se despide alzando las cejas. Hago lo mismo. La puerta se cierra y el ascensor sigue su camino hacia mi planta. Suspiro aliviado. Qué gente más rara, pienso, mientras me miro el cuerpo desnudo en el espejo y me acaricio, pensativo, uno de los cuernos.